jueves, 13 de enero de 2022

Salmo 70(69) - Súplica en la desgracia

¡Dígnate, Señor, librarme!
¡Señor, date prisa en socorrerme!
¡Queden avergonzados y confundidos los que buscan acabar con mi vida!
¡Huyan abochornados los que traman mi desgracia!
¡Que se retiren confundidos los que se ríen de mí!
¡Que exulten y se alegren contigo todos los que te buscan!
Que los que aman tu salvación repitan siempre: ¡Grande es el Señor!
Pero yo, soy pobre e indigente.
¡Oh Dios, ven deprisa!
Tú eres mi auxilio y mi salvación.
¡Señor, no tardes!

Bienaventurados los indefensos (por el padre Antonio Pavía) 

Un fiel se dirige suplicante a Dios pidiendo ayuda. Es evidente que está en una situación desesperada ya que, insistentemente, le suplica que se dé prisa, que corra para 
auxiliarle. Sus enemigos le acechan y quieren acabar con su vida. 
No solamente es el hecho de encontrarse en una situación crítica. Lo peor es que no tiene cómo defenderse, cómo hacer frente al mal que se cierne sobre él pues es pobre y desventurado. 
En la Sagrada Escritura son varias las acepciones con que se define al pobre, al desgraciado, al indefenso. En el contexto del salmo, podemos intuir que este hombre está 
desvalido, no tiene ninguna defensa, ningún arma con la que 
defenderse.
A la luz de este hombre fiel, vemos con claridad al Mesías, Jesucristo; el gran desvalido, indefenso por opción personal, hasta el punto de renunciar incluso a una defensa 
verbal en el juicio inicuo al que fue sometido: «Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos atestiguan contra ti? Pero Jesús seguía callado» (Mt 26,62-63).
Jesucristo se somete voluntariamente al mal del 
hombre, de todo hombre. Se doblega ante el mal que tiene su 
trono en nosotros. 
El Hijo de Dios se doblega 
ante el mal no por cobardía, sino para hacer presente a lo largo de toda la Historia que, en su debilidad, se manifiesta con todo su esplendor la fuerza salvífica de 
Dios.
El apóstol Pablo, iluminado por el Espíritu Santo, nos transmite con nitidez esta realidad sorprendente de la salvación de Dios: ¡En la indefensión, en la debilidad 
libremente asumida, Dios actúa y salva! Oigámosle: «Jesús, 
ciertamente, fue crucificado en razón de su flaqueza pero 
está vivo por la fuerza de Dios» (2Co 13,4a). Pablo tiene 
la certeza de su afirmación porque tiene la experiencia de que Dios resucitó a su Hijo de la muerte. Lo impresionante es que esta forma de actuar de Dios es válida no solo para Jesús, sino también para todos aquellos  apoyan su
debilidad en su Palabra. Vamos a ver, pues, cómo termina el 
texto citado anteriormente: «Así también nosotros: somos 
débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios sobre vosotros» (Col 13,4b). 
Por si fuera poco, y para que la catequesis de Pablo no quede en palabras preciosas pero vacías, él mismo nos transmite su experiencia a este respecto. Ante una situación dificilísima por la que está pasando, sea a nivel de persecuciones, incomprensiones e incluso enfermedades, Pablo, el apóstol, se dirige por tres veces a Dios para que le saque de tales peligros, a lo cual Él le respondió así: 
«Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2Cor 12,9).
La respuesta que Pablo recibe de Dios, a quien da culto por la predicación del Evangelio, como a él mismo le gusta decir (Rom 1,9), le levanta tanto el alma que termina diciendo: «Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2Cor 12,10).
Volvemos al salmo y oímos a nuestro hombre indefenso, 
anunciar proféticamente la victoria de Dios sobre el mal provocando el gozo de los que le buscan con corazón sincero. 
Todo discípulo de Jesucristo enfrenta un combate, es el combate de la fe. Es una lucha muy singular, en la que el príncipe de este mundo tiene sus armas que sobrecogen al 
buscador de Dios: Persecuciones, odios, incomprensiones e, incluso, los desánimos que nacen del hecho de que, aún buscando a Dios, sufre en su carne el aguijón del pecado: 
es buscador y pecador al mismo tiempo. Este es el momento de acoger con humildad el hecho de no ser mejor que sus hermanos. Consciente de su impotencia, siente la urgencia de revestirse de las armas que Dios pone en sus manos. Armas descritas magistralmente por el apóstol Pablo: «Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. 
Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las 
acechanzas del diablo... Calzados los pies, con el celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la fe... Y la espada del Espíritu que es la palabra de Dios»
(Ef 6,10-17).
Solo el que combate así, conoce el gozo de Dios del que nos habla el salmista. Así nos lo atestigua el apóstol Pedro: «Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso 
que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas ...» (1Pe 1,6)


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