1 ¡Aleluya!
¡Cantad al Señor un cántico nuevo!
¡Cantad su alabanza en la asamblea de los fieles!
2 ¡Que se alegre Israel por su Creador,
que los hijos de Sión festejen a su Rey!
3 ¡Alabad su nombre con danzas,
tocad para él la cítara y el tambor!
4 ¡Sí! ¡Porque el Señor ama a su pueblo,
y adorna a los pobres con la victoria!
5 Que los fieles festejen su gloria,
y canten jubilosos en filas.
6 Con aclamaciones a Dios en su garganta,
y espadas de dos filos en las manos,
7 para tomar venganza de los pueblos,
y aplicar el castigo a las naciones,
8 para sujetar a sus reyes con esposas,
y a sus nobles con grilletes de hierro.
9 ¡Ejecutar en ellos la sentencia dictada
es un honor para todos sus fieles!
¡Aleluyal
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 149
Complacencia mutua
Situamos este himno de alabanza y bendición en una fase,
podríamos llamar, gloriosa del pueblo elegido: la vuelta
del destierro. Israel es testigo de que Yavé ha escuchado
sus súplicas, ha estado atento a su dolor y lágrimas y le
ha hecho volver a su tierra. Se da inicio así a la
reconstrucción de Jerusalén y a la reedificación del templo
santo. La alegría del pueblo, a pesar de su ardua y también
conflictiva empresa, es indescriptible. El salmo es una
expresión grandilocuente de la gratitud que empapa hasta la
saciedad el alma del pueblo: «¡Aleluya! ¡Cantad al Señor un
cántico nuevo! ¡Cantad su alabanza en la asamblea de los
fieles! ¡Que se alegre Israel por su Creador, que los hijos
de Sión festejen a su rey! ¡Alabad su nombre con danzas,
tocad para él la cítara y el tambor!».
Encontramos en el himno diversos memoriales por los
que Israel se rinde ante el amor que Yavé ha derramado
sobre él. Hay uno que nos parece que sobresale por encima
de los demás: Yahvé se complace con su pueblo. Israel, el
pueblo apóstata, infiel e idólatra, es amado por Yavé. Se
está anunciando el amor en su dimensión más profunda. Yavé
ha apartado de sus ojos todas las infidelidades de su
pueblo y se complace en él: «¡Porque el Señor ama a su
pueblo, y adorna a los pobres con la victoria! Que los
fieles festejen su gloria, y canten jubilosos en filas».
Esta experiencia de Israel sobrepasa totalmente los
cánones comúnmente establecidos acerca del amor. Lo cierto
es que no es que simplemente sobrepase estos cánones o
límites. Se está anunciando un amor diferente, único,
nuevo..., el amor infinito e incondicional de Dios. Sólo
Dios, que ama así, puede complacerse en el barro que es
Israel y, por extensión, en el barro que es todo ser
humano.
El complacerse de Dios con su pueblo nos viene también
descrito, con unos tintes poéticos magistrales, por Isaías.
El profeta, en nombre de Yavé, anuncia a Israel que su
destierro es sólo temporal. Dios volverá a apiadarse, e
Israel seguirá siendo el pueblo de sus promesas.
Es posible que Israel, sumido en su nueva esclavitud,
no diera mucho crédito al profeta. Unos por escepticismo, y
otros por la carga de culpabilidad que sobrellevaban por el
hecho de haber roto su alianza con Dios a causa de sus
idolatrías. Sea como fuere, las palabras: perdón,
compasión, benevolencia, les son difíciles de aceptar
aunque vengan de parte de Dios.
Sin embargo, Isaías levanta los ánimos de su pueblo
desterrado con unas palabras que hacen renacer en sus
corazones las promesas de Yavé a sus patriarcas, y que 307
creían ya anuladas: Israel sigue siendo el pueblo en el que
Dios se complace, por más que ahora esté bajo el dominio de
los gentiles: «No se dirá de ti jamás abandonada, ni de tu
tierra se dirá jamás desolada, sino que a ti se te llamará
“mi complacencia”, y a tu tierra “desposada”» (Is 62,4).
Por si este anuncio no termina de despertar los
espíritus hundidos y adormecidos de los desterrados, el
profeta les añade, valiéndose del signo del matrimonio, que
Yavé está en comunión con ellos, aunque en esos momentos se
consideren el último y el más desgraciado pueblo de la
tierra: «Porque como se casa joven con doncella, se casará
contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia,
se gozará por ti tu Dios» (Is 62,5).
Es indudable que estos anuncios-promesas del profeta
nos sorprenden sobremanera. Nuestro concepto de justicia y,
con él, el de culpabilidad, hacen inviable concebir un amor
así, tan gratuito como impensable. Más aún, no es creíble,
no hay mente humana que pueda abarcar y comprender un amor
de esta dimensión. El caso es que estamos hablando de la
mente de Dios. Ella sí abarca y es capaz de un amor así:
que no lleva cuentas del mal, de la ofensa, de la
agresión... Dios es amor, y así es como ama.
Veíamos en el salmo: «El Señor ama a su pueblo».
Palabras que alcanzan su plenitud en el Mesías, como ya
hemos visto repetidamente a lo largo de salmos anteriores.
En y por Jesucristo, Dios se complace en todos sus
hijos. Fruto de esta complacencia –recordemos que Dios nos
amó primero (1Jn 4,19)–, los discípulos del Señor Jesús
reciben la sabiduría para complacer y agradar a Dios, como
ya Él mismo nos lo anunció proféticamente por medio del rey
Salomón: «Contigo está la sabiduría que conoce tus obras,
que estaba presente cuando hacía el mundo, que sabe lo que
es agradable a tus ojos, y lo que es conforme a tus
mandamientos. Envíala de los santos cielos, mándala de tu
trono de gloria para que a mi lado participe en mis
trabajos y sepa yo lo que te es agradable» (Sab 9,9-10).308
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