viernes, 6 de diciembre de 2024

Salmo 143(142). Súplca humilde( La paz con vosotros)

 

1 Salmo. De David

¡Señor, escucha mi oración!

¡Tú que eres fiel, atiende a mis súplicas!

¡Tú que eres justo, respóndeme!

2 ¡No entables juicio contra tu siervo,

pues ningún hombre vivo es justo ante ti!

3 El enemigo me persigue,

aplasta por tierra mi vida,

y me hace habitar en las tinieblas,

como los que están muertos para siempre.

4 Mi aliento va desfalleciendo,

y, en mi interior, se amedrenta mi corazón.

5 Recuerdo los días de antaño,

medito todas tus acciones,

reflexionando sobre la obra de tus manos.

6 Extiendo mis brazos hacia ti,

mi vida es como tierra sedienta de ti.

7 jSeñor, respóndeme enseguida,

pues mi aliento se extingue!

No me escondas tu rostro,

pues sería como los que bajan a la fosa.

8 Por la mañana, hazme escuchar tu amor,

ya que confío en ti.

Indícame el camino que he de seguir,

pues elevo mi alma hacia ti.

9 Líbrame de mis enemigos, Señor,

pues· me refugio en ti.

10 Enséñame a cumplir tu voluntad,

ya que tú eres mi Dios.

Que tu buen espíritu me guíe

por una tierra llana.

11 Por tu nombre, Señor, consérvame vivo,

por tu justicia, sácame de la angustia.

12 Por tu amor, aniquila a mis enemigos

y destruye a todos mis adversarios,

porque yo soy tu siervo. 


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 143
La paz con vosotros
Una vez más oímos el clamor desgarrador de un fiel 
israelita que identificamos con el rey David. Una vez más 
le encontramos huyendo a causa de la rebelión que su hijo 
Absalón ha levantado contra él. Si grande es su dolor, 
mayor es su confianza en Yavé. Nos llama la atención que, 
al invocarle pidiendo su auxilio, no lo hace desde una 
presunta inocencia, sino desde su condición de culpable, de 
pecador.
La audacia amorosa de David nos sobrecoge. Sabe que no 
es justo, como, de hecho, nadie lo es, pero apela a la 
justicia de Dios que es siempre salvadora; es decir, que 
Dios salva desde su justicia, no desde la nuestra: «¡Señor, 
escucha mi oración! ¡Tú que eres fiel, atiende a mis
súplicas! ¡Tú que eres justo, respóndeme! No entables 
juicio contra tu siervo, pues ningún hombre vivo es justo 
ante ti».
Esta ilimitada confianza de David en el perdón y 
misericordia de Dios nos lleva a la iluminación profética 
que tuvo Jeremías al divisar a lo lejos la restauración de 
Israel, su vuelta del destierro. Además, es un anuncio de 
salvación que trasciende el acontecimiento salvífico de la 
vuelta de Israel a la tierra prometida. Es un anuncio 
implícito de la salvación universal que llevará a cabo 
Yavé. Así nos lo comunica el profeta Jeremías: «¡Oh Yavé, 
mi fuerza y mi refuerzo, mi refugio en día de apuro! A ti 
las gentes vendrán de los confines de la tierra y dirán: 
¡Luego mentira recibieron de herencia nuestros padres, 
vanidad y cosas sin provecho...! Por tanto, he aquí que yo 
les hago conocer –esta vez sí– mi mano y mi poderío, y 
sabrán que mi nombre es Yavé» (Jer 16,19-21).
Jesucristo ha hecho justicia a toda la humanidad, 
seducida y engañada por el Tentador. Por él, Adán y Eva 
salieron del Paraíso de espaldas a Dios. Por eso envió a su 
Hijo para hacernos volver sobre nuestros pasos y situarnos 
nuevamente en su presencia, cara a cara con su Creador.
Para hacer posible la vuelta del hombre a Dios, fue 
necesario que el Señor Jesús se situara cara a cara con el 
príncipe del mal, y se dejara –aparentemente– vencer por 
sus fuerzas. Durante tres días estuvo dominado por la 
muerte, de espaldas al Dios de la vida eterna. Allí, sujeto 
por los lazos de la mortalidad, nos hizo justicia: resucitó 
y venció al seductor. Desenmascaró al maestro del engaño y 
de la mentira e hizo posible la vuelta del hombre hacia 
Dios.
Recordemos el pasaje del bautismo de Jesús tal y como 
nos lo narra Mateo. Se acercó a Juan Bautista para ser 
bautizado por él. Este se sobrecogió intensamente y le dijo 295
que había de ser más bien al contrario, que era él quien 
tenía que ser bautizado por Jesús. Ante esta reacción de 
Juan Bautista, perfectamente comprensible, Jesús le 
respondió: Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos 
toda justicia. Y fue bautizado (cf Mt 3,13-15).
Los santos Padres de la Iglesia, así como innumerables 
exégetas y comentaristas de las Sagradas Escrituras, nos 
enseñan que, con estas palabras, Jesucristo estaba 
profetizando su muerte, su resurrección y el amanecer de la 
justicia salvadora de Dios sobre toda la humanidad.
Su muerte la vemos representada en su inmersión en las 
aguas del Jordán, imagen que evoca su descenso a la 
profundidad de la tierra después de bajarle, exánime, de la 
cruz. 
Su salir de las aguas del Jordán preanunciaba el 
desmoronamiento del sepulcro y su levantarse glorioso y 
victorioso de la muerte. Entre las losas esparcidas, 
quedaron, desparramadas, las vendas, el lienzo y el sudario 
que envolvían su cuerpo. 
Por último, su hacernos justicia brilló en todo su 
esplendor al aparecerse al grupo temeroso y abatido de sus 
apóstoles. Juan puntualiza que estaban reunidos en el 
Cenáculo con las puertas cerradas a cal y canto por miedo a 
los judíos.
El Señor Jesús, el justo y el justificador, se 
presentó en medio de ellos y les anunció: la Paz con 
vosotros. Cuán grande tuvo que ser el asombro y la sorpresa 
de los discípulos, que Jesucristo les tuvo que repetir el 
anuncio: la Paz con vosotros (cf Jn 20,19-21). 
Ninguna mención a su cobardía, a su huída, a su 
incapacidad e impotencia para dar testimonio de Él como 
Mesías y Señor. Ningún reproche. Lo que los apóstoles 
oyeron fueron estas vivificantes palabras: la Paz con 
vosotros. Estáis justificados ante mi Padre y vuestro 
Padre, ante mi Dios y vuestro Dios: Yo soy vuestra 
justicia.
Escuchemos la exhortación del apóstol Pablo, quien 
insiste una y otra vez que los hombres hemos sido 
justificados por y en Jesucristo: «Habéis sido lavados, 
habéis sido santificados, habéis sido justificados en el 
nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro 
Dios» (1Cor 6,11). 296

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