sábado, 7 de diciembre de 2024

Salmo 129(128). Contra los enemigos de Sión (No pudieron conmigo)






1 Cántico de las subidas.
¡Cuánto me han oprimido desde mi juventud,
-que lo diga Israel-
2 cuánto me han oprimido desde mi juventud!
¡Pero nunca han podido conmigo!
3 Los labradores araron mis espaldas
y alargaron sus surcos.
4 Pero el Señor es justo: cortó
el látigo de los malvados.
5 Retrocedan, avergonzados,
los que odian a Sión.
6 Sean como la hierba del tejado,
que se seca y nadie la corta,
7 que no llena la mano del segador,
ni la brazada del que agavilla.
sQue no digan los que pasan:
<<iQue el Señor te bendiga!».
Nosotros os bendecimos en el nombre del Señor

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 129
No pudieron conmigo
El salmista, personificando al pueblo de Israel, hace 
memoria de los sufrimientos y penalidades por los que ha 
tenido que pasar desde los orígenes de su elección, desde 
su juventud, tal y como lo señala en su oración: «¡Cuánto
Mucho me han oprimido desde mi juventud –que lo diga 
Israel–, mucho me han oprimido desde mi juventud! ¡Pero 
nunca han podido conmigo!».
Esta afirmación nos traslada a Egipto en donde, en 
tiempo de José, se establecieron los hijos de Jacob, y 
donde Israel da sus primeros pasos como pueblo. Recordamos 
que José recibió de Yavé el don de interpretar sueños, a 
causa de lo cual, Egipto pudo hacer frente a una hambruna 
que se cernió no sólo sobre el país, sino también sobre las 
naciones fronterizas. Por este servicio, el faraón le dio 
poder y autoridad sobre todo el país: «Dijo el faraón a 
José: después de haberte dado a conocer Dios todo esto, no 
hay entendido ni sabio como tú. Tú estarás al frente de mi 
casa, y de tu boca dependerá todo mi pueblo» (Gén 41,39-
40).
Sin embargo, después de la muerte de José y con el 
paso del tiempo, los israelitas fueron considerados una 
amenaza para la estabilidad de la nación, y comienza el 
asedio y la opresión contra ellos: «Se alzó en Egipto un 
nuevo rey, que nada sabía de José; y que dijo a su pueblo: 
Mirad, los israelitas son un pueblo más numeroso y fuerte 
que nosotros. Tomemos precauciones contra él para que no 
siga multiplicándose... Les impusieron, pues, capataces 
para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos» (Éx 1,8-
11).
Ya desde su juventud, antes incluso del nacimiento de 
Moisés, Israel sufre en su carne la persecución y el 
desprecio. No obstante, el salmista confiesa que Yavé ha 
sido más fuerte que sus opresores, ha roto las alianzas que 
los poderosos han concertado contra su pueblo: «Pero el 
Señor es justo: cortó el látigo de los malvados. 
Retrocedan, avergonzados, los que odian a Sión».
A lo largo de la historia de Israel, vemos que son 
numerosas las invasiones que ha tenido que sufrir. Merece 
especial atención, como ya sabemos, su destierro a 
Babilonia. Los profetas ven en esta etapa dolorosa de su 
pueblo, un tiempo de gracia y misericordia. Es en el 
destierro donde toman conciencia de que, por haberse 
apartado de Yavé, se han quedado sin su tierra; sus ojos no 
pueden alegrarse con la contemplación del templo de 
Jerusalén, signo visible de su elección como pueblo santo y 
orgullo de su raza. Sin embargo, como hemos dicho, es 
tiempo de gracia y de misericordia. Es en tierra extraña donde Israel toma conciencia de que ha sido infiel a Yavé; 
que su religión, en tiempos de prosperidad, estaba vacía: 
sus labios iban por un camino y su corazón por otro.
Es cierto que el aplastamiento y humillación del 
pueblo llega hasta el punto de sentir pisoteadas sus 
espaldas, como bien dice el salmista: «Los labradores 
araron mis espaldas y alargaron sus surcos». Una de las 
pruebas más humillantes que los vencedores de una batalla 
infringían a los vencidos, consistía en tenderlo sobre el 
suelo boca abajo y caminar sobre sus espaldas. Era una 
forma de recordarles que estaban totalmente dominados, que 
no volverían a levantar la cabeza. y que no albergasen 
ninguna esperanza de liberación.
Pues sí va a haber quien los libre. Yavé mismo se pone 
del lado de los vencidos. Hace llegar a su pueblo, por 
medio de los profetas, su próxima liberación. No hay fuerza 
humana, por poderosa que sea, que pueda permanecer estable 
y victoriosa ante la decisión de Yavé. Y Él decide que su 
pueblo ya ha sufrido demasiado y que ha llegado el momento 
de «volver a casa». 
El profeta Isaías proclama a su pueblo la buena 
noticia de que Dios se ha apiadado de él: «¡Una voz! Tus 
vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con 
sus propios ojos ven el retorno de Yavé a Sión. Prorrumpid 
a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque 
ha consolado Yavé a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén»
(Is 52,8-9).
Mucho, muchísimo asediaron a Jesucristo. Todos, sumos 
sacerdotes, Pilato, Herodes y pueblo, se conjuraron y 
aliaron hasta darle muerte. Parece que sí, que pudieron con 
él. Pero Yavé, el justo, rompió las coyundas-alianzas de 
los impíos, como cantó el salmista, despedazó las piedras 
del sepulcro que retenían al Inocente y lo levantó 
victorioso.
Levantando a su Hijo, alzó también para todos los 
pueblos la alianza de salvación que alcanza a toda la 
humanidad. En el Señor Jesús –el asediado desde su 
juventud– ha sido tejida la alianza que nos salva, alianza 
que pasa a fuego todos nuestros pecados hasta consumirlos. 
El enviado de Dios, con su sangre, ha cancelado todas 
nuestras deudas. La nueva alianza promulgada por el Señor 
Jesús, ha hecho que el hombre no sea para Dios ni extraño 
ni enemigo: «A vosotros, que en otro tiempo fuisteis 
extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas 
obras, os ha reconciliado ahora por medio de la muerte en 
su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e 
irreprensibles delante de Él» (Col 1,21-22). 

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