1 Cántico de las subidas.
¡Cuánto me han oprimido desde mi juventud,
-que lo diga Israel-
2 cuánto me han oprimido desde mi juventud!
¡Pero nunca han podido conmigo!
3 Los labradores araron mis espaldas
y alargaron sus surcos.
4 Pero el Señor es justo: cortó
el látigo de los malvados.
5 Retrocedan, avergonzados,
los que odian a Sión.
6 Sean como la hierba del tejado,
que se seca y nadie la corta,
7 que no llena la mano del segador,
ni la brazada del que agavilla.
sQue no digan los que pasan:
<<iQue el Señor te bendiga!».
Nosotros os bendecimos en el nombre del Señor
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 129
No pudieron conmigo
El salmista, personificando al pueblo de Israel, hace
memoria de los sufrimientos y penalidades por los que ha
tenido que pasar desde los orígenes de su elección, desde
su juventud, tal y como lo señala en su oración: «¡Cuánto
Mucho me han oprimido desde mi juventud –que lo diga
Israel–, mucho me han oprimido desde mi juventud! ¡Pero
nunca han podido conmigo!».
Esta afirmación nos traslada a Egipto en donde, en
tiempo de José, se establecieron los hijos de Jacob, y
donde Israel da sus primeros pasos como pueblo. Recordamos
que José recibió de Yavé el don de interpretar sueños, a
causa de lo cual, Egipto pudo hacer frente a una hambruna
que se cernió no sólo sobre el país, sino también sobre las
naciones fronterizas. Por este servicio, el faraón le dio
poder y autoridad sobre todo el país: «Dijo el faraón a
José: después de haberte dado a conocer Dios todo esto, no
hay entendido ni sabio como tú. Tú estarás al frente de mi
casa, y de tu boca dependerá todo mi pueblo» (Gén 41,39-
40).
Sin embargo, después de la muerte de José y con el
paso del tiempo, los israelitas fueron considerados una
amenaza para la estabilidad de la nación, y comienza el
asedio y la opresión contra ellos: «Se alzó en Egipto un
nuevo rey, que nada sabía de José; y que dijo a su pueblo:
Mirad, los israelitas son un pueblo más numeroso y fuerte
que nosotros. Tomemos precauciones contra él para que no
siga multiplicándose... Les impusieron, pues, capataces
para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos» (Éx 1,8-
11).
Ya desde su juventud, antes incluso del nacimiento de
Moisés, Israel sufre en su carne la persecución y el
desprecio. No obstante, el salmista confiesa que Yavé ha
sido más fuerte que sus opresores, ha roto las alianzas que
los poderosos han concertado contra su pueblo: «Pero el
Señor es justo: cortó el látigo de los malvados.
Retrocedan, avergonzados, los que odian a Sión».
A lo largo de la historia de Israel, vemos que son
numerosas las invasiones que ha tenido que sufrir. Merece
especial atención, como ya sabemos, su destierro a
Babilonia. Los profetas ven en esta etapa dolorosa de su
pueblo, un tiempo de gracia y misericordia. Es en el
destierro donde toman conciencia de que, por haberse
apartado de Yavé, se han quedado sin su tierra; sus ojos no
pueden alegrarse con la contemplación del templo de
Jerusalén, signo visible de su elección como pueblo santo y
orgullo de su raza. Sin embargo, como hemos dicho, es
tiempo de gracia y de misericordia. Es en tierra extraña donde Israel toma conciencia de que ha sido infiel a Yavé;
que su religión, en tiempos de prosperidad, estaba vacía:
sus labios iban por un camino y su corazón por otro.
Es cierto que el aplastamiento y humillación del
pueblo llega hasta el punto de sentir pisoteadas sus
espaldas, como bien dice el salmista: «Los labradores
araron mis espaldas y alargaron sus surcos». Una de las
pruebas más humillantes que los vencedores de una batalla
infringían a los vencidos, consistía en tenderlo sobre el
suelo boca abajo y caminar sobre sus espaldas. Era una
forma de recordarles que estaban totalmente dominados, que
no volverían a levantar la cabeza. y que no albergasen
ninguna esperanza de liberación.
Pues sí va a haber quien los libre. Yavé mismo se pone
del lado de los vencidos. Hace llegar a su pueblo, por
medio de los profetas, su próxima liberación. No hay fuerza
humana, por poderosa que sea, que pueda permanecer estable
y victoriosa ante la decisión de Yavé. Y Él decide que su
pueblo ya ha sufrido demasiado y que ha llegado el momento
de «volver a casa».
El profeta Isaías proclama a su pueblo la buena
noticia de que Dios se ha apiadado de él: «¡Una voz! Tus
vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con
sus propios ojos ven el retorno de Yavé a Sión. Prorrumpid
a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque
ha consolado Yavé a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén»
(Is 52,8-9).
Mucho, muchísimo asediaron a Jesucristo. Todos, sumos
sacerdotes, Pilato, Herodes y pueblo, se conjuraron y
aliaron hasta darle muerte. Parece que sí, que pudieron con
él. Pero Yavé, el justo, rompió las coyundas-alianzas de
los impíos, como cantó el salmista, despedazó las piedras
del sepulcro que retenían al Inocente y lo levantó
victorioso.
Levantando a su Hijo, alzó también para todos los
pueblos la alianza de salvación que alcanza a toda la
humanidad. En el Señor Jesús –el asediado desde su
juventud– ha sido tejida la alianza que nos salva, alianza
que pasa a fuego todos nuestros pecados hasta consumirlos.
El enviado de Dios, con su sangre, ha cancelado todas
nuestras deudas. La nueva alianza promulgada por el Señor
Jesús, ha hecho que el hombre no sea para Dios ni extraño
ni enemigo: «A vosotros, que en otro tiempo fuisteis
extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas
obras, os ha reconciliado ahora por medio de la muerte en
su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e
irreprensibles delante de Él» (Col 1,21-22).
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