sábado, 22 de julio de 2017

Pastores según micorazón.- XXVIII.- Desde la médula del alma (Padre Antonio Pavía)


Desde la médula del alma

 

El Prólogo del evangelio de san Juan contiene la catequesis por excelencia acerca de la Palabra como fuente de la fe y, por lo mismo, fuente también de la espiritualidad cristiana. Estamos hablando de una sola fuente así como de una sola vida, la Eterna, y lo es porque mana del Dios vivo.

Si nos acercamos al Prólogo en cuestión, vemos que Juan establece una relación entre la Palabra y la fe siguiendo una línea ascendente. Una vez que identifica a la Palabra con Dios (Jn 1,1) por su poder creador, vital, y por su luz, nos hace saber, de una forma u otra, que la gran tentación del hombre es la de ponerse, bajo mil justificaciones, de perfil, ante ella, la Palabra.

Hablando de los pueblos del mundo en general, nos dice Juan que éste no la conoció, por más que las obras creadas por la Palabra son patentes y visibles, como tantas veces viene atestiguado a lo largo del Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos. Esta actitud del hombre revela su desconfianza hacia Dios. No es que le niegue, pues de hecho todos los pueblos de la tierra han levantado sus altares, formulado ritos y escogido mediadores ante sus dioses. Sin embargo, podemos percibir que esta forma de actuar no tenía otra intención que la de llevar a su territorio, a su campo de acción, el poder de lo alto, misterioso y oculto.

 Lo que sucede es que en el fondo subyace un cierto miedo ante todo aquello que les superaba. Es por ello que se consideraba bueno marcar el propio territorio, Dios en lo suyo y nosotros en lo nuestro; tratando, a la vez, de contentarle con toda clase de sacrificios, bien para que nos proteja de los azotes de la naturaleza, bien para que no nos castigue. En realidad, todos estos pueblos hicieron lo que catequéticamente se nos dice de Adán y Eva cuando pecaron: “Oyeron el ruido de los pasos de Dios… y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Dios por entre los árboles del jardín” (Gé 3,8).

Sin embargo, en la relación de la humanidad con Dios, encontramos una aproximación    -en realidad todo un salto cualitativo- cuando Él se da a conocer a un pueblo. Le llamará “mi pueblo”, y le acompañará por medio de su Palabra que, a su vez, se desplegará en múltiples obras de salvación a su favor.

Israel, el pueblo santo de Dios, testificará, una y otra vez, que sí, que el Dios vivo vino a su encuentro con su Palabra, cosa que no hizo con ningún otro pueblo de la tierra: “Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo a otro del cielo palabra tan grande como ésta? ¿Se oyó cosa semejante? ¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo hablando en medio del fuego…?” (Dt 4,32-33). Israel es consciente de su elección y de que su grandeza reside no solamente en que el Dios único se haya dirigido a él con su Palabra, sino en que ésta ha sido viva y eficaz. Completamos su confesión de fe antes iniciada: “¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales, prodigios…, como todo lo que vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en Egipto?” (Dt 4,34).

Sin embargo, Juan –volvemos al Prólogo de su evangelio- nos dice que su pueblo, el que tuvo un conocimiento tan especial de Dios por haber sido destinatario de su Palabra, también marcó sus distancias cuando ésta se hizo carne en Jesús de Nazaret. Así lo expresó el apóstol: “Vino a su casa –la Palabra- y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Aun contando con este rechazo, Dios vino, se encarnó y puso su tienda entre nosotros, en nuestro bien delimitado y marcado territorio de impiedad, para exorcizar nuestros temores y recelos.

 

Rompió nuestras cercas

Dios se hizo Emmanuel a fin de arrebatar a Satanás el veneno del miedo que había inoculado en nuestro corazón, que es en realidad la razón por la cual el hombre marca su autonomía frente a Dios. El Hijo de Dios se encarnó, murió y resucitó, dando muerte a todas las lacras con que Satanás nos había revestido; en su lugar, el Señor Jesús nos revistió del espíritu que nos hace dirigirnos a Dios con el nombre de Padre. “No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15).

Estamos hablando de la plenitud de la fe, plenitud que es fruto, ante todo, del increíble amor de Dios al hombre. Encerrados como estábamos en nuestro territorio, por cierto, bien cercado frente al peligro de la injerencia de Dios, reverenciándole, como quien dice, desde lejos por tantos miedos a los que ya hemos hecho referencia, Dios, que no se aviene a mirar distante al hombre, vino a su encuentro: se hizo Emmanuel.

Nos vio carentes de perspectiva, abrazados a fantasías, sobreviviendo en burbujas de felicidad, y nos dijo a todos: ¡Ánimo!, que soy yo; no temáis” (Mt 14,27). Este fue el anuncio que escucharon los apóstoles cuando estaban a punto de naufragar en su barca. A continuación invitó a Pedro -todos somos Pedro- a caminar sobre las aguas, imagen de la inestabilidad que nos hemos creado. “Pedro le respondió: Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas. ¡Ven!, le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús” (Mt 14,28-29). Se rompió el cerco, las alambradas del territorio marcado se hicieron añicos. Desde entonces, desde la encarnación de Dios, que incluye su victoria sobre la muerte junto con la invitación de participar de esta su victoria, el hombre ya no está limitado por nada ni por nadie. ¡Es hijo del Eterno, de Dios, del Infinito!

Hijo de Dios, sí, y así es como Juan culmina su secuencia en lo que a la graduación de la fe se refiere. Se parte de conocer al Creador por sus obras en el mundo, y alcanza su cénit al conocerle por su Palabra no tanto en cuanto concepto, sino en cuanto que encierra el hacer de Dios por todo aquel que la acoge; es un conocer que implica recibir. Oigamos a Juan: “A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

Llegamos -como he dicho- al culmen de la fe, de la espiritualidad, a la plenitud del amor de un hombre hacia Dios. Hablamos de un conocer, recibir y acoger la Palabra, el Evangelio. María de Nazaret es Madre de la Iglesia e Icono del discipulado porque su recibir precedió al concebir. El ángel se le acercó y no encontró ningún territorio marcado; por ello, la Palabra transmitida por Gabriel se hizo carne en ella. María la concibió y la dio a luz. He ahí, en brevísimas palabras, el auténtico y genuino plan pastoral: ésta es la evangelización en estado puro: recibir el Evangelio, concebirlo en las entrañas del alma y darlo a luz: anunciarlo.

María se nos presenta como el plan de pastoral vivo por excelencia; no está muerto en una letra, está vivo en su persona; por eso la podemos llamar Madre de todos los pastores según el corazón de Dios. Éstos también reciben primeramente el Evangelio, y lo conciben en sus entrañas. De ahí al hecho de anunciarlo no hay ningún paso, es como un pálpito natural. Hablamos del ritmo de Dios; no es el de la sabiduría de este mundo, mucho más enmarañado, es –repito- el de Dios, y por ser suyo es vivo y eficaz.

 

Una habitación para la Palabra

Insistimos en el binomio recibir/concebir la Palabra. Algo de esto saben los pastores según el corazón de Dios como, por ejemplo, Pablo, que se sabe habitado por Jesucristo; lo siente vivo en sus entrañas y le surge imperiosamente la necesidad de comunicarlo. A su muy conocida confesión “ya no soy yo quien vivo, es Jesucristo quien vive en mí” (Gá 2,20), podemos añadir otras como ésta, en forma de exhortación, que encontramos  en su carta a los Efesios y que se asemeja a una llama que se eleva desde el horno de su alma: “…y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cual es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef 3,17-19).

En esta su forma de dirigirse a sus ovejas, reconocemos la ternura de Pablo. No se dirige a ellas con la autoridad que le podía conferir su título de apóstol de los gentiles otorgado por el mismo Hijo de Dios (Hch 26,17), sino como pastor que desea vivamente que sus ovejas participen de las gracias a él concedidas. Quiere con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas que todos los hombres, empezando por aquellos que le han sido confiados, tengan una experiencia del Señor Jesús tan determinante, en el mejor sentido de la palabra, como la suya. No se conforma con sentir estos impulsos, sino que los lleva a cabo.

Recorre Europa de punta a punta, e incluso las regiones  más conocidas entonces del continente asiático; ninguna distancia quiebra su amor, ninguna dificultad, ningún contratiempo o persecución. Le apremia el hombre sin Dios, sin su amor, sin su salvación. Al amar así al Dios vivo y al hombre, Pablo lleva el mandamiento de Jesús a su máxima expresión. Recordemos la respuesta que dio al escriba que le preguntó cuál era el primer y más importante mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39). No necesitó Pablo ningún tratado para estudiar qué era la caridad o la perfección. El mismo Evangelio creó en sus entrañas el amor a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas; y, con esa riqueza en sus entrañas, se dirigió a los hombres y les anunció la Vida.

En la misma línea, y siempre movido por el celo de que sus ovejas participen no como espectadores, sino como actores de la incalculable riqueza que Dios derrama en el alma de los que se acercan a su Hijo por medio del Evangelio, Pablo dice a su rebaño de Colosas: “…Que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. La Palabra de Cristo habite en vosotros en toda su riqueza” (Col 3,15-16a).

No es corto el corazón del apóstol en sus deseos de que sus ovejas crezcan; las impulsa a fin de que sus almas se vean colmadas con los innumerables tesoros del Evangelio de Jesús. Al decirles y decirnos lo que hemos escuchado en la cita anterior, señala explícitamente que el corazón del hombre está capacitado para acoger, recibir y concebir la infinita riqueza de Dios por medio de su Hijo.

Acoger, recibir y concebir: he aquí el trípode que provoca la manifestación de Dios al mundo por medio de la predicación de sus pastores, los que dejaron a Dios que se hiciese Emmanuel en su terreno, también acotado. En su experiencia de la Encarnación, sus campos se abrieron al infinito. Fue entonces cuando les fue dado amar su heredad; al igual que el salmista, la consideraron preciosa: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).

 Sin límites, ni vallas, ni cercas. Estos pastores, al igual que María, se abrieron a la Encarnación de Dios al tiempo que conocieron la libertad; sí, la libertad para salir de su encierro e ir al encuentro de sus hermanos. Ahí donde llega el Evangelio predicado desde la médula del alma, los pastores siguen rompiendo cercas y vallas; sus ovejas se abren al Dios vivo.
He hablado del Evangelio predicado desde la médula del alma. Quizá a alguien le pueda parecer un poco irreal esta expresión y hasta cursi. Bueno, la he tomado de san Agustín, sin duda un gran pastor según el corazón de Dios. Oigamos cómo se expresó: No retengamos la Palabra, no perdamos la Palabra concebida en la médula del alma. Lo dicho, un gran pastor. Recibió la Palabra, la concibió en su alma y la anunció con sus labios. 

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