Desde
la médula del alma
El Prólogo del
evangelio de san Juan contiene la catequesis por excelencia acerca de la
Palabra como fuente de la fe y, por lo mismo, fuente también de la
espiritualidad cristiana. Estamos hablando de una sola fuente así como de una
sola vida, la Eterna, y lo es porque mana del Dios vivo.
Si nos
acercamos al Prólogo en cuestión, vemos que Juan establece una relación entre
la Palabra y la fe siguiendo una línea ascendente. Una vez que identifica a la
Palabra con Dios (Jn 1,1) por su poder creador, vital, y por su luz, nos hace
saber, de una forma u otra, que la gran tentación del hombre es la de ponerse,
bajo mil justificaciones, de perfil, ante ella, la Palabra.
Hablando de los
pueblos del mundo en general, nos dice Juan que éste no la conoció, por más que
las obras creadas por la Palabra son patentes y visibles, como tantas veces
viene atestiguado a lo largo del Antiguo Testamento, especialmente en los
Salmos. Esta actitud del hombre revela su desconfianza hacia Dios. No es que le
niegue, pues de hecho todos los pueblos de la tierra han levantado sus altares,
formulado ritos y escogido mediadores ante sus dioses. Sin embargo, podemos
percibir que esta forma de actuar no tenía otra intención que la de llevar a su
territorio, a su campo de acción, el poder de lo alto, misterioso y oculto.
Lo que sucede es que en el fondo subyace un
cierto miedo ante todo aquello que les superaba. Es por ello que se consideraba
bueno marcar el propio territorio, Dios en lo suyo y nosotros en lo nuestro;
tratando, a la vez, de contentarle con toda clase de sacrificios, bien para que
nos proteja de los azotes de la naturaleza, bien para que no nos castigue. En
realidad, todos estos pueblos hicieron lo que catequéticamente se nos dice de
Adán y Eva cuando pecaron: “Oyeron el ruido de los pasos de Dios… y el hombre y
su mujer se ocultaron de la vista de Dios por entre los árboles del jardín” (Gé
3,8).
Sin embargo, en
la relación de la humanidad con Dios, encontramos una aproximación -en realidad todo un salto cualitativo-
cuando Él se da a conocer a un pueblo. Le llamará “mi pueblo”, y le acompañará
por medio de su Palabra que, a su vez, se desplegará en múltiples obras de
salvación a su favor.
Israel, el
pueblo santo de Dios, testificará, una y otra vez, que sí, que el Dios vivo
vino a su encuentro con su Palabra, cosa que no hizo con ningún otro pueblo de
la tierra: “Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido
desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un
extremo a otro del cielo palabra tan grande como ésta? ¿Se oyó cosa semejante?
¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo hablando
en medio del fuego…?” (Dt 4,32-33). Israel es consciente de su elección y de
que su grandeza reside no solamente en que el Dios único se haya dirigido a él
con su Palabra, sino en que ésta ha sido viva y eficaz. Completamos su
confesión de fe antes iniciada: “¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una
nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales, prodigios…,
como todo lo que vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en
Egipto?” (Dt 4,34).
Sin embargo,
Juan –volvemos al Prólogo de su evangelio- nos dice que su pueblo, el que tuvo
un conocimiento tan especial de Dios por haber sido destinatario de su Palabra,
también marcó sus distancias cuando ésta se hizo carne en Jesús de Nazaret. Así
lo expresó el apóstol: “Vino a su casa –la Palabra- y los suyos no la
recibieron” (Jn 1,11). Aun contando con este rechazo, Dios vino, se encarnó y
puso su tienda entre nosotros, en nuestro bien delimitado y marcado territorio
de impiedad, para exorcizar nuestros temores y recelos.
Rompió nuestras cercas
Dios se hizo
Emmanuel a fin de arrebatar a Satanás el veneno del miedo que había inoculado
en nuestro corazón, que es en realidad la razón por la cual el hombre marca su
autonomía frente a Dios. El Hijo de Dios se encarnó, murió y resucitó, dando
muerte a todas las lacras con que Satanás nos había revestido; en su lugar, el
Señor Jesús nos revistió del espíritu que nos hace dirigirnos a Dios con el
nombre de Padre. “No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace
clamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15).
Estamos
hablando de la plenitud de la fe, plenitud que es fruto, ante todo, del
increíble amor de Dios al hombre. Encerrados como estábamos en nuestro territorio,
por cierto, bien cercado frente al peligro de la injerencia de Dios, reverenciándole,
como quien dice, desde lejos por tantos miedos a los que ya hemos hecho
referencia, Dios, que no se aviene a mirar distante al hombre, vino a su
encuentro: se hizo Emmanuel.
Nos vio carentes
de perspectiva, abrazados a fantasías, sobreviviendo en burbujas de felicidad,
y nos dijo a todos: ¡Ánimo!, que soy yo; no temáis” (Mt 14,27). Este fue el
anuncio que escucharon los apóstoles cuando estaban a punto de naufragar en su
barca. A continuación invitó a Pedro -todos somos Pedro- a caminar sobre las
aguas, imagen de la inestabilidad que nos hemos creado. “Pedro le respondió:
Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas. ¡Ven!, le dijo. Bajó
Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús” (Mt
14,28-29). Se rompió el cerco, las alambradas del territorio marcado se hicieron
añicos. Desde entonces, desde la encarnación de Dios, que incluye su victoria
sobre la muerte junto con la invitación de participar de esta su victoria, el
hombre ya no está limitado por nada ni por nadie. ¡Es hijo del Eterno, de Dios,
del Infinito!
Hijo de Dios,
sí, y así es como Juan culmina su secuencia en lo que a la graduación de la fe
se refiere. Se parte de conocer al Creador por sus obras en el mundo, y alcanza
su cénit al conocerle por su Palabra no tanto en cuanto concepto, sino en
cuanto que encierra el hacer de Dios por todo aquel que la acoge; es un conocer
que implica recibir. Oigamos a Juan: “A todos los que la recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).
Llegamos -como
he dicho- al culmen de la fe, de la espiritualidad, a la plenitud del amor de
un hombre hacia Dios. Hablamos de un conocer, recibir y acoger la Palabra, el
Evangelio. María de Nazaret es Madre de la Iglesia e Icono del discipulado
porque su recibir precedió al concebir. El ángel se le acercó y no encontró
ningún territorio marcado; por ello, la Palabra transmitida por Gabriel se hizo
carne en ella. María la concibió y la dio a luz. He ahí, en brevísimas
palabras, el auténtico y genuino plan pastoral: ésta es la evangelización en
estado puro: recibir el Evangelio, concebirlo en las entrañas del alma y darlo
a luz: anunciarlo.
María se nos
presenta como el plan de pastoral vivo por excelencia; no está muerto en una
letra, está vivo en su persona; por eso la podemos llamar Madre de todos los
pastores según el corazón de Dios. Éstos también reciben primeramente el
Evangelio, y lo conciben en sus entrañas. De ahí al hecho de anunciarlo no hay
ningún paso, es como un pálpito natural. Hablamos del ritmo de Dios; no es el
de la sabiduría de este mundo, mucho más enmarañado, es –repito- el de Dios, y
por ser suyo es vivo y eficaz.
Una habitación para la
Palabra
Insistimos en
el binomio recibir/concebir la Palabra. Algo de esto saben los pastores según
el corazón de Dios como, por ejemplo, Pablo, que se sabe habitado por
Jesucristo; lo siente vivo en sus entrañas y le surge imperiosamente la
necesidad de comunicarlo. A su muy conocida confesión “ya no soy yo quien vivo,
es Jesucristo quien vive en mí” (Gá 2,20), podemos añadir otras como ésta, en
forma de exhortación, que encontramos en
su carta a los Efesios y que se asemeja a una llama que se eleva desde el horno
de su alma: “…y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que,
arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cual
es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de
Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la
total Plenitud de Dios” (Ef 3,17-19).
En esta su
forma de dirigirse a sus ovejas, reconocemos la ternura de Pablo. No se dirige
a ellas con la autoridad que le podía conferir su título de apóstol de los
gentiles otorgado por el mismo Hijo de Dios (Hch 26,17), sino como pastor que
desea vivamente que sus ovejas participen de las gracias a él concedidas.
Quiere con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas que todos
los hombres, empezando por aquellos que le han sido confiados, tengan una
experiencia del Señor Jesús tan determinante, en el mejor sentido de la palabra,
como la suya. No se conforma con sentir estos impulsos, sino que los lleva a
cabo.
Recorre Europa
de punta a punta, e incluso las regiones
más conocidas entonces del continente asiático; ninguna distancia
quiebra su amor, ninguna dificultad, ningún contratiempo o persecución. Le
apremia el hombre sin Dios, sin su amor, sin su salvación. Al amar así al Dios
vivo y al hombre, Pablo lleva el mandamiento de Jesús a su máxima expresión.
Recordemos la respuesta que dio al escriba que le preguntó cuál era el primer y
más importante mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El
segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt
22,37-39). No necesitó Pablo ningún tratado para estudiar qué era la caridad o
la perfección. El mismo Evangelio creó en sus entrañas el amor a Dios con todo
su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas; y, con esa riqueza en sus
entrañas, se dirigió a los hombres y les anunció la Vida.
En la misma
línea, y siempre movido por el celo de que sus ovejas participen no como
espectadores, sino como actores de la incalculable riqueza que Dios derrama en
el alma de los que se acercan a su Hijo por medio del Evangelio, Pablo dice a
su rebaño de Colosas: “…Que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a
ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. La
Palabra de Cristo habite en vosotros en toda su riqueza” (Col 3,15-16a).
No es corto el
corazón del apóstol en sus deseos de que sus ovejas crezcan; las impulsa a fin
de que sus almas se vean colmadas con los innumerables tesoros del Evangelio de
Jesús. Al decirles y decirnos lo que hemos escuchado en la cita anterior,
señala explícitamente que el corazón del hombre está capacitado para acoger,
recibir y concebir la infinita riqueza de Dios por medio de su Hijo.
Acoger, recibir
y concebir: he aquí el trípode que provoca la manifestación de Dios al mundo
por medio de la predicación de sus pastores, los que dejaron a Dios que se
hiciese Emmanuel en su terreno, también acotado. En su experiencia de la
Encarnación, sus campos se abrieron al infinito. Fue entonces cuando les fue
dado amar su heredad; al igual que el salmista, la consideraron preciosa: “El
Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha
tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).
Sin límites, ni vallas, ni cercas. Estos
pastores, al igual que María, se abrieron a la Encarnación de Dios al tiempo
que conocieron la libertad; sí, la libertad para salir de su encierro e ir al
encuentro de sus hermanos. Ahí donde llega el Evangelio predicado desde la
médula del alma, los pastores siguen rompiendo cercas y vallas; sus ovejas se
abren al Dios vivo.
He hablado del Evangelio predicado desde la médula del
alma. Quizá a alguien le pueda parecer un poco irreal esta expresión y hasta
cursi. Bueno, la he tomado de san Agustín, sin duda un gran pastor según el
corazón de Dios. Oigamos cómo se expresó: No retengamos la Palabra, no perdamos
la Palabra concebida en la médula del alma. Lo dicho, un gran pastor. Recibió
la Palabra, la concibió en su alma y la anunció con sus labios.
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