En
su regazo
Una de las imágenes de mayor
hondura afectiva que el Evangelio nos ofrece para darnos a conocer la íntima
relación entre Jesús y sus discípulos la encontramos en la Última Cena tal y
como nos la narra Juan. Nos dice que el discípulo amado estaba recostado en el
seno de Jesús (Jn 13,23).
La escena no
puede ser más entrañable, y la dimensión que alcanza la intimidad entre el Hijo
de Dios y una persona normal como lo era el discípulo amado, no es medible en
nuestros cómputos acerca del amor por muy elevados que sean. Repito, esta
relación entre el Hijo de Dios y todo aquel que ha llegado a ser su discípulo,
y, en cuanto tal, amado, no es en absoluto medible ni cuantificable. Aclaro que
la mayoría de las traducciones nos dicen que el discípulo amado estaba
recostado en el pecho de Jesús, lo que no se corresponde totalmente con lo que
en realidad nos está diciendo Juan; no es en el pecho sino en el seno donde
estaba recostado.
A primera vista podría parecer que esta
suplantación de términos no tendría mayor importancia; la tiene porque la
palabra seno conlleva una riqueza inmensamente superior al de pecho, sobre todo
en lo que respecta a entrar en la intimidad del otro. En este caso hablamos de
la entrada de un ser humano en la intimidad que el Hijo de Dios le ofrece. Es
bueno saber que los santos Padres de la Iglesia nos dicen que Juan habla del
discípulo amado sin ninguna referencia personal. La explicación que dan es que
Juan pretende decirnos que este título pertenece a toda persona que alcanza la
madurez en el discipulado.
El profeta
Isaías nos brinda una imagen conmovedora, a la par que hermosa, de Dios, de sus
entrañas maternas. Nos dice que cuida con una delicadeza maternal a las ovejas
fatigadas por el esfuerzo de dar a luz a sus corderillos: “Como pastor pastorea
su rebaño, recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con
cuidado a las que acaban de dar a luz” (Is 40,11). La profecía es estremecedoramente
bella, anuncia la solicitud con la que envolverá tiernamente a los pastores de
los tiempos mesiánicos.
Así como el
Buen Pastor dio a luz a la Iglesia desde la cruz una vez que le fue abierto el
costado (Jn 19,34), -sigo textualmente a los Padres de la Iglesia- igualmente
da poder a sus pastores para ser un día no sólo padres, sino también madres por
el hecho de dar a luz, por medio de la predicación del Evangelio, a nuevos
discípulos del Señor Jesús. Estos pastores, cuanto mayores son sus fatigas, su
perderse por el Evangelio, tanto más son recostados en el seno confortable del
Hijo de Dios.
Creo que la
figura del discípulo amado recostado en el seno de Jesús en la Última Cena, es
todo un anuncio profético de la experiencia que se promete a los pastores según
el corazón de Dios. Además, si el Maestro, después de las fatigas de su misión
que le llevaron a la muerte, descansa glorioso en el seno del Padre (Jn 1,18),
sus discípulos/pastores reciben ya las primicias de lo que será su descanso
eterno; saben que, cruzado el umbral de la muerte, se recostarán, también
ellos, en el seno del Padre junto al Hijo por expreso deseo de éste. “En la
casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a
prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y
os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,2-3).
Yo os engendré en
Cristo Jesús
Es muy probable
que esta imagen no sólo paterna, sino también materna, de los discípulos del
Señor Jesús que, entregados en cuerpo y alma al anuncio del Evangelio,
pastorean a sus ovejas, nos choque profundamente. Habrá quien piense que hago
una especie de oportunismo para congraciarme con la mujer realzando con tanto
énfasis la maternidad del pastoreo. Algo así como que hay que contentar a
alguien dados los tiempos que corren.
No tengo
ninguna intención de acoplar la Palabra a ninguna tendencia sociológica; de
hacerlo así, ya no sería la Palabra sino mi palabra. No sólo eso, es que además
no es, en absoluto, necesario dar estos pasos en falso porque, si retrocedemos
dos mil años y nos vamos al encuentro de Pablo, nos daremos cuenta de que él
mismo no escatima conceptos a la hora de considerarse no sólo padre, sino
también madre del rebaño confiado por su Buen Pastor.
Sí, el Pablo
tan duro y áspero, a veces, con las mujeres, y que tanto ha dado que hablar, no
tiene reparos en expresarse en estos términos que nos sorprenden en su Carta a
los Gálatas. Los fieles de esta comunidad habían quedado bloqueados en su crecimiento
en el discipulado, por culpa de falsos pastores que les querían inculcar una
vuelta a la servidumbre de la Ley. Es tan fuerte el dolor que aflige su alma
porque estos hijos suyos –así los llama- parece que se van a quedar a medio
camino respecto a la fe que, suplicante, hecho un mar de lágrimas, les exhorta
como si fuera su madre: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de
parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gá 4,19).
Sí, hemos leído
bien. El apóstol que deshizo sofismas, que se enfrentó a los doctores de la
ley, que rompió mil barreras para llevar el Evangelio de Jesús hasta los países
más lejanos donde aún no había sido predicado, llora como una mujer, como una
madre que ha sufrido múltiples dolores de parto para dar a luz a unos hijos que
unos esclavos de la Ley le quieren arrebatar. Se lamenta no tanto por él cuanto
por estos hijos suyos a quienes quieren devolver al mundo del temor y las
tinieblas. Su lamento nos recuerda a los de Raquel que llora por sus hijos
porque se los han arrebatado: “En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo.
Raquel que llora por sus hijos, que rehúsa consolarse porque ya no existen” (Jr
31,15).
Desde esta su
libertad, Pablo asume el papel de padre y madre de sus ovejas, y llega incluso
a afirmar, lleno de santo orgullo, que ha sido él quien las ha engendrado por
medio del Evangelio. “No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más
bien para amonestaros como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido
diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien,
por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1Co 4,14-15).
Sí, motivos
tiene Pablo para estar orgulloso de su pastoreo. Conoce todo tipo de fatigas,
tribulaciones, persecuciones, penurias, desgaste personal, mas no minan su
misión. Su ser pastor a la imagen de su Buen Pastor que dio su vida por él (Gá
2,20), y por cuya sangre “ha sido constituido heraldo, apóstol y maestro del
Evangelio” (2Tm 1,11), es su mayor gloria. En la misma línea, no se avergüenza
de proclamar que ha engendrado a Onésimo, su hijo en la fe, entre cadenas (Flm
1,10). Así es, y nos quedamos profundamente sorprendidos cuando le oímos
testificar que entre cadenas no se siente esclavo ni rehén de nadie; todo lo contrario, se considera ¡embajador del Evangelio de su
Señor! Exhorta a los fieles de Éfeso a que recen por él… Oigámosle: “…para que
me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el
Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas…” (Ef 6,19-20).
Saboreando a Dios
Hablamos ahora
del binomio que acompaña permanentemente a los pastores según el corazón de
Dios de todos los tiempos: fatigas y descanso. Fatigas por el Evangelio y
descanso en Dios, en su seno, como las ovejas madres de las que nos hablaba
Isaías, como el apóstol recostado en el seno de Jesús en la última Cena,
llamado, como sabemos, el discípulo amado por representar a todos los
discípulos/pastores según el corazón de Dios.
Esta figura del
pastor, discípulo amado porque da su vida, se fatiga por sus ovejas (Jn 10,11),
y que encuentra en el seno de su Maestro y Señor su lugar para recostarse y
descansar, viene también ya profetizado por el salmista, quien compara estos
amigos de Dios con los pequeñuelos; así es como Jesús llama a sus discípulos
(Mt 10,42). Éstos, habiendo vaciado su corazón de toda pretensión y vanidad
librándose así de una existencia banal, han sabido y podido encontrar en el
regazo de Dios/madre el lugar natural en
la que relajarse confiadamente. “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos
altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y
modero mis deseos como un niño en el regazo de su madre…” (Sl 131).
Desde este
lugar santo y único en el que descansan y son alimentados estos pastores, brota
esplendorosa una experiencia de Dios que podríamos llamar exclusiva e
incomparable. Exclusiva porque, aun siendo común a todos los que alcanzan a
recostarse en Dios, es propia y personal de cada uno. No hay lugares estándar
en Dios, como en las suites de los hoteles. El regazo de Dios, lugar santo por
excelencia, se adecúa a la totalidad de la persona que se acoge a Él. Es
–repito- una experiencia exclusiva al tiempo que incomparable por no repetirse
en nadie. Cada cual, por su cuenta y desde una historia única, proclama que sí,
que a Dios se le puede gustar y saborear, tal y como profetizó en forma de
exhortación el salmista: “Gustad y ved qué bueno es el Señor, bienaventurado el
hombre que se cobija en él” (Sl 34 9).
Sí,
bienaventurado quien ha encontrado acomodo en Dios, en su seno; y nos parece
oír al mismo Dios lo que dice de aquellos que, después de mil fatigas por
llevar su Evangelio en medio de innumerables contradicciones a miles y miles de
corazones, estas palabras proféticas: “Porque él se abraza a mí, yo le libraré,
le exaltaré, porque conoce mi nombre. Me llamará y le responderé; estaré a su
lado en la desgracia, le libraré, le glorificaré…” (Sl 91,14-15).
Estas y muchas
otras palabras de vida eterna (Jn 6,68) susurra a cada uno de sus pastores. Uno
a uno fueron llamados (Jn 10,3), y uno a uno oyen que por haberse abrazado a
Él, han aprendido a recostarse en su regazo. No están privados estos pastores
de la persecución y del odio del mundo, como no fue privado su Señor (Jn
15,18-19), por eso está con ellos. Jesús mismo será quien les enseñe a
descansar en Él al abrigo de todos los miedos, incluido el de que les sea
arrebatada la vida. Su Señor les dirá que aunque les den muerte, nadie podrá
arrebatarles la vida, puesto que está a buen resguardo: en sus manos. “Mis
ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida
eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28).
Nos imaginamos
por un momento a estos pastores que saben descansar en Dios, que han encontrado
en su seno su lugar de reposo. Nos los imaginamos descansando y, al mismo
tiempo, yendo hacia los hombres para anunciarles la belleza inexplorada, que
nace como una creación, de lo inaudito: ¡gustar y saborear a Dios!
Todo el que conoce su regazo se deleita con
este sabor. En este su regazo tienen acceso a los secretos de Dios, a su
Misterio. El Evangelio llama a estos
secretos “las cosas de Dios, que Él mismo revela a sus pequeños” (Mt 11,25).
Son reveladas a los discípulos amados quienes, a su vez, en su pastoreo, las
anuncian a sus ovejas para que puedan disfrutar del descanso del alma (Mt
11,29), y para que, al igual que ellos, experimenten que la Palabra sabe a Dios.
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