Dijo Jesús a sus discípulos:”Estad atentos, vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre, que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad! (Mc13, 33-37)
“…Estad atentos, pues no sabéis cuándo es el momento…”. En principio estremecedoras palabras de Jesús. ¿El momento de qué? Se preguntarían los Apóstoles. Y nos lo preguntamos nosotros. Jesús acaba de comentar ciertos acontecimientos que han de pasar antes de su Resurrección gloriosa y su última venida, para liberar a los elegidos. Muchos de los acontecimientos sucedieron ya como la caída del Templo de Jerusalén; otros están aún por llegar.
Jesús habla de catástrofes, de la llegada de falsos profetas, que, en su Nombre predicarán. El sol se oscurecerá, la luna no dará su luz…es un lenguaje “apocalíptico”, muy al uso de su tiempo.
Constantemente nos llegan noticias del fin del mundo; de la cercanía de determinado asteroide que puede impactar con la tierra…Hasta ahora todos los agoreros han fallado. Estamos inmersos en un mundo tan globalizado, tan adelantado (sólo en algunos aspectos…), con una información en “tiempo real “, que nos permite saber y ver lo que sucede en cualquier punto del planeta, que nos angustia el momento del “fin del mundo”. Y sin embargo, ¡ha de suceder!
¿Por qué angustiarnos por ello? El fin del mundo, de nuestro mundo, es el día en que morimos…ese es nuestro “fin del mundo”. Y, no estamos preparados para ello.
Cuando éramos niños, y se estudiaba el Catecismo de la Iglesia Católica en los colegios…y había clase de Religión, y a nadie le extrañaba, y no nos sentíamos oprimidos por ello, ni dirigidos en una única dirección, cuando no nos sentíamos oprimidos por considerar que nos faltaba la “libertad”…entonces nos enseñaban algo que decía: “Piensa en las postrimerías, y no pecarás”. Quizá los lectores más veteranos, como yo, lo recuerden. Los más jóvenes, conviene que lo mediten.
“Las postrimerías”: palabra extraña, que nos suena a “postre”. Y así es: el postre se toma al final de la comida. Al fin de nuestra vida terrenal. Las postrimerías nos enseña el Catecismo que son: muerte, juicio, infierno y gloria. Es lo que ha de suceder al fin de nuestros días.
Yo creo que si meditamos sobre ello, efectivamente, no pecaremos. O pecaremos menos; o tendremos conciencia de pecado, algo que se ha perdido. Por desgracia también se ha perdido el interés por meditar (que no leer, el Evangelio).
Y esto es lo que nos recuerda el Señor: Nuestras postrimerías. No sabemos cuándo ni cómo ha de suceder. Y cuando nos paramos a pensarlo, nos entra pavor. Y es natural: te ves tan sucio, tan leproso, tan desvalido ante el Juicio de Dios, tan merecedor del infierno, (eso si crees en ello), que… ¡es mejor no pensar! Es mejor meter la cabeza como el avestruz, y SÍ pensar que todo esto no existe. Pero existe. Hasta aquí, el poder de las tinieblas.
Pero olvidamos algo fundamental. La Misericordia de Dios. Dios ve nuestras miserias, las de nuestro corazón, (que es lo que significa la unión de las palabras, la palabra “cordia”, de cor-cordis, corazón), que se enternece con entrañas de Madre. Y Él modela nuestro corazón y sabe de nuestro barro. Sólo nos pide una cosa, y es bien fácil: No estar dormidos. Que nuestro corazón, como ” del centro neurálgico del amor, no esté dormido; que sea un centinela vigilante de nuestro actuar en la vida. Que nos mantengamos “despiertos”, alerta, ante las insidias del enemigo, que quiere arrebatarnos de nuestro destino ideado por Dios: el Cielo. Nos dice Jesucristo: ¡Velad! Es el mismo consejo que dio a los Apóstoles en el Monte de los Olivos, inmediatamente antes de la consumación de su martirio. “Vigilad y orad, para no caer en la tentación”.
Y no nos dejó solos. Como conoce nuestro barro, nos dio el Sacramento de la Reconciliación, para medicina de nuestras almas.
Resumiendo: la muerte nos acecha, pero no nos angustia. El enemigo nos persigue, pero Dios está con nosotros.
Armas para vencer: Vivir en la Presencia del Señor, todos los días de nuestra vida; tener confianza en Él y en su Misericordia.
Y si caemos: no desesperación: acudir a la Reconciliación: es medicina segura.
Alabado sea Jesucristo
”: atribuir a un órgano del cuerpo humano una potencia espiritual (tomado de Orígenes, Padre de la Iglesia)
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