XXVI.- Como
dioses o como Dios
El estigma por
antonomasia que el hombre lleva marcado a causa del pecado original es el de
hacerle prisionero de la mentira, la gran mentira a la que se adhirieron Adán y
Eva cuando fueron tentados en su relación con Dios. La gran mentira que salió
de la boca de Satanás fue: ¡Seréis como dioses! Adán y Eva prefirieron la
ensoñación del mentiroso a la Palabra de vida que Dios les había dado.
Conocieron así algo que hasta entonces les había sido extraño: el miedo que
lleva consigo el pregón de la muerte.
Seréis como
dioses, oyeron. Oyeron y creyeron. Desde entonces, el hombre cambió la tutela
del Pastor de la Vida por la del pastor de la muerte. Dura nos parece la
descripción que nos ofrece el salmista acerca del hombre que llega incluso a
considerarse satisfecho de haber vivido entre límites tan estrechos: “…Así
andan ellos, seguros de sí mismos, y llegan al final, contentos de su suerte.
Como ovejas son llevados al abismo, los pastorea la Muerte…” (Sl 49,14-15).
Así es por
increíble que parezca; es tal el sometimiento que el tutor, el adalid de la
Mentira ha impuesto al hombre, que éste llega a conformarse, más aún, a estar
contento con su suerte. En su despotismo, Satanás lo ha llevado a adherirse
existencialmente con la intrascendencia. He ahí sus logros, los magníficos y
extraordinarios logros que le ha producido su delirio de ser como Dios. Y no es
esto lo más trágico; lo que realmente denota su aniquilamiento y servilismo es
que –repetimos al salmista- “está contento con su suerte”. Y es que Satanás es
el mayor especialista en la monstruosidad que supone el lavado de cerebro;
nadie tan manipulador del ser humano como él.
La cuestión es
que Dios no está contento con la suerte del hombre, no se queda impasible
asistiendo como espectador a su destrucción. Dios, que oye las voces más
profundas, sabe de los gritos del corazón que son como manos que intentan
aferrarse a plenitudes que, sistemáticamente, le han sido negadas por el
suplantador de la vida. Así le llamamos: suplantador. Promete lo que no tiene:
la vida.
Como he dicho,
Dios ama demasiado al hombre como para darle la espalda aunque éste lo haya
hecho así invariablemente una y otra vez. Dios ama y se vuelve; irrumpe en la
historia de la humanidad eligiendo un pueblo como punta de lanza, para hacer
brillar ante todos los demás pueblos de la tierra lo más genuino, la insondable
grandeza del hombre salido y creado por Él: a su imagen y semejanza. Se escogió
un pueblo: Israel; y le fue catequizando de forma que sus hijos descubrieran
que eran preciosos a sus ojos: “Dado que eres precioso a mis ojos, que eres
estimado, y yo te amo” (Is 43,4a). Sólo cuando el hombre descubre que es amado
por Dios con un amor eterno (Jr 31,3), y lo vive íntimamente, llega a tener
como muy poca cosa, como algo insignificante, las melódicas baladas de sus
falsos pastores que, al igual que Satanás, repiten: “seréis como dioses”.
Cuando Dios se
asomó a la tierra para escogerse un pueblo en el que sembrar la Verdad y la
Trascendencia, no buscó entre la flor y nata de la humanidad entre otras cosas
porque no lo necesitaba: cuando se crea, se crea. Esto es lo que puede hacer
Dios y lo hace: escoger y crear. Israel es consciente de lo sorprendente y
asombroso de su elección, y así nos lo hace saber: “No porque seáis el más
numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha
elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que
os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres…” (Dt 7,7-8).
Mucho más que dioses
Dios acompaña a
su pueblo a lo largo de su historia; lo acompaña y cuida de él. Aparentemente
no se distingue mucho de todos los demás; digamos que participa de todo aquello
que se refiere a guerras, asesinatos, intrigas, injusticias, que hacen parte de
la historia de la humanidad en general. Israel tiene estos mismos sellos y, por
si fuera poco, a pesar de ser un pueblo elegido, llegan hasta cansarse de Dios
que les eligió. Sin embargo, así como el agua de la lluvia va penetrando lenta
y persistentemente en la tierra árida hasta empaparla, convirtiendo la sequedad
en una especie de vergel, también en este pueblo, duro y obstinado de corazón
como todos los demás, empieza a dar fruto la Palabra que Dios le va dando. Es
como si estuviera tejiendo las entrañas espirituales de su pueblo.
Prueba de lo
que estamos diciendo -¡hay tantas a lo largo del Antiguo Testamento!- nos la
ofrece el autor del salmo 16. Su oración si bien iluminada por el Espíritu
Santo, revela sin duda una experiencia muy personal. Más o menos, nos viene a
decir qué sentido tiene “llegar a ser como dioses” si éstos son inmensamente
menores que él en la dimensión que Dios le ha hecho. ¿Cómo va a entrar en el
corazón de estos dioses si él es mayor que ellos? ¿Cómo le van a satisfacer si
todos juntos son extraños a la plenitud de su corazón? “Digo al Señor: Tú eres
mi bien, los dioses y señores de la tierra no me satisfacen… El Señor es el
lote de mi heredad y mi copa, mi destino está en sus manos, me ha tocado un
lote hermoso, me encanta mi heredad…” (Sl 16).
La catequesis
de este hombre orante es bellísima. Si los dioses y señores de la tierra, los
que me ofrece el Tentador, no me satisfacen, ¿por qué voy a querer ser como
ellos? Si los bienes que están al alcance de mis manos son insuficientes, no
alcanzan la altura de lo que yo soy como hombre, ¿qué esperanza puedo poner en
ellos? He ahí la razón de ser de la oración de nuestro salmista. Con este
ejemplo vemos cómo sí es cierto que la Palabra que Dios siembra en su pueblo
una y otra vez, da sus frutos, porque esta oración solamente pudo salir de un
corazón habitado por su Palabra.
Alguien podría
juzgar a este hombre y, por extensión, a todos aquellos que se dejan llevar por
Dios, como enemigo de los bienes de este mundo, lo que no se corresponde con la
verdad. Nuestro salmista está poniendo a la persona en el centro de la
creación, no debajo de ella. Me explico. Este hombre entendió con toda su
claridad la palabra que escucharon Adán y Eva en la creación: “Llenad la tierra
y sometedla” (Gé 1,28). He ahí la clave del sabio cuyo prototipo es nuestro
salmista: Los bienes de la tierra están a mi servicio, no yo al suyo; soy yo
quien los someto, no ellos a mí.
En realidad, nuestro amigo es todo él una
profecía del Hombre Nuevo por excelencia: Jesucristo, en quien se cumple en
plenitud la Palabra dada a Israel. Es más, le conocemos como la Palabra del
Padre hecha carne (Jn 1,14). Gracias a Él, el salmista es también una profecía
acerca de todos aquellos que, a lo largo de la historia, lleguemos a ser sus
discípulos en espíritu y en verdad.
Jesús, el
Hombre Nuevo, el Buen Pastor, “llama a sus ovejas –a los que quieren ser sus
discípulos- una a una y las saca fuera” (Jn 10,3b). Las saca fuera del recinto
de impiedad y mentira, adonde las condujo y dejó recluidas aquel que les
prometió solemnemente “seréis como dioses”. Las sedujo, las engañó y las
apelmazó entre cercas. Al oír la voz del Buen Pastor, estas ovejas empezaron a
desperezarse, se despertaron y se dijeron unas a otras: “¡Luego eran mentira los
altos, la barahúnda de los montes!” (Jr 3,23). Entendemos este texto aclarando
que los altos y los montes designan el culto a los ídolos.
Semejantes a Él
Sí, mentira fue
lo que oyeron Adán y Eva, y que nosotros hemos seguido oyendo de parte de los ídolos.
Sí, mentira y tan ilusorio que nos hicimos infantiles, porque los ídolos
“tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen, ni un
soplo siquiera hay en su boca. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en
ellos ponen su confianza” (Sl 135,16-18).
Cierto es, no
tienen palabras de vida los ídolos porque son mudos. Sin embargo, al igual que
Adán y Eva, hemos oído la voz del “padre de la Mentira” (Jn 8,44), quien, de
maltrato en maltrato, de vejación en vejación, de delirio en delirio, nos
encerró entre cercas. Nos retuvo engañados hasta que vino a nuestro encuentro
el Buen Pastor quien, a pesar de las protestas de nuestros cancerberos, penetró
en sus dominios y nos invitó a salir siguiendo sus pasos. Sentado estaba Mateo
en la mesa de los impuestos que iba cobrando, separando una parte sustanciosa
para él: peor y más nefasta cerca imposible. Jesús pasó a su lado “…y le dijo: Sígueme…” (Mt 9,9).
Al “seréis como
dioses”, oído y aceptado por el hombre de todos los tiempos, Jesús oyó: “Tú
eres mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). De la palabra a la
Palabra, de la promesa a la Promesa, de la mentira a la Verdad. Jesús, en
cuanto hombre de fe, se aferró a la Palabra, a la Promesa, a la Verdad; y aun
así no sería suficiente. La incomparable belleza y plenitud de su pastoreo se
hizo visible cuando los suyos pudieron testificar al mundo entero que pasaron
del “seréis como dioses” a ser hijos de Dios.
Lo testificó
también Juan, en nombre de todos los apóstoles, de las primeras comunidades
cristianas al proclamar “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Buena noticia donde las haya. El
apóstol viene a proclamar que no les interesa ser como dioses sino ser
semejantes al Dios vivo. Oigamos cómo culmina su texto anterior: “Queridos,
ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos
que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual
es” (1Jn 3,2).
Juan,
pastoreado por su Buen Pastor, a su vez pastorea desde el corazón nuevo que el
Evangelio de su Señor ha creado en él. Sabe que también sus ovejas, al igual
que todo hombre, han oído muchas veces a aquel que viene a su encuentro para
“robar, matar y destruir” (Jn 10,10a). En realidad, Satanás es terriblemente
monótono en cuanto monotemático, no sale
de su “seréis como dioses”.
Juan, buen
pastor semejante a su Señor, abre las infinitas riquezas del Evangelio del
Resucitado a los rebeldes e inconformes, a los insumisos, a los que detestan la
cerca que les apelmaza. Con el amor, cuidado y solicitud, recibidos del Señor
Jesús, pone en los oídos de éstos la gran promesa llena de gracia y de verdad;
que todos los que creen en la Palabra, en el Evangelio del Señor Jesús, reciben
el poder para llegar a ser hijos de Dios: “A todos los que la recibieron –la
Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre”
(Jn 1,12).
Lo que acabamos
de oír sería absolutamente increíble si no nos llegara del mismo Dios. Habría que
preguntarse si todos son capaces de entender esto. La respuesta es sí. Claro
que hay una condición: está al alcance de los inmortalmente apasionados por el
Evangelio. Él es la buena noticia que rompe cercas, cadenas y todo dominio del
Mentiroso. Buena noticia a la que se abrazan los hambrientos de vida y
libertad. Estos hambrientos reconocen la voz de los pastores según el corazón
de Dios y les siguen, aunque no a ellos, sino al que puso su Voz en sus labios.
Como
dioses o como Dios. Y dejamos a Pedro -otro de los pastores verdaderos de
primerísima hora- que nos enriquezca con su testimonio. No deseéis ser como
dioses, -parece decirnos- que es muy poco; no como dioses, sino como Dios; que
para esto envió a su Hijo entre nosotros, para que pudiéramos llegar a
participar de su propio ser, de su divinidad: “Pues su divino poder –el de
Jesucristo- nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad… por
medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas,
para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2P 1,3-4).
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