Entramos de la mano de María de Nazaret en el recinto santo del Calvario con la esperanza de que se hagan realidad en nosotros las palabras que Jesús dirigió al discípulo amado: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre…” Jn 19,25-27).
Junto al Humillado por excelencia, Juan está codo a codo con María. No nos extraña verlos junto a Jesús de pie, sufriendo en su cuerpo y en su alma lo indecible pero de pie, como signo de que todo el poder del Príncipe del mal, no ha conseguido derribar ni su fe ni su amor al Crucificado. Tengamos en cuenta que, en la Escritura, estar de pie es la postura de los vencedores.
María se acerca hacia el Calvario compartiendo con el Hijo de Dios, también suyo, el cúmulo de desprecios y afrentas que su propio pueblo ha descargado sobre Él. María las hace suyas, como fue profetizado por el salmista. “Las afrentas con que te afrentan caen sobre mí” (Sl 69,10b). Loco, embaucador, ignorante, endemoniado, blasfemo, he ahí algunos de los títulos despectivos que los israelitas vertieron sobre Jesús el Señor. Todos ellos cayeron también sobre ella, la madre; cada desprecio fue una puñalada en su corazón y en su alma.
¿De dónde sacó esta mujer esta fuerza sobrehumana para llegarse hasta el Calvario y presentar al mundo entero tal grandeza en su dignidad? Su silencio ante el drama que compartía con su Hijo se puede llamar perfectamente la ensordecedora elocuencia de los inocentes. ¿Cómo pudo permanecer firme, sin desmoronarse, ante tanta burla, injusticia y griterío de un pueblo tan cobarde?
La fortaleza no se improvisa, nace de esa categoría especial que tiene el amor y la fidelidad que, brotando de Dios, Él mismo infunde en los que le aman. María, la que fue saludada por el Ángel como “la llena de gracia”, está en condiciones para decir sí en todo a Dios. Recordemos que estar llena de su Gracia significa llena de su Palabra. Su respuesta al Ángel “hágase en mí según tu Palabra” (Lc1,38), respuesta que se amplía a lo largo de toda su vida, la permite hacer suyo por amor el camino de humillaciones sin fin de su Hijo. Humillaciones y afrentas que, apenas iniciada su vida pública con la consiguiente predicación de su Evangelio, cayeron sobre Él. María, al pie de la cruz, fue roca con la Roca, piedra angular con la Piedra angular.
Nos fijamos ahora en el discípulo amado que, de la mano de María, -podemos perfectamente expresarnos así- se llegó hasta el Calvario y se plantó, también de pie, junto a Jesús crucificado. Si nos damos cuenta, Juan no nos dice, aunque se desprende del contexto, que sea él este discípulo amado. Los santos Padres de la Iglesia nos dicen que lo hizo a propósito para mostrar a los que creen en el Evangelio de Jesús que todos ellos están llamados a ser sus discípulos amados.
Empecemos por afirmar que una persona llega a ser discípulo amado de Jesús por la intensidad con la que se abraza a su Evangelio. Llegar a ser discípulo amado de Jesús es, como se desprende del Prólogo del evangelio de Juan, una gestación. “La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre… el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron, pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn1,9-12).
El Evangelio en tu interior
Hacemos un breve análisis catequético del texto de Juan. Leemos que la Palabra, luz verdadera que ilumina a todo hombre, fue despreciada por todos; es más, incluso el pueblo elegido, aun conociéndola a lo largo del Antiguo Testamento, no quiso saber nada de ella, no la recibió.
Consideremos en primer lugar qué significa el verbo recibir en la espiritualidad bíblica. No es un simple aceptar, sino algo muchísimo más profundo. Implica un acoger, más aún, traer hacia sí mismo. Hasta ahí llega el significado del verbo recibir, y mucho más cuando se trata de recibir la Palabra, el Evangelio. En definitiva, se trata de llevarla como huésped hacia el corazón, hacia el propio espíritu.
No termina aquí el texto que estamos partiendo catequéticamente como si fuera un pan. A continuación y para nuestra alegría, Juan anuncia la gestación de la que antes hice mención, gestación provocada por la Palabra amorosamente recibida. Entramos en la dimensión de los discípulos amados de Jesús. Nos desborda por completo. Son aquellos que se dejan gestar como hijos de Dios por sus palabras. A ellos va dirigida también la alabanza que Dios proclamó sobre su Hijo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17).
Fijamos ahora nuestros ojos en Esteban, el primer discípulo amado que derramó su sangre por Jesucristo. Lo que vamos a ver a continuación nos va a colmar de una alegría indescriptible, puesto que es aplicable a todos los que pretendemos llegar a ser discípulos de Jesús. Partimos del hecho de que Esteban recibió el Evangelio, lo llevó a su interior, lo hizo Espíritu de su espíritu.
Dicho esto, pongamos atención en la invocación que dirigió a Jesús durante su lapidación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hch 7,59). Sondeemos no sin estremecimiento esta invocación del primer mártir de la Iglesia. Tengamos en cuenta que Esteban recibió, hizo suyo, el Evangelio que le había sido predicado; es por eso mismo que está en condiciones de decir a Jesús: ¡Ahora recíbeme tú a mí, hazme tuyo en tus entrañas! ¡Recíbelo, Señor y Dios mío, porque rebosa de tu Palabra! No estoy endulzando nada, es el mismo Evangelio el que nos dice cómo mueren los discípulos amados de Jesús: entregándole su espíritu.
Volvemos a la escena del Calvario: Jesús en la cruz, la Iglesia-María y el discípulo amado. Nos apropiamos de la iluminación que el Espíritu Santo derramó sobre san Buenaventura. Este santo franciscano del siglo XIII se identificó con el discípulo amado del Calvario. Bien sabía que la sabiduría de su predicación se debía a su ubicación junto al Crucificado. De la herida de su costado brotaba el manantial de vida que alimentaba su alma. Repito, ella, la herida, era la fuente de su predicación. Recogemos este testimonio suyo entresacado de su catequesis acerca de “El Árbol de la Vida”: “Levántate, pues, alma amiga de Cristo, y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima. Aplica a ella tus labios para que bebas el agua de las fuentes del Salvador”.
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