miércoles, 24 de mayo de 2017

¿Qué quieres que haga por tí? (Por Tomás Cremades)

Cualquiera que oyera esta pregunta imaginaría lo que quizá tantas veces hemos pedido a Dios. En la Escritura el verbo “hacer” es equivalente a “crear”. No hay más que recordar las palabras del Génesis cuando Dios hizo el Universo, la tierra, las aguas, los animales…y el hombre. Dios estaba creando. Y el hombre podrá transformar lo creado, incluso descubrirlo, nunca crearlo. Eso sólo lo puede hacer Dios. 

Es, incluso sin mala voluntad, pagano, hablarle así a Dios. Él no nos necesita, somos nosotros los necesitados de Él. Nosotros no podemos hacer nada por Él ni para Él. Dios sólo quiere de nosotros ser amado como criaturas suyas que somos, y que este Amor se refleje en nuestros hermanos. “No me habéis elegido vosotros a mí, soy Yo quien os ha elegido a vosotros”, nos recordará Jesús
Entonces, ¿por dónde va la pregunta? Si vamos al texto de los Hechos de los Apóstoles, en el Capítulo 2, se encuentra un bellísimo texto de Pedro el día de Pentecostés. Pedro define claramente que los judíos mataron a Jesús, pero Dios lo resucitó con su Poder. “…Sepa, pues, con toda certeza Israel, que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis…” (Hech 2, 36)“Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? (Hech, 2 37)
La pregunta sigue en pie: ¿Qué quieres que haga por ti? Sin dejar  de ser válida la interpretación anterior, pretendo considerarla en otro contexto, en otra vertiente catequética, pues el Evangelio de Nuestro Señor es un río de agua viva, que cada vez que se abre, anega el alma como un torrente que, en palabras a la Samaritana (santa Fotina), salta a la Vida Eterna.
Si meditamos sobre el episodio que se narra en el Evangelio de Juan, (Jn 5, 1-7), podemos ver que en la piscina de Betesda donde se bañaban enfermos para tratar de curarse, había uno que llevaba treinta y ocho años enfermo y acudía día tras día para conseguir sanar.
Este número lo hemos de entender en el contexto del número cuarenta; el número cuarenta es el de una generación en aquellos tiempos,- cuarenta días de ayuno de Jesús, cuarenta días por el desierto el pueblo de Israel…-es decir, toda una generación. Por tanto este enfermo estaba ya casi al borde del final de sus días y no había conseguido curarse. 
Y Jesús le hace una pregunta, que podríamos decir, “trivial”: ¿Quieres recobrar la salud?
¡Cómo no iba a querer recobrar la salud! ¡Naturalmente! Y ante la afirmación del enfermo, Jesús le responde: ¡Levántate, toma tu camilla  y anda!
En Marcos (2,1-13) se relata un acontecimiento similar. Jesús está predicando y traen a un tullido en una camilla, entre cuatro personas; al no poder acercarse, hacen un agujero en el techo de la estancia y lo introducen por allí. Y  viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Es decir, ni siquiera le pregunta si quiere ser curado.
Es bello meditar en esto; el tullido, viene en camilla transportado por cuatro personajes; podemos suponer que el tal tullido, cuyo nombre no revela el Evangelio, puede ser cualquiera de nosotros. Queda en el anonimato. Y podemos suponer que las cuatro personas que le llevaban se sublevarían ante él pensando que era una temeridad el acercarse en esas circunstancias físicas del tullido, y con todos los impedimentos de la multitud que se agolpaba alrededor de ellos. La fe de este hombre supera todas las barreras.
Se me ocurre pensar que esa camilla, soportada por cuatro porteadores, son los cuatro Evangelios que le han impulsado contra viento y marea a encontrarse con Jesús.
¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Jesús quiere ser reconocido como Mesías, el enviado del Padre; pregunta por su fe; primero por los valores eternos, y luego vendrá la curación el cuerpo. Y es, de esta manera, en que Jesús, Señor del tiempo y de la Historia, ama al hombre buscando para él lo que permanece, su Vida para siempre, la Vida Eterna.
Por ello, pidamos al Señor una fe madura, una fe adulta, pidiendo esa Justicia para unirnos a Él, que, seguro, nos añadirá el bien del alma y del cuerpo. Pidamos el Espíritu Santo.
Alabado sea Jesucristo
 
 
 

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