No sé si nos habremos dado cuenta de que en la vida estamos peregrinando hacia un destino final: para unos, ese destino acaba con la muerte, y se acabó. Para otros hay tantas razones para creer como para no creer en eso de otra vida después de la muerte. Para nosotros, los cristianos, hay una Vida con mayúscula que nos une al Creador. Y en Él tenemos puesta nuestra esperanza, que nunca defrauda.
De una forma o de otra, es posible que haya mucha gente que no se haya dado cuenta de que, en la vida, estamos en una peregrinación hacia un destino, igual que el pueblo de Israel, por el desierto.
Cuando no hay un destino final, aparecen en nosotros las sombras de las tinieblas, que tapamos como podemos: en el mejor de los casos, tapamos nuestras miserias con el deseo desordenado de poseer, pensando en nuestra insensatez, que eso nos dará la felicidad. Porque una cosa es cierta: el hombre tiende a la felicidad. Desde sus primeros conocimientos, el hombre tiende a la felicidad; no hay que haber estudiado mucho para conocer este precepto aristotélico. Otra cosa es saber en qué fundas tu felicidad. Y así aparece el desequilibrio de las drogas, el alcohol, o del sexo…que conducen a más infelicidad, pues en su propio interior, el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, no puede, ni aunque quisiera, renunciar a esa naturaleza que le fue regalada, y que le acusa con el sello indeleble con que fue marcado: su conciencia.
Al igual que el alfarero, con sus manos, deja el sello de su propio ser en cada obra que realiza, el Alfarero del hombre, su Creador, pone en él su Huella dactilar en la creación, y le indica esa Ley moral que es su propia conciencia; es lo que llamamos la Ley Natural.
A lo largo de la vida, nos damos cuenta de que, efectivamente, estamos en una peregrinación o progreso hacia un destino final. Por eso nos dirá el Salmo:
“…Bienaventurados los que encuentran en Ti su fuerza al preparar su peregrinación…” (Sal 83)
Y cuando es Dios el que conduce nuestra vida, se cumple lo que continúa diciendo el Salmo: “…Cuando atraviesan áridos valles, los convierten en oasis…”. Y es que en la vida hay multitud de situaciones, nuestros valles, nuestras depresiones, nuestros fracasos, nuestra frustraciones…que nos llenan de amarguras. Es ahí donde actúa Dios. Cuando ocurren estas cosas, el que pone su confianza en el Señor, “…lo convierte en “oasis”, como si lluvia temprana lo cubriera de bendiciones…”. Esta lluvia, es la forma poética con que el salmista anuncia la Palabra de Dios.
¡Señor de los ejércitos- dirá el salmista en el más puro lenguaje bíblico de su época -, Bienaventurado el hombre que confía en Ti!
Alabado sea Jesucristo
(Tomás Cremades)
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