Todos conocemos el dicho popular que corre de boca en boca: Las palabras de los hombres, igual que sus promesas, se las lleva el viento. Los dichos populares no surgen simplemente porque alguien con unas cuantas más luces que los demás se les hayan ocurrido. Son fruto de la experiencia, de lo que llamamos la sabiduría del pueblo. No han nacido, pues, por medio de una concienzuda reflexión, sino de constataciones de la evidencia en el cada día de nuestro vivir cotidiano.
Este dicho, pues, tiene su total validez en lo que respecta a nosotros, los hombres, pero no en absoluto en lo que respecta a Dios. Volvemos nuestros ojos a san Pablo que nos dice que todas las promesas de Dios, a lo largo del Antiguo Testamento, alcanzaron su cumplimiento, es decir, su sí incondicional en Jesucristo (2Co 1,19-20). Es cierto, Jesús no se anduvo con ambigüedades a la hora de hacer la voluntad del Padre; su sí fue definitivo, incondicional y salvador; nos abrió las puertas de la salvación.
Este sí de Jesucristo que nos reconcilió a todos con Dios Padre viene profetizado con meridiana claridad a lo largo del Antiguo Testamento. Leamos, por ejemplo, este anuncio profético que nos hace llegar el autor del salmo 40: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: Aquí estoy -como está escrito en tu libro- para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu Palabra en mis entrañas” (Sl 40,7-9).
Padre, aquí me tienes
Como acabamos de leer, ante la ineficacia de los sacrificios y holocaustos ofrecidos en el Templo en orden a la conversión del corazón, el autor, inspirado por el Espíritu Santo, pone en escena a un fiel –profecía acerca del Mesías- que se dirige a Dios en total ofrecimiento: Aquí estoy para hacer tu voluntad.
¡Aquí estoy! He ahí el grito de amor incondicional de Jesús al Padre a lo largo de su misión, aun cuando cada paso dado le aproxima más y más a su muerte, muerte ignominiosa propia de los esclavos y asesinos, muerte en la cruz. Su muerte en el Calvario, tras haber sido juzgado más miserable y abyecto que Barrabás, no fue un accidente. Lo que pasó es que su “aquí estoy”incondicional al Padre no fueron palabras que se las llevó el viento. Al encarnarse, Jesús era consciente de su entrega para que nosotros fuésemos rescatados. “…esperando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria de Dios y de nuestro salvador Jesucristo; el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras” (Tt 2,13-14).
No, no fue un accidente la muerte de Jesús, algo así como si el pueblo de Israel no estuviese preparado para acoger la Verdad de Dios, y por eso se torcieron las cosas. No minimicemos la entrega de Jesús, bien sabía Él que su muerte afrentosa estaba ya profetizada: “…Veamos si sus palabras son verdaderas. Examinemos los que pasará en su tránsito… Sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su entereza. Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le salvará” (Sb 2,17-20).
Con su entrega voluntaria y salvífica nos hizo ver que el amor a Dios se mide no con sentimientos y emociones, aunque tampoco están de más, sino por la obediencia a su voluntad que nos viene expresada por medio de su Palabra. Oigamos lo que dice a sus discípulos durante la Última Cena, inmediatamente antes de dejarse entregar por Judas en el Huerto de los Olivos: “Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que actúo según el Padre me ha indicado” (Jn 14,30-31).
El desconcierto de san Pablo
Jesús se entrega al Padre y a los hombres, se deja entregar por uno de sus discípulos, lo que hace más dolorosa su humillación. Tengamos en cuenta que Judas fue testigo de sus milagros: multiplicación de los panes, curación de sordos, ciegos, paralíticos, etc. Jesús podía haber sufrido una entrega más digna, pero no, su humillación rebosó de iniquidad. Una entrega así, cuando es asimilada por los que queremos ser sus discípulos,desarma por completo todas nuestras resistencias a la hora de convertirnos a Él.
Sin palabra, sin argumento, sin nada que decir quedó san Pablo cuando asimiló la grandeza infinita y humana de la entrega de Jesús, y más aún cuando se dio cuenta de que Jesús se había dejado entregar por él; esto fue lo que le sacó, como quien dice, de sus casillas. Nos lo cuenta con una ternura y un amor difícilmente superables. “…y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá2,20).
Terminamos esta pequeña catequesis sobre el “Aquí estoy” del Hijo de Dios al Padre y, por supuesto, también a nosotros, con palabras textuales suyas que repetimos y oímos todos los días en la celebración eucarística: “Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo…” (Lc 22,19-20).
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