Cuando repasamos nuestra vida pasada, y recordamos la fe recibida, no podemos por menos de meditar el camino que hicimos como el pueblo de Israel por el desierto que nos tocó andar. Seguro que no había arena, ni sol sofocante; no había serpientes que nos mordieran y que necesitasen del árbol que le encargó Yahvé para la curación ante las mordeduras. Cuando alguien era mordido por una serpiente, miraban al árbol en que se encontraba “la serpiente” de bronce, y quedaba curado.
Esta serpiente clavada en una cruz, ordenada por Yahvé, es una clara imagen de Jesucristo crucificado, de tal manera que, al mirarle a Él, nuestros pecados, nuestras miserias-la mordedura del diablo=serpiente-, quedaban sanados. Es bellísima esta imagen.
La fe que recibimos era más moralista que ahora, se tenía más conciencia de pecado, y se consideraban determinados pecados- sobre todo los relativos al sexo- de un grado superior frente a otros, como pueden ser los pecados de corrupción, murmuración, mentira o difamación, calumnia…
Sin quitar la gravedad que corresponde a estos pecados,-naturalmente-, aun ahora se mantiene la idea de que la difamación, la murmuración, etc son menos graves, siendo así que no es cierto. No podemos quitar la fama de nadie, ni juzgar a las personas. Nunca sabremos las circunstancias que han sucedido para que alguien caiga en determinada situación. Eso sólo le corresponde a Dios, único Juez Supremo.
Ahí entramos ya en el pecado de Adán, que no es otro que el de poner uno mismo el baremo de la Ley. Yo digo lo que está bien y lo que está mal, y dicto sentencia. Y juzgo; y cuando juzgo inmediatamente condeno.
Nuevamente el lenguaje de la Escritura viene a poner las cosas en su sitio.
Meditando el Salmo 140, leemos:
“Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios, no dejes mi corazón inclinarse a la maldad, ni a cometer crímenes y delitos, en compañía de los malvados…” (Sal 140)
Es lo que en la Escritura se define como tener “las manos manchadas de sangre”. Por ello, en la Eucaristía, al rezo del Padrenuestro, enseñamos nuestras manos a Jesucristo, crucificado por nuestros pecados, que nos enseña las suyas, limpias, manchadas con la sangre de nuestras maldades, crucificado como cordero manso llevado al matadero. Y aun así, no nos reprochó nada, solo nos amó hasta el extremo.
¡Cuántas veces nos habremos arrepentido de una conversación desafortunada!
Pongamos, pues, un centinela en la entrada de nuestra boca, a la puerta de nuestros labios, cuando sintamos la tentación de una mala conversación, o tengamos el valor de denunciar en conversaciones entre amigos, cuando uno de ellos aun no conozca el Salmo 140. Le habremos hecho un gran bien. Pero nuestra reflexión habrá de ser siempre con caridad, sin poner a nadie en ridículo, con el amor con que Él nos amó. Es la “corrección fraterna”.
Alabado sea Jesucristo.
Tomás Cremades
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