Corren tiempos en que acudir al sacramento de la Reconciliación, antes llamado de la Confesión, es cada vez, menos frecuente. Los cristianos olvidamos los enormes beneficios para nuestra alma que se desprenden de este maravilloso don y regalo de Dios.
Corren tiempos en los que escuchamos más a los que nos invitan a una vida más cómoda, sin tener que pasar por esta “humillación” ante un hombre, muy mal entendida.
Es cada vez más frecuente oír: yo me confieso con Dios. Eso por decir que no acuden al sacramento vis a vis con un sacerdote. Es un concepto no católico, seguido por otras religiones o sectas, que hacen muchísimo daño al que se considera digno de acercarse al Único que puede otorgar el perdón: Jesucristo.
Cuando uno dice confesarse con Dios, no con un hombre, está buscando alguien que le dé la razón de sus faltas, que sea complaciente de sus errores y magnánimo con él, y disculpe sus pecados, considerando siempre que la culpa fue del otro, que le hizo caer. Y lo curioso del caso es que siempre encuentra ese “alguien” que le disculpa: ES ÉL MISMO.
Si leemos con atención la carta de San Doroteo (Instrucción nº 7), de la lectura Patrística, nos dice que la causa de toda perturbación es que nadie se acusa a sí mismo
Y aducen que no tiene que confesar sus pecados- hay quien dice de forma arrogante no tener pecados-, a otro hombre.
Se podrían indicar muchas cusas de por qué confesar los pecados así, pero se me ocurre algo sencillo de explicar: los pecados personales que cometemos, producen un daño irreparable en nuestra alma, y en el conjunto de la sociedad. El sacerdote representa al mismo Jesucristo, que es únicamente quien perdona, y el sacerdote, en su Nombre, perdona los pecados. Y el hecho de que sea un hombre, explica, de una cierta manera, que pedimos el perdón para nuestra alma, y también reconocemos en ese hombre” el representante de esa sociedad perjudicada por nuestro mal.
Pensemos en el mal que cae sobre la sociedad por un pecado de asesinato; o por un pecado de aborto; o por una infidelidad conyugal, que puede degenerar en un divorcio, o al menos, si hay perdón por la parte ofendida, en un dolor de la misma.
Pensemos que mal que origina el pecado de hurto o de robo; el pecado social de la corrupción política….el de la mentira…y así con los más graves y los menos graves.
Es decir, el pecado ofende a Dios, ensucia nuestra alma, y crea un mal en la sociedad.
Y no es un invento de la Iglesia Católica, como muchas sectas pretenden. Esas sectas que siguen “escrupulosamente” la Biblia, y se apuntan a libros sagrados, quizá están olvidando, entre otras, la Carta de Santiago, cuando dice: “…Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados, y orad los unos por los otros para que seáis curados…” (St5,16)
Es decir, el sacramento de la Reconciliación, es un sacramento “sanador”, es un sacramento que cura nuestra impiedad, nuestra alma.
La confesión de los pecados es una fiesta de reconciliación, no es una carga de vergüenza; nos apena nuestra debilidad, pero celebramos con alegría el amor infinito del Padre, que otorga en Nombre de su Hijo el perdón, un perdón sin reproches, un perdón de Amor.
El padre de la parábola del hijo Pródigo, abrazó a su hijo sin dejarle hablar; le dio su mejor anillo, símbolo de la pertenencia a su Casa (la casa de Dios), y celebró la fiesta. Así es nuestro Dios.
(Tomás Cremades)
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