Es cierto que abundan los santos que han entregado su vida en el martirio, los santos que han sido presbíteros, los santos que consagraron su vida en la Iglesia, las santas que se consagraron a Dios en las paredes de un convento bajo el amparo de una comunidad religiosa, los santos que ejercieron su ministerio en las misiones…
Esto por no decir los santos que están en el Cielo disfrutando de la visión beatífica del Rostro de Dios, que no están reconocidos oficialmente por la iglesia en los altares, pero que ésta es consciente de su existencia, razón por la cual celebramos el “día de todos los santos”, el 1º de Noviembre.
Pero si nos preguntamos por los santos que, elevados a los altares, fueron matrimonio, quizá no seamos capaces de concretar nombres. No obstante, el matrimonio más excelso y más conocido es el de nuestra Madre la Virgen María y su esposo san José. De la misma forma, los padres de María, san Joaquín y santa Ana, son santos muy conocidos incluso para los menos versados en estos temas.
Los santos Aquila y Priscila, martirizados en tiempo de san Pablo, nos suenan bastante de las lecturas del Apóstol.
Por no citar a santos como san Isidro labrador y santa María de la Cabeza, san Vicente y santa Valdetrudis, hija, a su vez de san Walberto y santa Bertilia, del siglo Vlll…y una lista muy nutrida de santos y santas que ya disfrutan en el Cielo de la insondable belleza de la Luz de Jesucristo.
El sacramento del matrimonio, no de menor rango que el sacerdotal, instituido por Dios desde el comienzo de los tiempos en el Paraíso Terrenal, es y debe ser un instrumento poderosísimo de salvación.
El hombre y la mujer, con igualdad de dignidad, derechos y obligaciones, comienzan un camino juntos, para la formación de una familia santa como la familia de Nazaret. Su primer paso es el de perpetuar la vida humana, para gloria de Dios; es por ello que la Iglesia, depositaria de la Revelación, oriente a los matrimonios en la fidelidad conyugal, y la apertura a la vida, huyendo de la comodidad actual de los esposos de tener sólo los hijos que pueda mantener, por comodidad o por necesidades de la vida moderna, de todo tipo.
Hoy en día, por desgracia, vemos cómo el poder de las Tinieblas se esmera en romper el matrimonio cristiano como forma de deshacer la primera célula de la sociedad, que es la familia, con el drama del divorcio o la separación.
El matrimonio cristiano se convierte así en un camino de salvación, donde ya no son dos, ni tan siquiera uno: son tres, porque, en medio de ellos, está Dios.
No todo lo que ocurre en el matrimonio es un camino de rosas, como tampoco lo es el camino de la vida…es un camino de cruz, pero de Cruz gloriosa, donde a veces, como el trigo, los cónyuges han de “morir”, renunciando a sus deseos para donarse al otro…
Es un camino donde el amor está presente en los buenos y en los malos acontecimientos de la vida, donde se experimenta el perdón al otro, para también ser perdonados por Dios, donde se ha de buscar la ayuda material y, sobre todo, la espiritual, donde no ha de cundir el desánimo de la parte más débil, - que no siempre es la de la mujer-; es un camino en paralelo y en la misma dirección, donde se deben conservar y transmitir la fe y las virtudes,- no solo los valores-, cristianas a los hijos.
Este camino, del día a día, produce frutos abundantes de gracia, y nos conduce a la santidad.
Al lado de un santo varón, o de una santa esposa, crece y se fortifica el otro cónyuge, de forma que, si uno decae, o incluso su fe aún no es adulta, por la oración y la ayuda del otro@, la gracia de Dios anega el alma de los dos.
Es verdad que al lado de un gran santo, puede haber otra santa y viceversa; de igual manera que también puede haber un@ mártir…para, al fin, santificarse los dos.
Tomemos ejemplo, todos los que aun podemos disfrutar de la gracia de compartir el amor del otro@ por la Gracia de Dios.
(Tomás Cremades)
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