Texto Bíblico
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza.
De día grito, Dios mío, y no me respondes. Grito de noche, y no me haces caso.
Tú habitas en el santuario donde Israel te alaba.
En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no fueron defraudados.
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de los hombres, desprecio del pueblo. Todos los que me ven se burlan de mí, hacen muecas, menean la cabeza: «Acudió al Señor... ¡Pues que el Señor lo salve! ¡Que lo libre, si de verdad lo quiere!».
Tú fuiste quien me sacó del vientre
y me confió a los pechos de mi madre.
A ti me entregaron desde mi nacimiento, desde el vientre materno tú eres mi Dios.
A ti me entregaron desde mi nacimiento, desde el vientre materno tú eres mi Dios.
No te quedes lejos, que el peligro está cerca, y no hay nadie que me socorra.
Me acorralan toros numerosos,
me cercan vigorosos toros de Basán.
me cercan vigorosos toros de Basán.
Abren contra mí sus fauces leones que desgarran y rugen.
Estoy como agua derramada,
tengo los huesos descoyuntados. Mi corazón se ha vuelto como cera, se derrite en mis entrañas.
tengo los huesos descoyuntados. Mi corazón se ha vuelto como cera, se derrite en mis entrañas.
Mi vigor se ha secado como la arcilla, y mi lengua se me pega al paladar.
Tú me pones en el polvo de la muerte.
Me rodea una jauría de perros, y me cerca una banda de malhechores,
que taladran mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos.
La gente me mira y se me enfrenta. Se reparten mi ropa y se sortean mi túnica.
iPero tú, Señor, no te quedes lejos!
Fuerza mía, iven deprisa a socorrerme! iSalva mi cuello de la espada, que no me destrocen las garras de los perros! iArráncame de las fauces del león, hazme vencer los cuernos del búfalo!
Vaya contar tu fama a mis hermanos, vaya alabarte en medio de la asamblea: «Los que teméis al Señor, ialabadlo! iGlorificadlo toda la estirpe de Jacob!
Porque no ha rechazado ni despreciado la desgracia del pobre,
ni le ha ocultado su rostro: cuando gritó pidiendo auxilio, él lo escuchó.
ni le ha ocultado su rostro: cuando gritó pidiendo auxilio, él lo escuchó.
De ti viene mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos en presencia de cuantos lo temen.
Los pobres comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan: «iViva su corazón por siempre!».
Los confines de la tierra lo recordarán, y volverán al Señor.
Todas las familias de las naciones
se postrarán en su presencia.
Todas las familias de las naciones
se postrarán en su presencia.
Pues la realeza pertenece al Señor, él gobierna a las naciones.
Ante él se postrarán las cenizas de la tumba, ante él se inclinarán los que bajan al polvo.
El Señor me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, hablará del Señor a la generación futura,
contará su justicia al pueblo que ha de nacer:
¡todo lo que hizo el Señor!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Dios no abandona al hombre
Inicia el Salmista su oración con un grito desgarrador: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es como si el sufrimiento se hubiese adueñado de todo su ser, como si un huracán de dolor emergiera desde lo más profundo de su alma y le golpeara la garganta obligando a su boca a proferir estas palabras tan desesperantes. Además, nuestro autor interpela al Dios que tantas veces estuvo cercano a su pueblo salvándole de situaciones terribles.
El drama de este hombre es que ha habido salvación por parte de Dios para con su pueblo a lo largo de toda su historia y para él no; es como si Dios mirara para otra parte, siente un abandono total hasta el punto de continuar así su oración: «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de los hombres...Todos los que me ven se burlan de mí..: Acudió al Señor. ¡Pues que el Señor lo salve! ¿Qué lo libre, si de verdad lo quiere!».
¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Son las palabras que oímos a Jesús agonizante en la cruz. Sin embargo Él, superando la tentación de desesperanza, proclamará su confianza en el Padre que le ha enviado, lanzando un clamoroso grito, con la certeza de que su súplica no se perderá en el vacío: ¡A tus manos encomiendo mi espíritu! (Lc 23,46). Grito de confianza que también vemos presente en el salmista: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos! Fuerza mía, ¡ven deprisa a socorrerme! ¡Salva mi cuello de la espada, que no me destrocen las garras de los perros!».
Este hombre orante confía en que Dios actúe para salvarle y poder así dar testimonio del amor y la misericordia de Dios a sus hermanos. «Voy a contar tu fama a mis hermanos, voy a alabarte en medio de la asamblea: Los que teméis al Señor, ¡alabadlo! ¡Glorificadlo toda la estirpe de Jacob!. Los pobres comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan».
Y en medio de la asamblea de los discípulos, recluidos en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo a los judíos, y más cerradas todavía las puertas de su corazón por la desesperación de haber abandonado a Jesucristo en la soledad de la cruz, éste se presenta con palabras de liberación y de perdón.
Rotas las cadenas de la muerte, se presenta Jesús en medio de sus hermanos –los hijos de la Iglesia–; hermanos suyos por su comunión con el Evangelio, y rompe en ellos y en nosotros todas las cadenas que conlleva cada drama humano que a lo largo de nuestra vida, de una forma o de otra, nos alcanza.
Volvemos al salmista y le oímos decir que su testimonio recorrerá el mundo del uno al otro confín, y tendrá la fuerza para que los hombres de todos los pueblos y naciones se vuelvan a Dios.
Como vemos, y siempre es así, este salmo se cumple en su plenitud en el Hijo de Dios. Su testimonio tiene un nombre: el santo Evangelio, a partir del cual «todo hombre de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9) se volverá al Señor.
Y así escuchamos las últimas palabras de Jesucristo a su Iglesia, convocada en el día de su Ascensión a los cielos: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a acoger el Evangelio que yo os he transmitido.
La Iglesia, los cristianos anunciamos el Evangelio por todos los confines de la tierra, no para hacer proselitismo ni para rivalizar con ninguna religión, sino para que el testimonio de Jesús alcance a todos los hombres hasta los lugares más remotos, a fin de que podamos volver nuestro rostro al Padre que rompe todas nuestras cadenas y desesperanzas.
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