domingo, 24 de marzo de 2019

Salmo 40(39).- Acción de Gracias. Petición de auxilio.


Texto Bíblico

Esperé con ansia al Señor. Él se inclinó hacia mí y escuchó mi grito. Me hizo subir de la fosa fatal, de la charca fangosa; puso mis pies sobre la roca y aseguró mis pasos; me puso en la boca un cántico nuevo, una alabanza para nuestro Dios.
Muchos, al verlo, temerán y confiarán en el Señor. iDichoso el hombre que confía en el Señor! No se irá con los soberbios,, ni con los que andan tras la mentira ¡Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío!
¡Cuántos proyectos en nuestro favor! ¡Nadie se te puede comparar!
Quisiera anunciarlos, hablar de ellos, pero superan todo número. 
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído.
Tú no pides holocaustos por el pecado. Entonces yo digo: «Aquí estoy -como está escrito en el libro- para hacer tu voluntad». Dios mío, yo quiero llevar tu ley en mis entrañas. He proclamado tu justicia en la gran asamblea, y no he cerrado los labios: Señor, tú sabes.
No he escondido tu justicia en mi corazón, he hablado de tu fidelidad y de tu salvación; no he ocultado tu amor y tu lealtad ante la gran asamblea.
Y tú, Señor, no niegues tu compasión por mí; tu amor y tu lealtad siempre me protegerán.
Porque me rodean desgracias innumerables;
se me vienen encima mis culpas y no puedo huir;
son más que los pelos de mi cabeza, y me falla el corazón.
¡Dígnate, Señor, liberarme! ¡Señor, date prisa en socorrerme
¡Queden avergonzados y confundidos los que tratan de acabar con mi vida! 
¡Huyan abochornados los que traman mi desgracia!

¡Queden mudos de vergüenza los que se ríen de mí!

Salmo 40.- Rechazaste sacrificios

Este salmo anuncia a Jesucristo que, por obediencia al Padre, revelará al hombre la dimensión de su relación con Dios: 

«Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído. Tú no pides holocaustos por el pecado. Entonces yo digo: Aquí estoy –como está escrito en el libro– para hacer tu voluntad».
El profeta Jeremías, nos dirá que lo que Dios les mandó, fue estar de cara a cara con Dios escuchando su palabra. «Cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio. Lo que les mandé fue esto otro: Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, y seguiréis todo camino que yo os mandare, para que os vaya bien. Mas ellos no escucharon ni prestaron el oído, sino que procedieron en sus consejos según la dureza de su mal corazón, y se pusieron de espaldas que no de cara» 
Escuchar con el oído abierto es escuchar la palabra de Dios. «Si vuelves a Yahvé, tu Dios, si escuchas su voz en todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, Yahvé, tu Dios, cambiará tu suerte, tendrá piedad de ti...»
Escuchar a Dios que te habla es también como dice el Shemá: «Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es el único Yahvé. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» 
Jesucristo vive en un permanente gozo con Él Padre. Esta complacencia viene expresada en el salmo: «Dios mío, yo quiero llevar tu ley en el fondo de mis entrañas».
Dice Jesús a sus discípulos: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» 
Es decir, vuestras ansias de vivir están todas ellas contenidas en el Evangelio. En él tenéis la plenitud total;  Dios es nuestra plenitud y, cuando los profetas nos exhortan a volvernos a Dios, están preanunciando que un día el hombre podrá volver todo lo que es su vida hacia el Evangelio, pues en él está el Dios vivo.
La mutua complacencia que tienen Jesucristo y el Padre por la Palabra que fluye entre ambos, provoca una presencia común e ininterrumpida, lo que hace que Jesucristo no sienta nunca la soledad: «El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él» 
Esta presencia continua del Padre es lo que atestigua a su alma de que vive por el Padre.
Escuchémosle: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» 
Los santos Padres de la Iglesia primitiva llaman a esta comida y bebida la luz que ilumina los misterios: el de la Palabra y el de la Eucaristía. En ambos misterios está presente la divinidad de Jesucristo. Dice san Ambrosio: «No solamente bebéis la sangre de Cristo al participar de la Eucaristía, sino también al escuchar y acoger el santo Evangelio».
El salmista continúa: «He proclamado tu justicia en la gran asamblea, y no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes». Expresa que no ha podido contener sus labios; por eso, de sus entrañas hacia fuera, le ha salido la predicación como una necesidad imperiosa. Es entonces cuando se cumplen las palabras de Jesús: «De la abundancia del corazón habla la boca»
Por eso la predicación del Evangelio, no es una obligación o una meta que se haya propuesto la Iglesia. Nace de un corazón lleno, de alguien en quien el gozo de la Palabra, ha llegado a su plenitud. La audacia de estos hombres y mujeres llenos de la palabra, es decir, de Dios, no conoce obstáculos ni fronteras; si se les cierra una puerta, encontrarán otra y anunciarán la Buena Nueva porque saben que, solamente así, el hombre recupera su dignidad. Predicación proclamada sin fanatismos; de lo contrario, el anunciador, más que ser un enviado de Dios, se presenta como defensor de sus propias ideas.

Padre Antonio Pavía

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