miércoles, 13 de marzo de 2019

Salmo 41(40).- Oración de un enfermo abandonado

Texto Bíblico 

Dichoso el que cuida del débil y del pobre: el Señor lo salva en el día de la desgracia. El Señor lo guarda y lo mantiene en vida, para que sea dichoso en la tierra, y no lo entrega al capricho de sus enemigos. 
El Señor lo sostiene en el lecho del dolor, le mulle la cama en que convalece.
Yo decía: «jSeñor, ten piedad de mí! iSáname, porque he pecado contra ti!».
Mis enemigos hablan mal de mí: «A ver si se muere y se acaba su nombre».
Cuando alguien me visita, habla con fingimiento, llena su corazón de maldades y, al salir, es de lo que habla.
Los que me odian murmuran juntos contra mí, y, a mi lado, comentan mi desgracia: «Sobre él ha caído una peste del infierno, está acostado, ya no se va a levantar».
Incluso mi amigo, en quien yo confiaba y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme.
¡Pero tú, Señor, ten piedad de mí! Haz que pueda levantarme, y yo les daré su merecido.
En esto reconozco que me amas: en que mi enemigo no triunfa sobre mí. A mí, en cambio, me conservas íntegro, y me mantienes siempre en tu presencia.
iBendito el Señor, Dios de Israel, Ahora y por siempre!
¡Amén! ¡Amén!

Reflexiones: Muerto y victorioso


Isaías profetiza la misión del Mesías: «El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres, vendar los corazones rotos, 

pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad... Consolar a todos los que lloran, darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en vez del vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido» 

Hemos visto cómo Isaías describe la situación del hombre. Dios "abre" este horizonte estrecho, enviando a su propio Hijo, quien, acercándose a nuestra debilidad y asumiéndola, proyecta en nosotros la trascendencia que estaba oculta y era inalcanzable.

Jesucristo es la respuesta de Dios a esta nuestra pobreza y debilidad descrita por el profeta. El Mesías es el destinatario del Salmo que empieza así: «Dichoso el que cuida del débil y del pobre en el día de la desgracia: el Señor le salva. No lo entrega al capricho de sus enemigos». Es el Mesías quien se ha inclinado a todo ser humano y le ha restituido la dignidad de hijo de Dios.

San Pablo habla en primera persona al definir la debilidad del hombre; y lo dice así: «La ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero sino lo que aborrezco... ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» Pablo, que manifiesta su debilidad como quien vive un drama interior, tiene la sabiduría suficiente para dirigir sus ojos a Jesucristo, por quien su debilidad se convierte en fortaleza. Por eso termina el texto con una alabanza a Cristo Jesús: «Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor»

Jesucristo toma un cuerpo y se ofrece al príncipe de este mundo, presentándose como 

una especie de cebo. Para rescatar al hombre asume y encarna su maldición. 

Continúa Pablo: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: maldito todo hombre que está colgado de un madero» 

Decíamos que el Hijo de Dios se presentó ante el príncipe del mal, sirviendo Él mismo de cebo, algo así como una trampa; tentando al tentador, poniendo ante sus ojos 

nuestra debilidad, nuestra dolencia y hasta nuestra lejanía de Dios como algo suyo para que se cebara en Él. Así lo profetiza también Isaías: «Y, con todo, eran nuestras dolencias lo que él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba. Nosotros le tuvimos 

por azotado, herido de Dios y humillado»

El salmo anuncia esta trágica realidad así: «Comentan mi desgracia: Sobre él ha caído una peste de infierno, está acostado, ya no se va a levantar». Y es esta la impresión que tuvieron los que acudieron al Calvario: ¡Maldito por hacerse pasar por Hijo de Dios! Esta mentira de todas las mentiras, susurrada con fuerza por Satanás en 

el corazón de Israel, ya había sido anunciada en el libro de la Sabiduría: «Se ufana de tener a Dios por Padre. Veamos si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que 

pasará en su muerte... condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará» En el salmo se anuncia que el Mesías cree firmemente que Dios le resucitará. «¡Pero tú, Señor, ten piedad de mí! En esto reconozco que me amas: en que mi enemigo no triunfa sobre mí. A mí, en cambio, me conservas íntegro, y me mantienes siempre en tu presencia». Jesucristo tiene conciencia de que, al asumir la 

debilidad del hombre entregándose a su causa, pasará por un proceso de pasión, muerte y resurrección. «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos 

sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día»

Jesús, aun en las más profundas tinieblas, tenía conciencia clara de su victoria. Tenía la certeza de que poderoso era su Padre para devolverle la dignidad tan inicuamente 

arrebatada. Y en su paso por el sepulcro, demostró su amor al hombre pues, al devolverle el Padre su dignidad, nos devolvió también la nuestra.

El anuncio de Jesucristo, muerto y victorioso por nuestra salvación, es el eje fundamental de la predicación de los primeros cristianos. Oigamos a Pedro: «Los que por medio de Jesucristo creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le 

ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios»


(Antonio Pavía-Misionero Comboniano)

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