viernes, 27 de diciembre de 2024

Salmo 150. Doxología final​ ( ¡Alabemos al Señor!)

 

1 ¡Aleluya!

¡Alabad a Dios en su templo,

alabadlo en su poderoso firmamento!

2 ¡Alabad a Dios por sus hazañas,

alabadlo por su inmensa grandeza!

J ¡Alabad a Dios tocando trompetas,

alabadlo con cítara y arpa!

4 jAlabad a Dios con tambores y danzas,

alabadlo con cuerdas y flautas!

5 ¡Alabad a Dios con platillos sonoros,

alabadlo con platillos vibrantesl

6 ¡Todo ser que respira alabe al Señor!

¡Aleluya!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 150
¡Alabemos al Señor!
El libro de los salmos cierra con este broche de oro todo 
el conjunto de oraciones poéticas, súplicas, cánticos y 
alabanzas, expresados a lo largo de todas sus páginas.
Decimos que este salmo es como un broche de oro porque 
su autor parece como si contemplase la creación 
asemejándola a un inmenso templo en el que todos los seres, 
tanto animados como inanimados, alaban a Dios y proclaman 
su gloria: «¡Aleluya! ¡Alabad a Dios en su templo, alabadlo
en su poderoso firmamento! ¡Alabad a Dios por sus hazañas,
alabadlo por su inmensa grandeza! ¡Alabad a Dios tocando
trompetas, alabadlo con cítara y arpa!... ¡Todo ser que 
respira alabe al Señor!».
En este himno triunfal el salmista preanuncia la 
victoria de Dios sobre el mal, que se ha hecho un hueco en 
la obra creadora de Yavé. La espiritualidad de Israel, 
espiritualidad que tiene su fundamento en la sabiduría que 
le fue dada por Dios, llama buenas a todas las obras 
salidas de sus manos. Así lo atestigua el relato de la 
creación que vemos en el primer capítulo del Génesis: cada 
acto creador de Dios culmina con el mismo estribillo: «Y
vio Dios que era bueno».
Sin embargo, el mal hace su aparición y, con él, el 
poder destructor de la muerte en cuanto elemento 
disgregador y aniquilador que rompe la comunión entre Dios 
y los hombres, y también entre estos como comunidad, tanto 
local como universal. Esta realidad nos viene expresada 
magistralmente por el autor del libro de la Sabiduría: 
«Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le 
hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del 
diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los 
que le pertenecen» (Sab 2,23-24).
Ante el hecho de la instalación del mal con todas sus 
secuelas Dios interviene. Escoge un pueblo con quien 
sabemos que establece una alianza. Alianza que, conforme 
Dios va ampliando su revelación, toma dimensiones 
universales. Sabemos que Israel no es capaz de mantener el 
pacto. Para ser justos hay que señalar que tampoco ningún 
otro pueblo hubiese sido fiel a Dios.
Así pues, el hombre rompe la alianza, pero Dios no; Él 
la mantiene en todo su vigor. El cumplimiento de la Alianza 
está pidiendo a gritos la Encarnación, y esto es lo que 
Dios va a hacer para que todo hombre pueda recibir el don, 
la sabiduría y la fuerza para permanecer en fidelidad. Es, 
como ya sabemos, la Alianza que será llevada a cabo por el 
Mesías, y cuya luz de salvación incluye y alcanza a todas 
las naciones.309

El Señor Jesús hace realidad la nueva alianza, la 
eterna, la que no se quiebra por parte del hombre. 
Recordemos las palabras que pronunció la noche en que 
celebró la Eucaristía con sus discípulos: «Esta copa es la 
Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»
(Lc 22,20). Alianza eterna e inquebrantable porque está 
sellada, firmada con la sangre del Hijo de Dios.
En el Señor Jesús todos hemos sido reconciliados con 
Dios; en Él ha sido reconstruida y llevada a su plenitud la 
creación entera; en Él el hombre entra en comunión con 
Dios. Esto es lo que el autor del salmo, inspirado por el 
Espíritu Santo, está proclamando proféticamente: ¡Alabad al
Señor! ¡Con cítara y arpa, tambores..., haced resonar 
vuestras voces con toda clase de instrumentos musicales...! 
Que todo ser que respira alabe, bendiga, ensalce, cante, 
vitoree al Señor porque ha devuelto y llevado a su plenitud 
el esplendor de su creación.
Isaías recoge la profecía del salmista y le da un 
nombre: la nueva creación de Dios: «Porque así como los 
cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en 
mis presencia –oráculo de Yavé– así permanecerá vuestra 
raza y vuestro nombre» (Is 66,22). El signo distintivo del 
hombre nuevo que surge de esta creación es que «permanece 
en presencia de Dios». Está anunciando la inmortalidad en 
contraposición con la muerte. Recordemos la desoladora 
visión que nos ofrece Job acerca de la condición mortal del 
hombre: «El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto 
de tormentos. Como la flor, brota y se marchita, y huye 
como la sombra sin pararse» (Job 14,1-2).
¡Alabad a Dios!, nos grita de principio a fin todo el 
Evangelio, porque el Señor Jesús nos ha arrancado de la 
muerte y nos ha reconciliado con Él. En Jesucristo somos 
marcados con el signo de la comunión con el Padre, signo 
que es garantía de nuestra inmortalidad. Comunión-
reconciliación que el apóstol Pablo nos anuncia con 
palabras que nos recuerdan una proclamación triunfal y 
gloriosa: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos 
pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la 
enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos 
con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un 
solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios 
a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en 
sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2,14-16).
¡Alabemos a Dios!, alabémosle desde el gozo de haber
sido reconciliados con Él a causa de la sangre de su Hijo. 
Él es el Cordero inocente, Él ha cargado con nuestra 
irreconciliación y nos ha puesto en comunión con Dios. 
¡Alabadle!310

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