martes, 19 de noviembre de 2024

Partiendo la Palabra.¿Donde está tu Dios? III

Partiendo la Palabra.¿Donde está tu Dios? III

Nos fijamos en la desolación que está viviendo un fiel israelita en su destierro. Nuestro amigo sufre indeciblemente,  no tanto  por lo que le hayan hecho sus enemigos,  que han provocado su expulsión de Jerusalén, sino por estar lejos del Templo de la Gloria de Yavhe : el Templo de Jerusalén, donde los fieles israelitas, aquellos  que como dijo Jesús, no viven en la doblez ni el engaño, saben lo que es adorar al Duos vivo.( Jn 1,47 )  Este israelita sufre amargamente por el hecho de que " su alma tiene sed del Dios vivo y como que cuenta los días que le faltan para encontrarse nuevamente con su Dios en el Templo ( Sl 42,2-3 ) Por si fuers poco, su aflicción, que es mucho mayor que el de un simple sentimiento de melancolia, se clava como un puñal  en su corazón y en su alma,  al escuchar las despiadadas  burlas de quienes le rodean, que le dicen  prepotentemente : ¿ Donde está tu Dios? ( 42,4..? Burlas hirientes que bien conocemos los que somos o deseamos ser discípulos de Jesús,  de parte de aquellos que nos dicen de mil maneras: ¿ Donde está tu Dios ? ¿ Que ha hecho y hace por ti ! A veces no acertamos a responder porque..¿ Como explicar a un ciego de nacimiento, como son los colores ? 
P. Antonio Pavía 
comunidadmariamadreapostoles.com

Partiendo la Palabra ¿ Donde está tu Dios ? II

Partiendo la Palabra 
¿ Donde está tu Dios ? II

Vemos la catequesis que brota de la figura de Gedeón, juez de Israel, oprimido en aquel tiempo por los madianitas. El Angel de Yavhe se presenta ante él y le dice :  Yavhe está contigo " Gedeón se sorprende y le dice: " Si Dios está con nosotros, ¿ porque nos sucede esto ? " Se refería al dominio de Madian sobre ellos. Dios le dice entonces que prepare un ejército para combatir a los madianitas. Gedeón reunió 22.000 guerreros, pero Dios le dijo que eran demasiados,  y que sí vencían, pensarían que fue por  mérito de ellos, y no por la ayuda de Dios. Al final Gedeón se quedó con apenas 300 hombres; con ellos plantó batalla a Madian,  y vencieron. Todos los pueblos vecinos supieron que el Dios de Israel, había sometido al fortísimo ejército de Madian. Algunos pensarsn que estas  historias del Antiguo Testamento son unos relatos envueltos en  fantasías, y poco más. Sin embargo, los buscadores de Dios, perciben entre líneas que son hechos que  trazan la roca maestra en la que se asienta  la fé adulta.  Hechos que llevan en si una experiencia fundamental, para tener fé: la experiencia de Gedeón que paso de la duda perniciosa sobre si Dios estaba con El,  a la certeza gozosa y liberadora de que no solo estaba con él sino que fue quien movió los brazos de Israel para vencer a sus opresores.
P. Antonio Pavía 
comunidadmariamadreapostoles.com

domingo, 17 de noviembre de 2024

Salmo 137(136). Balada del desterrado (Desconsuelo de Israel)




1 Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos y lloramos,
con nostalgia de Sión.
2 En los sauces de sus orillas
colgamos nuestras arpas.
3 Allí, los que nos deportaron
pedían canciones,
nuestros raptores querían diversión:
«iCantadnos un cantar de Sión!».
4 ¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
5 Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me seque la mano derecha.
6 Que se me pegue la lengua al paladar,
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mi alegría.
7 Señor, pide cuentas a los hijos de Edón
del día de Jerusalén,
cuando decían: <<iArrasad la ciudad,
arrasadla hasta los cimientos!».
8 ¡Oh, devastadora capital de Babilonia,
dichoso quien te devuelva
el mal que nos hiciste!
9 ¡Dichoso quien agarre y aplaste
tus niños contra el roquedal!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 137
Desconsuelo de Israel

El salterio nos ofrece este bellísimo poema en el que el 
salmista, en nombre de todo el pueblo, saca de su corazón 
un dolor, unos lamentos, que conmueven las más escondidas e 
inescrutables fibras del alma.
Israel está en Babilonia. Exiliado en una nación 
extraña y gentil, vaga desconsolado por su nuevo desierto; 
y la terrible nostalgia de habitar lejos de la Ciudad 
Santa, de la que, a igual que su templo, no quedan sino 
despojos, aviva su dolor como si un hierro candente 
atravesara de parte a parte todo su ser: «Junto a los 
canales de babilonia nos sentados y lloramos, con nostalgia
de Sión. En los sauces de sus orillas colgamos nuestras 
arpas».
Los habitantes de Babilonia, conocedores de la belleza 
de las liturgias que Israel celebraba en su Templo santo, 
piden a los judíos que les canten algunos de los 
maravillosos himnos de alabanza con los que bendecían y 
alababan a Yavé, su Dios. Los israelitas consideran esta 
solicitud como algo irreverente e insultante. Es ofensivo 
que un pueblo que alaba con sus himnos al Dios que 
manifiesta su gloria en su Templo santo, acceda a 
degradarlos con el fin de alegrar el corazón de los 
gentiles que nunca le han conocido: «Allí, los que nos 
deportaron pedían canciones, nuestros raptores querían 
diversión: “¡Cantadnos un cantar de Sión!”. ¡Cómo cantar un 
cántico del Señor en tierra extranjera!».
El profeta Jeremías, dotado de una sensibilidad poco 
común, es probablemente quien con mayor intensidad ha 
expresado el dolor de su pueblo ante la hiriente realidad 
del destierro. Escribe el libro de las Lamentaciones que 
manifiesta, en toda su crudeza, su dolor incomparable por 
el abatimiento a que ha llegado el pueblo santo: «Ha cesado 
la alegría de nuestro corazón, se ha trocado en duelo 
nuestra danza. Ha caído la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de 
nosotros, que hemos pecado! Por eso está dolorido nuestro 
corazón, por eso se nublan nuestros ojos» (Lam 5,15-17).
No obstante, el profeta nos deja abierta una puerta a 
la esperanza: suplica a Yavé para que vuelva a ser propicio 
con su pueblo: «¿Por qué has de olvidarnos para siempre, 
por qué toda la vida abandonarnos? ¡Haznos volver a ti, 
Yavé y volveremos! Renueva nuestros días como antaño» (Lam 
5,20-21).
El tema bíblico del destierro nos plantea un 
interrogante. ¿Cómo es posible que Dios, cuya misericordia 
y bondad son ilimitadas, castigue con tanta severidad al 
pueblo de sus entrañas a causa de su infidelidad? No es 
difícil aventurar que Israel se hiciese esta pregunta, tan 283
cruel y descarnada, cuando se vio sumido bajo el dominio 
del rey de Babilonia. Parece como si aflorase una terrible 
duda: ¿es posible creer en medio de tanta desolación?
Tenemos que distinguir entre castigo y corrección. El 
castigo, la punición, no son buenos en sí mismos, podría 
entenderse como pagar por un mal que se ha hecho. En este 
sentido no podemos hablar del destierro como castigo de 
Dios. La corrección viene en ayuda del hombre, es un 
corregir para enderezar lo que se ha torcido. La corrección 
está en función de la madurez. Sabemos que durante su 
destierro, Israel desarrolló una madurez espiritual 
impensable. El pueblo había cerrado sus oídos a las 
palabras de los profetas enviados por Dios, y adulaban 
servilmente a los falsos profetas que nunca les pusieron en 
la verdad.
Es en el destierro cuando Israel valora la palabra de 
los verdaderos profetas. Se multiplican los lugares de 
culto en los que la Palabra es predicada, bendecida y 
alabada. Además, su relación con Yavé se hace desde la 
verdad, sin esconder su pecado, cosa que antes hacían y muy 
elegantemente, amparándose en el esplendor de sus 
liturgias. 
Como expresión de la nueva dimensión espiritual del 
pueblo, recogemos unos textos de Daniel, profeta que vivió 
como pocos el exilio de Babilonia. Daniel bendice a Yavé en 
este pueblo extraño porque no por ello deja de ser el Dios 
de sus padres: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros 
padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo 
nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente. Bendito 
seas en el templo de tu santa gloria...» (Dan 3,51-53).
Así como reconoce que Yavé es bendito, también le 
reconoce como justo y fiel por la corrección que están 
sufriendo. Pone delante de sus ojos el pecado del pueblo: 
«Juicio fiel has hecho en todo lo que sobre nosotros has 
traído y sobre la ciudad santa de nuestros padres, 
Jerusalén... Sí, pecamos, obramos inicuamente alejándonos 
de ti, sí, mucho en todo pecamos» (Dan 3,28-29). Hecha esta 
confesión, el profeta sabe que puede pedir a Yavé 
clemencia: «Trátanos conforme a tu bondad y según la 
abundancia de tu misericordia. Líbranos según tus 
maravillas, y da, Señor, gloria a tu nombre» (Dan 3,41-42).
La súplica del profeta alcanza su cumplimiento y 
plenitud en Jesucristo, enviado por el Padre para liberar, 
y para siempre, a todos los hombres. Escuchemos: «Los 
judíos dijeron a Jesús: Nosotros somos descendencia de 
Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices 
tú: os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en 
verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo...
Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente 
libres» (Jn 8,33-36).


Salmo 136(135). Letanía de acción de gracias(Es eterno su amor)


1 Dad gracias al Señor, porque es bueno,
porque su amor es para siempre.
2 Dad gracias al Dios de los dioses,
porque su amor es para siempre.
J Dad gracias al Señor de los señores,
porque su amor es para siempre.
4 Sólo él hizo grandes maravillas
porque su amor es para siempre.
\ Él hizo los cielos con inteligencia
porque su amor es para siempre.
6 Él afianzó la tierra sobre las aguas
porque su amor es para siempre.
7 Él hizo las grandes lumbreras,
porque su amor es para siempre.
8 El sol para gobernar el día,
porque su amor es para siempre.
9 La luna para gobernar la noche,
porque su amor es para siempre.
10 Él hirió a Egipto en sus primogénitos,
porque su amor es para siempre.
11 Él sacó a Israel de entre ellos,

porque su amor es para siempre.
12 Con mano poderosa y brazo extendido,
porque su amor es para siempre.
13 Él dividió el mar Rojo en dos partes,
porque su amor es para siempre.
14 E hizo pasar a Israel entre ellas,
porque su amor es para siempre.
15 Pero arrojó al mar Rojo al Faraón ya su ejército,
porque su amor es para siempre.
16 Él guió a su pueblo por el desierto,
porque su amor es para siempre.
17 Él hirió a reyes famosos,
porque su amor es para siempre.
18 Él mató a reyes poderosos,
porque su amor es para siempre.
19 A Sijón, rey de los amorreos,
porque su amor es para siempre.
20 A Og, rey de Basán,
porque su amor es para siempre.
21 Él les dio su tierra en herencia,
porque su amor es para siempre.
22 En herencia a su siervo Israel,
porque su amor es para siempre.
23 En nuestra humillación se acordó de nosotros,
porque su amor es para siempre.
24 Él nos libró de nuestros opresores,
porque su amor es para siempre.
25 Él da alimento a todo ser vivo,
porque su amor es para siempre.
26 Dad gracias al Dios de los cielos,
porque su amor es para siempre.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 136
Es eterno su amor

La espiritualidad de Israel manifiesta en este himno 
litúrgico una de sus expresiones más ricas y profundas. El 
cántico, entonado por la comunidad reunida en asamblea en 
la celebración de la Pascua, expresa el alma agradecida de 
un pueblo liberado.
Es el salmo llamado «El gran Aleluya»: La majestuosa 
alabanza a Yavé, creador de los cielos y la tierra, que se 
ha inclinado y ha escogido un pueblo para ser testigo 
privilegiado de su amor y su bondad. La asamblea inicia su 
cántico reconociendo y aclamando a Yavé por las maravillas 
que ha desplegado en la creación: «Dad gracias al Señor,
porque es bueno... Dad gracias al Dios de los dioses... Dad 
gracias al Señor de los señores... Sólo Él hizo grandes 
maravillas... Él hizo los cielos con inteligencia... Él 
afianzó la tierra sobre las aguas...».
Israel tiene conciencia de que no es suficiente alabar 
y bendecir a Dios por la belleza y armonía de su obra 
creadora. También los demás pueblos de la tierra alaban a 
sus dioses por la creación. También ellos les agradecen por 
el hecho de haber puesto a su alcance los mismos dones.
La gratitud del pueblo para con Yavé tiene un añadido 
que rebasa la creación. Israel tiene una historia que está 
indisolublemente ligada a Yavé-Creador. Él ha hecho de 
Israel un pueblo diferente a todos los demás. Es una 
historia de preferencia, de elección. Si grandes son las 
maravillas de Yahvé en su creación, aún mayores son las que 
hace por el pueblo de su elección.
Y así vemos cómo, a lo largo del salmo, se van 
recordando y aclamando los prodigios de Dios en su favor. 
Desde que yace en la esclavitud de Egipto, el cántico 
pormenoriza los prodigiosos auxilios de Dios en su caminar 
hasta llegar a la tierra prometida. Tierra que conquistan 
por el asombroso poder de Dios: «Él hirió a Egipto en sus 
primogénitos... Él sacó a Israel de entre ellos... Con mano 
poderosa y brazo extendido... Él les dio su tierra en 
herencia... En herencia a su siervo Israel...».
La inigualable belleza y majestuosidad de esta 
aclamación litúrgica, la vemos reflejada en el hecho de que 
cada maravilla realizada por Yavé, bien en la creación, 
bien en favor del pueblo, es repetida por la asamblea con 
el sugestivo estribillo: «Porque su amor es para siempre».
La proclamación «porque su amor es para siempre» es la 
que más aparece a lo largo de toda la Escritura. No la 
hemos de ver desde la perspectiva de una perla litúrgica. 
Es el rezumar agradecido y gozoso de unos hombres y mujeres 
que tienen una historia común y pueden contarla y cantarla.281

Y así les vemos clamando en la Pascua a una sola voz, 
y entonando sobrecogidos por la emoción, que la bondad de 
Yavé es eterna, que ha sido Él quien, con su elección, 
rescate, protección, fuerza, poder y amor, les ha permitido 
sobrevivir a tantísimos peligros y combates que ha sido 
sometido por sus enemigos. Tantos y tantos acontecimientos
gloriosos han hecho posible que, cada noche pascual, sus 
voces y almas resuenen con ímpetu para bendecidle.
Siempre hemos dicho que todos los salmos son 
mesiánicos. Nos preguntamos si la figura del Mesías se hace 
presente en esta letanía de maravillas aquí ensalzadas. Por 
supuesto que hay una puerta abierta a la figura de 
Jesucristo. Valorando en toda su riqueza tantas maravillas 
hechas por Dios, podemos decir que falta aún la maravilla 
de las maravillas: la victoria sobre la muerte. A final de 
cuentas, esta ha de llegar a ser la razón nuclear que hace 
que el hombre bendiga, alabe y estalle en gratitud a Dios: 
ser testigos de que la muerte ha sido aplastada.
La gran maravilla que marca la historia de la creación 
y de toda la humanidad es que Dios resucita a su Hijo del
lazo de la muerte. En Él, la muerte no tiene ya poder 
permanente sobre el hombre. La maravilla se dispara al 
infinito ante el don de la inmortalidad del ser humano. En 
Jesucristo todos estamos llamados a ser hijos de Dios, 
portadores del sello de la vida eterna.
Fijémonos que la primera predicación de la Iglesia 
realizada por Pedro el día de Pentecostés, lleva consigo la 
buena noticia que todo hombre debe recibir: Que si bien 
Jesucristo fue ejecutado en el Calvario, «Dios le resucitó 
librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible 
que quedase bajo su dominio» (He 2,24).
Al resucitar a su Hijo, Dios Padre rompe el sello de 
la muerte que aprisionaba a toda la humanidad. En la 
victoria de Jesucristo todos somos vencedores. Nuestro 
apoyarnos en Él por la fe, es la llave y la garantía de 
nuestra vida eterna, así lo dijo Él: «Yo soy la 
resurrección. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y 
todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (Jn 11,25-
26).282

Salmo 135(134). Himno de Laudes (Elección y servicio)


Salmo 135 (134)
1 ¡Aleluya!
Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
2 vosotros que servís en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.
3 Alabad al Señor, porque es bueno.
Tocad para su nombre, porque es agradable.
4 Porque él se escogió a Jacob,
hizo de Israel su propiedad.
5 Sí, yo sé que el Señor es grande,
que nuestro Dios supera a todos los dioses.
6 El Señor hace todo lo que quiere
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.
7 Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta el viento de sus depósitos.
8 Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
9 Envió signos y prodigios,
en medio de ti, Egipto,
contra el faraón y sus ministros.
10 Él hirió a pueblos numerosos
y destruyó a reyes poderosos:
11 a Sijón, rey de los amorreos,
a Og, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
12 Dio su tierra en herencia,
herencia para su pueblo Israel.
13 iSeñor, tu nombre es para siempre!
Señor, tu recuerdo pasa
de generación en generación.
14 El Señor gobierna a su pueblo
y se compadece de sus siervos.

Los ídolos de las naciones Son plata yoro,
hechura de manos humanas:
16 tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,
17 tienen oídos y no oyen,
ni siquiera hay un soplo en su boca.
18 ¡Sean como ellos los que los hacen,
todos los que confían en ellos!
19 ¡Casa de Israel, bendice al Señor!
iCasa de Aarón, bendice al Señor!
20 ¡Casa de Leví, bendice al Señor!
¡Fieles del Señor, bendecid al Señor!
21 Bendito sea el Señor en Sión,
él que habita en Jerusalén.
¡Aleluya! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 135
Elección y servicio

El salterio pone ante nuestros ojos esta proclamación del
pueblo, convocado en inmensa asamblea. Da gracias a Yavé
recordando, agradecido, su historia. Historia toda ella
marcada por la acción benéfica de Yavé sobre su pueblo.
Entresacamos algunos de los hechos gloriosos de Dios,
alrededor de los cuales Israel forja su espiritualidad: «Él
hirió a los primogénitos de Egipto, desde los hombres hasta
los animales. Envió signos y prodigios, en medio de ti,
Egipto, contra el faraón y sus ministros. Él hirió a
pueblos numerosos y destruyó a reyes poderosos... Dio su
tierra en herencia, herencia para su pueblo, Israel».
Israel hace hincapié en reconocer y agradecer la
benevolencia de Dios en favor suyo. Es necesario señalar
que encontramos en el salmo el punto de partida que da
lugar a numerosas intervenciones salvíficas de Yavé. Nos
referimos a la conciencia clarísima que tiene el pueblo de
que todo le viene dado por su elección. Sabe que Dios paseó
su mirada sobre la tierra y se fijó en él para llevar a
cabo su obra de salvación: «Alabad al Señor, porque es
bueno. Tocad para su nombre, porque es agradable. Porque él
se escogió a Jacob, hizo de Israel su propiedad».
El concepto que tiene Israel de su elección está en
consonancia con el que tiene de la misericordia de Dios. Se
sabe elegido no por su grandeza, méritos o fidelidad, sino
porque Dios, en su amor y bondad, lo ha querido así: «No
porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha
prendado Yavé de vosotros y os ha elegido, pues sois el
menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que
os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros
padres...» (Dt 7,8).
Conforme Israel va creciendo y madurando en su
experiencia de Dios, percibe que su elección no es sino el
pórtico de entrada de una elección-amor universal que
abarca a todos los pueblos de la tierra. Vemos entonces
cómo Dios instruye a sus profetas de forma que éstos puedan
ver en el Mesías prometido el elegido de Yavé para extender
su luz, proyectada en primer lugar sobre su pueblo y, a
partir de él, a todas las gentes y naciones: «Yo, Yavé, te
he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te
he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes»
(Is 42,6).
Es muy importante señalar que Israel entiende,
conforme Dios le va iluminando, que su elección no es tanto
motivo de supremacía o encumbramiento, sino una vocación de
servicio en beneficio de toda la humanidad. Del seno del
pueblo ha de nacer el Mesías, el elegido, por quien el amor
y la misericordia de Yavé, que tan bien conocen, atraviesen 279


sus fronteras y, como un torrente imparable, alcancen a
todos los hombres.
La expectativa de Israel, alimentada e iluminada por
los profetas, se hace realidad visible en el Mesías. Es
más, en el acontecimiento de la transfiguración, Dios Padre
da testimonio de que Jesucristo es el elegido anunciado por
los profetas. Es en el monte Tabor donde Yavé presenta a su
Hijo como su Palabra; por eso dice: ¡escuchadle!
Es fundamental que el mismo Yavé sea quien testifique
acerca de su Hijo anunciándole como el elegido que
esperaban; y es fundamental también que la voz de Dios
exhorta a los tres apóstoles a una sola y perentoria
actitud: Que le escuchen. En Pedro, Juan y Santiago, Dios
está invitando a todos los hombres a prestar atención a las
palabras de su Hijo porque son palabras de vida eterna,
como muy bien entendió Pedro, uno de los testigos, cuando
le dijo a Jesús: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes
palabras de vida eterna, y nosotros creemos que tú eres el
santo de Dios» (Jn 6,68-69).
El Señor Jesús, el elegido de Dios, tiene a su vez
poder para elegir, para elegirnos. No es el hombre-mujer
quien elige a Dios; es Él quien nos elige a nosotros, y con
los mismos parámetros con los que Yavé escogió a su pueblo:
para hacer un servicio, para dar frutos de salvación en
beneficio del mundo.
Que el discipulazgo, la vida de fe, es un don de Dios
concedido al hombre por medio de Jesucristo, era una
realidad meridiana para los primeros cristianos. Veamos,
por ejemplo, cómo empieza la segunda Carta del apóstol
Pedro: «Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los
que por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo
les ha sido concedida gratuitamente una fe tan preciosa
como la nuestra» (2Pe 1,1).
En la medida en que los elegidos del Señor Jesús dan
fruto, el mundo, la humanidad, se salva, ya que a la vista
de la luz que irradian, los hombres dan gloria y alaban al
Padre: «Vosotros sois la luz del mundo... brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos» (Mt 5,14-16).
Jesucristo elige a sus discípulos no con una varita
mágica ni al capricho del azar: la elección se hace
efectiva por la fuerza de la predicación del Evangelio.
Esto es lo que nos dice el apóstol san Pablo: «Conocemos,
hermanos queridos de Dios, vuestra elección; ya que os fue
predicado el Evangelio...» (1Tes 1,4-5).280

viernes, 15 de noviembre de 2024

Salmo 116(114-115). Acción de gracias (Dios es bueno)




1Amo al Señor porque escucha
mi voz suplicante,
2 porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.
3 Lazos de muerte me rodeaban,
eran redes mortales,
caí en la angustia y la aflicción.
4 Entonces invoqué el nombre del Señor:
<<iSeñor, salva mi vida!».
5 El Señor es justo y clemente,
nuestro Dios es compasivo.
6 El Señor protege a los sencillos:
yo desfallecía y él me salvó.
7 Recobra la calma, alma mía,
que el Señor ha sido bueno contigo.
8 Libró mi vida de la muerte,
mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.
9 Caminaré en la presencia del Señor,
en la tierra de los vivos.
10 Yo tenía fe, aunque decía:
«¡Estoy totalmente devastado!».
11 Yo decía en mi aflicción:
«iTodos los hombres son unos mentirosos!».
12 ¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
13 Levantaré la copa de la salvación,
invocando el nombre del Señor.
14 ¡Cumpliré al Señor mis votos,
en presencia de todo su pueblo!
15 Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
16 Yo soy tu siervo, Señor,
Siervo tuyo, hijo de tu sierva.
Tú rompiste mis cadenas.
17 Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando el nombre del Señor.
18 iCumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo su pueblo,
19 en los atrios de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén!
¡Aleluya!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 116
Dios es bueno

Este salmo es una oración de acción de gracias de un hombre 
que vive profundamente su relación con Dios. Sometido, como 
está, a una persecución implacable por hombres que llevan 
en su seno las fuerzas del mal, proclama, no obstante, su 
amor a Yavé: «Amo al Señor porque escucha mi voz 
suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día en que 
lo invoco».
Hay una novedad en la oración de este israelita que le 
distingue de otros que hemos visto en situaciones parecidas 
a lo largo del salterio. Nuestro hombre no se remite al 
pasado para afirmar que Dios, siempre fiel, «ha escuchado»
sus súplicas y plegarias. Nuestro hombre de fe habla en 
presente –«escucha»–, recalcando que puede poner su 
esperanza en Yavé porque su auxilio es una realidad 
inapelable no sólo en el pasado sino también en el presente 
y en el futuro. Yavé, su Dios, le escucha siempre.
Otro momento del salmo donde vemos la enorme grandeza 
espiritual de este fiel israelita, es cuando proclama que 
nada que le suceda, por muy grande que sean sus desgracias 
y humillaciones, hará tambalear su confianza en Dios: «Yo 
tenía fe, aunque decía: “¡Estoy totalmente devastado!”. Yo 
decía en mi aflicción: “¡Todos los hombres son unos
mentirosos”». No hay duda de que en su búsqueda de Dios ha 
escogido el camino de la verdad, el único camino válido 
para encontrarle.
Existe también el camino de la mentira que hace 
mentiroso al hombre. Mentira que alcanza incluso a aquellos 
que deberían llevar al pueblo a vivir en fidelidad al Dios 
que, desde que lo escogió cuando estaba esclavo en Egipto, 
no ha cesado de amarle y protegerle. Así pues, la mentira 
ha moldeado también los corazones de los predicadores de 
Israel hasta el punto de merecer el calificativo de falsos 
profetas.
Jeremías fustiga sin descanso a todos estos dirigentes 
religiosos a los que culpa de la desviación espiritual de 
su pueblo: «Los sacerdotes no decían: ¿dónde está Yavé?; ni 
los peritos de la ley me conocían; y los pastores se 
rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal y 
en pos de los inútiles andaban» (Jer 2,8).
El apóstol Pedro, nombrado por Jesucristo cabeza de la 
Iglesia, como buen pastor que es, alerta a los primeros 
cristianos acerca de los falsos profetas; exhorta con 
vehemencia que estos hombres mentirosos no son algo 
exclusivo del pueblo de Israel. Intuye, y por eso les 
previene, que también surgirán entre ellos, y que tienen un 
sello identificador perfectamente reconocible: difamar, 
falsear el camino de la verdad, todo por su propio provecho... exactamente igual que esos hombres inicuos 
aparecidos en el pueblo de Israel: «Hubo también en el 
pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos 
maestros que introducirán herejías perniciosas y que, 
negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una 
rápida destrucción. Muchos seguirán su libertinaje y, por 
causa de ellos, el camino de la verdad será difamado. 
Traficarán con vosotros por codicia, con palabras 
artificiosas...» (2Pe 2,1-3).
Volvemos a la oración del salmista y nuestro asombro 
no tiene límites cuando observamos que, sobreponiéndose a todos los males que está padeciendo a causa de su fidelidad 
a Dios, su alma es capaz de elevarse y lanzarle un grito de 
acción


 de gracias porque es tanto el bien que le ha hecho, 
que nunca podrá vivir lo suficiente para agradecérselo, que 
no hay dinero en el mundo para pagárselo: «¿Cómo pagaré al
Señor todo el bien que me ha hecho?».
Nuestro salmista es como un espejo que refleja con 
toda nitidez el rostro, la persona de Jesucristo. Él, 
enviado por su Padre a la muerte y muerte de Cruz para 
rescatar a toda la humanidad, nos dirá que su Padre es 
bueno, que es bueno con todos, que hace el bien enviando el 
sol y la lluvia sin distinguir entre buenos o malos, justos 
o injustos: «Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y 
odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros 
enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis 
hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol 
sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 
5,43-45).
El Señor Jesús insiste con énfasis en que realmente su 
Padre es bueno, y quiere hacérnoslo entender con un ejemplo 
tan claro que no admita dudas. Afirma que si hasta 
nosotros, hijos del pecado original, que tenemos la bondad 
recubierta de una cierta maldad, aún así sabemos dar con 
gozo cosas buenas a nuestro hijos, amigos, etc., cuánto más 
nuestro Padre del cielo, que es la bondad sin mezcla de 
maldad, nos dará lo bueno por excelencia: el Espíritu Santo 
que nos convierte en hijos: «¿Qué padre hay entre vosotros 
que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da 
una culebra; o si le pide un huevo le da un escorpión? Si, 
pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a 
vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el 
Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,11-13).
El discípulo del Señor Jesús tiene tan metido en el 
alma el rostro luminoso de Dios, su Padre, que, al igual 
que el salmista, no necesita inventar palabras para que, de 
su experiencia íntima y real, brote el mismo testimonio del 
salmista: ¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha 
hecho?


Salmo 117(116). Invitación a la Alabanza (Su amor permanece)

V

 1 Alaben al Señor todas las n
2 ¡Pues firme es su amor por nosotros,
y la fidelidad del Señor dura por siempre!
¡Aleluya! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 117
Su amor permanece

El presidente de la asamblea litúrgica invita a todos los 
fieles a entonar festivamente una alabanza a Yavé. Es una 
acción de gracias universal. La asamblea se siente llamada 
a proclamar un himno de gratitud a Yavé en representación 
de todas las naciones de la tierra: «¡Alaben al Señor todas 
las naciones, que lo glorifiquen todos los pueblos!».
Conforme Israel va conociendo a Yavé, y a medida que 
este va sembrando en él una sabiduría más profunda, el 
pueblo amplía progresivamente la acción salvadora de su 
Dios y la extiende a todas las naciones de la tierra.
Uno de los primeros pasos de esta evolución 
espiritual, se da cuando Israel tiene conciencia de que 
Dios actúa en su favor para que todas las naciones sean 
testigos del poder y misericordia de Dios. Como ejemplo, 
podemos entresacar algunos versículos del himno de acción 
de gracias que Dios suscitó al rey David con motivo de la 
fiesta celebrada en Jerusalén, en la entronización del arca 
de la Alianza: «¡Dad gracias al Señor, aclamad su nombre, 
divulgad entre los pueblos sus hazañas! ¡Cantadle, 
salmodiad para él, recitad todas sus maravillas...! Cantad 
a Yavé toda la tierra, anunciad su salvación día tras día. 
Contad su gloria a las naciones, a todos los pueblos sus 
maravillas» (1Crón 16,8-24).
A este primer paso de divulgar por todos los confines 
de la tierra las maravillas y majestad de Yavé, se suceden 
otros que cobran gradualmente mayor intensidad. En ellos 
vemos que Israel va adquiriendo una clara conciencia de que 
Yavé es el Dios que convoca para llamar a salvación a todas 
las naciones.
Los testimonios de los profetas son abundantes a este 
respecto. Son testimonios marcados por la perspectiva de lo 
que llamamos la salvación mesiánica. El Mesías es anunciado 
como aquel que habrá de reunir a los hombres de todos los 
pueblos ante el rostro salvador de Dios: «Así dice Yavé 
Sebaot: todavía habrá pueblos que vengan, y habitantes de 
grandes ciudades. Y los habitantes de una ciudad irán a la 
otra diciendo: Ea, vamos a ablandar el rostro de Yavé y a 
buscar a Yavé Sebaot: ¡Yo también voy! Y vendrán pueblos 
numerosos y naciones poderosas a buscar a Yavé Sebaot en 
Jerusalén, y a ablandar el rostro de Yavé» (Zac 8,2-22).
Las profecías mesiánicas llegan a su cumplimiento en 
Jesucristo, el Hijo de Dios. Él culmina la misión de 
Israel. La luz brota de las entrañas del pueblo elegido 
para extenderse a todos los confines de la tierra; no es 
luz para condenar sino para salvar, es la luz que pone al 
hombre en comunión con Dios. Por eso el Mesías proclama 
ante Israel: ¡Yo soy la luz del mundo!

Jesucristo hace esta afirmación inmediatamente después 
de haber liberado de la lapidación a una mujer acusada de 
adulterio. Profundizando en este acontecimiento, nos damos 
cuenta de que, al mismo tiempo en que rescata de la muerte 
a la mujer condenada, ilumina el corazón de los que 
pretendían apedrearla, diciéndoles: «El que esté sin pecado 
que tire la primera piedra». Sabemos que estos hombres 
dejaron caer hacia el suelo las piedras que empuñaban con 
sus manos y se fueron alejando uno tras otro. Una vez que, 
tanto la adúltera como sus censores, han sido iluminados 
por el Hijo de Dios, proclama que Él es la luz del mundo 
(Jn 8,1-12).
En este acontecimiento, Dios manifiesta que, frente a 
la fuerza del pecado del hombre, triunfa la fuerza de su 
misericordia. Jesucristo, al iluminar los corazones de 
todos los implicados, da cumplimiento a la segunda parte 
del salmo que estamos desgranando: «Pues firme es su amor 
por nosotros, la fidelidad del Señor dura por siempre».
En Jesucristo, en su forma de actuar, Dios manifiesta 
visiblemente lo que el Espíritu Santo había puesto en boca 
del salmista: que su amor, su misericordia, su perdón... no 
tienen límites; son formas de amar propias de Dios, por eso 
permanecen para siempre; son su carta vencedora ante el 
fracaso de nuestra debilidad.
El apóstol san Pablo, testigo privilegiado en su 
propia persona de este amor tan incomprensible para 
nuestros parámetros, no sale de su asombro al constatar que 
Dios ama al hombre en Jesucristo siendo como es pecador. 
Como a todos, le parece normal que alguien, heroicamente, 
dé su vida por un hombre leal, por alguien que hace el
bien, pero no por un malhechor, ¡Dios sí! «En verdad, 
apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de 
bien tal vez se atrevería uno a morir, mas la prueba de que 
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía 
pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,7-8).
El mismo apóstol no deja de ensalzar, a lo largo de 
sus catequesis, la riqueza del amor de Dios. Es consciente 
de que si Dios ha sido rico en misericordia con él, lo será 
también con todos. Es una misericordia que rompe la lejanía 
hasta el punto de que estamos llamados a reinar en los 
cielos con el mismo Cristo Jesús: «Pero Dios, rico en 
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando 
muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó 
juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados– y 
con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en 
Cristo Jesús...» (Ef 2,4-6). 

jueves, 14 de noviembre de 2024

Salmo 115(113B). El único Dios verdadero ( Nuestro escudo)


¡No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu amor y tu fidelidad!
2 ¿Por qué han de decir las naciones:
«Dónde está su Dios»?
3 Nuestro Dios está en el cielo,
y hace todo lo que desea.
4 Sus ídolos son plata y oro,
obra de manos humanas:
5 tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,
6 tienen oídos y no oyen,
tienen nariz y no huelen,
7 tienen manos y no tocan,
tienen pies y no andan,
no tiene voz su garganta.
8 ¡Los que los hacen son como ellos,
todos los que en ellos confían!
9 ¡La casa de Israel confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo!
10 iLa casa de Aarón confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo!
11 ¡Los que temen al Señor confían en el Señor:
él es su auxilio y su escudo!
12 Que el Señor se acuerde de nosotros
y nos bendiga:
-bendiga a la casa de Israel,
-bendiga a la casa de Aarón,
13 -bendiga a los que temen al Señor,
pequeños y grandes.
14 ¡Que el Señor os multiplique,
a vosotros y a vuestros hijos!
15 ¡Que os bendiga el Señor,
que hizo el cielo y la tierra!
16 El cielo pertenece al Señor,
pero la tierra se la ha dado a los hombres.
17 Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al lugar del silencio.
18 ¡Nosotros, los vivos, bendecimos al Señor,
desde ahora y por siempre!
¡Aleluya!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 115
Nuestro escudo

De nuevo el salterio nos ofrece una aclamación litúrgica de 
la gran asamblea de Israel. El pueblo ha vuelto del 
destierro y sus oídos escuchan los sarcasmos de las 
naciones vecinas que, burlonamente, le preguntan: ¿Dónde 
está su Dios? ¿Dónde está su libertador? No sois más que un 
pueblo harapiento que volvéis a vuestra tierra y ni 
siquiera tenéis un templo en el que rendirle culto.
Israel alza sus ojos a Yavé y proclama este himno en 
forma de oración. Le pide que manifieste su poder no tanto 
por ellos cuanto por los pueblos que con sus mofas 
blasfeman su nombre excelso: «¡No a nosotros, Señor, no a 
nosotros, sino a tu nombre da la gloria, por tu amor y tu 
fidelidad! ¿Por qué han de decir las naciones: “¿Dónde está 
su Dios?”».
El punto culminante del himno es la proclamación de 
que, aun en la situación de tener que empezar de nuevo en 
su tierra devastada, y a pesar de las bufonadas de sus 
enemigos..., confían en su Dios. En efecto, traen al 
presente el pasado glorioso de Israel desde sus orígenes. 
Son conscientes de que Él ha hecho con ellos una historia 
de amor y salvación, y se apoyan en su fidelidad para 
afirmar que esta historia no ha concluido, que volverá a 
realizarse. Y así vemos a la asamblea gritar jubilosa: «¡La 
casa de Israel confía en el Señor, él es su auxilio y su 
escudo! ¡La casa de Aarón confía en el Señor, él su auxilio 
y su escudo! ¡Los que temen al Señor confían en el Señor:
él su auxilio y su escudo! Que el Señor se acuerde de 
nosotros y nos bendiga: bendiga a la casa de Israel...».
Fijémonos en la conciencia que tiene Israel de que su Dios 
es su escudo y su auxilio.
Sabemos que Abrahán salió de su tierra sin otra 
garantía que la palabra-bendición de Yavé sembrada en su 
corazón. La espiritualidad judía y cristiana llama a 
Abrahán nuestro padre en la fe precisamente por haber 
guardado en su corazón la palabra que Dios le había dado, 
de la que hizo su único apoyo, escudo y garantía.
Dios, para enseñarnos que la fe no es algo mágico o 
que se acepta así, sin más, permite que Abrahán, en su 
búsqueda, con sus consiguientes dudas, se desoriente e 
incluso se equivoque; pero el amor de este a la Palabra 
recibida es mayor que sus debilidades, y Dios le conforta y 
fortalece. Es más, se le presenta animándole y prometiéndole que Él mismo será su escudo en su debilidad: 
«Después de estos sucesos fue dirigida la palabra de Yavé a 
Abrahán en visión, en estos términos: No temas, Abrahán. Yo 
soy para ti un escudo. Tu premio será muy grande» (Gén15,1).
El libro del Deuteronomio nos presenta un himno 
bendicional atribuido a Moisés, salido de sus labios antes 
de su muerte. No tiene parangón con cualquier himno que 
podamos encontrar en los textos sagrados del Antiguo 
Testamento. Moisés inicia su cántico bendiciendo con 
bellísimas palabras a Yavé por haber protegido 
asombrosamente a Israel; y, como si de la misma boca de 
Yavé se tratase, hace descender una bendición particular y 
original a cada una de las tribus. 
Una vez que ha bendecido a los doce clanes, Moisés 
imparte, sobre todo al pueblo allí convocado, la mayor y la 
más esplendorosa de las bendiciones: Yavé es escudo y 
auxilio del pueblo que se ha escogido: «Israel mora en 
seguro; la fuente de Jacob brota aparte para un país de 
trigo y vino; hasta sus cielos destilan el rocío. Dichoso 
tú, Israel, ¿quién como tú, pueblo salvado por Yavé cuyo 
escudo es tu auxilio, cuya espada es tu esplendor?» (Éx 
33,28-29).
¿Quién más bendito que Jesucristo a quien Dios Padre 
hizo escudo en favor de todos sus hijos? Vemos al Señor 
Jesús subir desnudo y desprotegido a lo alto de la cruz. 
Desde allí detuvo y quebró en su propio cuerpo los dardos y 
saetas que el príncipe del mal tenía preparados para toda 
la humanidad. Efectivamente, frenó en seco la muerte que 
nos pertenecía, elevando al infinito las palabras que nos 
salvaron y reconciliaron con Dios: «¡Padre, perdónales 
porque no saben lo que hacen!».
Estas alentadoras palabras de salvación son el escudo 
que anula todas las acusaciones que el príncipe del mal 
hace contra nosotros. De hecho, una de las traducciones de 
Satanás es el término acusador. Y así leemos en el libro 
del Apocalipsis que, justamente por la victoria de 
Jesucristo sobre la muerte y el mal, nuestro acusador ha 
sido arrojado: “Oí entonces una fuerte voz que decía en el 
cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el 
reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque 
ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que 
los acusaba día y noche delante de nuestro Dios” (Ap 
12,10).
Una vez que el escudo enviado por Dios, su propio 
Hijo, ha detenido las embestidas del mal, quedan canceladas 
todas nuestras deudas contraídas con Él a causa de nuestra 
necedad. Esto que podría parecernos algo así como el final 
de un cuento de hadas almibarado, no es tal; de hecho lo 
entresacamos de una catequesis de un hombre sumamente 
enérgico y nada sospechoso de cursilerías como es el 
apóstol Pablo. Oigámosle en su exhortación a la comunidad 
de Colosas: «Jesucristo canceló la nota de cargo que había 
contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas 
desfavorables, y las suprimió clavándola en la Cruz» (Col 
2,14).


miércoles, 6 de noviembre de 2024

Salmo 114(113A). Himno Pascual (Contigo, no contra ti)

1Cuando Israel salió de Egipto,
la casa de Jacob de un pueblo balbuciente,
2 Judá se convirtió en su santuario,
e Israel en su dominio.
3 Al verlos, el mar huyó,
el Jordán se echó atrás.
4 Los montes saltaron como carneros,
las colinas como corderos.
5 ¿Qué te pasa, mar, para que huyas así?
¿Y a ti, Jordán, para que te eches atrás?
6 ¿Y a las montañas, para que salten como carneros?
¿Y a las colinas, para que salten como corderos?
7 La tierra se estremece delante del Señor,
ante la presencia del Dios de Jacob:
8 él transforma las rocas en estanque
y el pedregal en manantiales de agua

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 114
Contigo, no contra ti

Israel alaba a su Señor haciendo memoria histórica de sus 
maravillas. Proclama, exultante, su salida de Egipto 
enumerando los prodigios que Él ha hecho en favor suyo a lo 
largo de su caminar por el desierto. El himno es toda una 
liturgia de bendición y alabanza porque el brazo de su 
libertador se impuso sobre el mar Rojo, el río Jordán y 
demás obstáculos que impedían su peregrinación hacia la 
tierra prometida: «Cuando Israel salió de Egipto, la casa 
de Jacob, de un pueblo balbuciente, Judá se convirtió en su 
santuario, e Israel en su dominio. Al verlos, el mar huyó, 
el Jordán se echó atrás...».
Israel, testigo privilegiado de la omnipotencia 
amorosa de Yavé, lanza una exhortación a todos los pueblos 
de la tierra, les invita a que tiemblen ante la presencia 
de Yavé, ante su rostro: «La tierra se estremece delante 
del Señor, ante la presencia del Dios de Jacob: él 
transforma las rocas en estanque y el pedregal en 
manantiales de agua».
Nos detenemos ante esta afirmación: «La tierra se 
estremece delante del Señor». El pueblo conoce este temor 
en el sentido de miedo aniquilador ante las manifestaciones 
de Yavé. Basta señalar su angustiosa reacción en la 
teofanía del Sinaí: «Todo el pueblo percibía los truenos y 
relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte humeante, y 
temblando de miedo se mantenía a distancia. Dijeron a 
Moisés: habla tú con nosotros, que podremos entenderte, 
pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos»
(Éx 20,18-19).
Con el paso del tiempo, Dios, que no deja de catequizar a su pueblo por medio de los profetas, va 
acuñando en su corazón un concepto de temor y temblor que 
nada tiene que ver con el miedo irracional a ser aniquilados por Él. Es más, cada vez se manifiesta con más vehemencia que es el Dios que da la vida, no la muerte.
Veamos la experiencia, a este respecto, del profeta Ezequiel. Israel está en el destierro. Están privados del templo en el que daban culto a su Dios. Por si fuera poco, sus sacerdotes y profetas vagan sin sentido, sin rumbo, sin 
palabras, en medio de los gentiles donde están dispersos.
Yavé hace ver a Ezequiel esta situación desesperada 
del pueblo, poniendo ante sus ojos la imagen de un enorme 
cementerio. Todo son huesos dispersos. Pregunta al profeta 
si cree que esos huesos podrán volver a la vida, es decir, 
si es que queda alguna esperanza para el pueblo. Ezequiel 
queda atónito ante la pregunta y se la devuelve a Dios para 
que sea Él mismo quien responda. Oigamos su respuesta: 
«Entonces me dijo: Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: 
Huesos secos, escuchad la palabra de Yavé. Así dice el 
Señor Yavé a estos huesos: «he aquí que yo voy a hacer 
entrar el espíritu en vosotros y viviréis. Os cubriré de 
nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de 
piel, os infundiré mi espíritu y viviréis; y sabréis que yo 
soy Yavé» (Ez 37,4-6).
Con esta promesa, Dios anuncia que en Él está la vida, 
no la muerte; la restauración, no la destrucción. Fiel a su 
palabra, levanta a Israel de su destierro y le hace volver
a la tierra prometida. Lo que quiere dar a entendernos Dios 
en todos los acontecimientos vividos por su pueblo, es que 
está con el hombre y no contra él, con nosotros, no contra 
nosotros. Tan con nosotros que se hizo hombre. El mismo 
Dios anunció a José el nombre de su Hijo, el que María 
llevaba en su seno: Jesús, que significa Salvador: «Dará a 
luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él 
salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Dios está con el hombre y no contra él. «Dios está contigo». Estas fueron las palabras que María escuchó de parte del ángel en la anunciación. María es imagen de la 
nueva humanidad engendrada por Jesucristo, el enviado del Padre. En y por Jesucristo, todo hombre-mujer puede pasar del temblor servil, que le deja inerte, al temblor que precede a la adoración. Temblor que nos pone en actitud de búsqueda; es un iniciar un camino que culmina en la comunión con Dios-Amor, el que nos da la vida eterna, la vida que permanece para siempre.
Recordemos aquel pasaje que nos cuenta la tempestad sufrida por los apóstoles en medio del mar. Sabemos que su barca estaba siendo violentamente zarandeada por las olas; que el viento, al ser contrario, arremetía contra los 
apóstoles que intentaban llegar a la orilla. Además, se nos dice que estaban en plena noche. Estos fenómenos, adversos 
a los apóstoles, recuerdan los fenómenos del Sinaí, de los 
que hemos hablado, que movieron al pueblo a distanciarse de 
Dios. Aquí, Jesús, traspasando dichos fenómenos, se acerca 
a los apóstoles y les grita con voz potente: ¡Ánimo!, no 
temáis que soy yo (cf Mt 14,22-27).
Desde el pecado de Adán y Eva, todos tenemos la tentación de escondernos de Dios. Nos han imbuido tanto lo que son sus tremendas exigencias que una proximidad auténtica con Él nos asusta. Habrá, pues, que echar mano de ciertas devociones y prácticas pías que, en cierto modo, sí indican una relación con Dios, mas, no la que Él quiere, 
que es la que nos da la libertad y anula todos nuestros temores. Recordemos a este respecto, las palabras que, de una forma o de otra, Dios, desde Abrahán, ha dirigido a todos aquellos que ha llamado para una misión: ¡No temas, yo estoy contigo! Repetimos, Dios está con nosotros, no 
contra nosotros. 


Salmo 113(112). Al Dios de gloria y de piedad (La causa del desvalido)


I ¡Aleluya!
¡Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor!
2 Bendito sea el nombre del Señor,
desde ahora y por siempre.
3 ¡Desde la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor!
4 ¡El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria está por encima del cielo!
5 ¿Quién puede igualar al Señor, nuestro Dios,
que se eleva en su trono
6 y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?
7 Levanta del polvo al débil,
saca de la basura al indigente,
8 para sentarlo con los príncipes,
junto a los príncipes de su pueblo.
9 A la estéril la sienta en su casa,
como alegre madre de hijos.
¡Aleluya! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)  

Salmo 113
La causa del desvalido
El salterio nos ofrece un himno donde parece que la gloria 
excelsa de Yavé, que llega incluso hasta traspasar los 
cielos, y su cercanía compasiva hacia el hombre, rivalizan 
entre sí. Nos imaginamos a Israel como si fuese una gran 
asamblea, y oímos un sucederse de gritos de júbilo y 
alabanza acompañados por un sinfín de trompetas. Es un 
estallido de multitud de corazones que proclaman la gloria 
y grandeza de Dios: «¡Aleluya! ¡Alabad, siervos del Señor, 
alabad el nombre del Señor! Bendito sea el nombre del
Señor, desde ahora y por siempre. ¡Desde la salida del sol 
hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor! ¡El Señor 
se eleva sobre todos los pueblos, su gloria está por encima 
del cielo!».
Llegados al punto culmen de la exaltación de Yavé y su 
nombre, y asemejándose a una partitura musical, el himno 
canta el descenso de Dios desde sus inmensas alturas hasta 
el hombre. Hace hincapié en que sus ojos se posan y vuelcan 
sobre el pobre desvalido: «¿Quién puede igualar al Señor, 
nuestro Dios, que se eleva en su trono y se abaja para 
mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al débil, 
saca de la basura hace al indigente...».
Es importante saber quién es el hombre cuya condición 
de desvalido atrae con tanta fuerza la mirada compasiva de 
Dios. Pobre y desvalido es, en general, todo aquel que está 
sometido a cualquier tipo de opresión. Sin embargo, 
bíblicamente hablando, pobre y desvalido es todo hombre 
que, estando sometido a cualquier clase de opresión, 
injusticia o persecución, renuncia a defenderse. No toma 
esta decisión por cobardía ni por impotencia. Actúa así 
porque está lleno de sabiduría; ha puesto su causa en manos 
de Dios con la madurez de fe del que sabe que Él le hará 
justicia.
Tengamos en este momento presente la experiencia de 
Jeremías. Sabemos que su misión profética encontró muy 
pronto una terrible y feroz oposición que dio paso al 
escarnio y persecución por parte del pueblo. ¿Qué hace 
Jeremías en esta situación límite? La palabra que Dios ha 
puesto en su boca (Jer 1,9), es sólo motivo de burla e 
irrisión; entonces su espíritu se derrama en grandeza y 
sabiduría. Conocedor de Dios, se limita a encomendarle su 
causa. Entiende que renunciando a defenderse, entra en la 
condición de los desvalidos a quienes Dios protege y 
levanta: «Escuchaba las calumnias de la turba: ¡Terror por 
doquier! ¡Denunciadle! ¡Denunciémosle!... Pero Yavé está 
conmigo cual campeón poderoso... ¡Oh Yavé Sebaot, juez de 
lo justo, que escrutas los riñones y el corazón! Vea yo tu 
venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. 

Cantad a Yavé, alabad a Yavé, porque ha salvado la vida de 
un pobrecillo de manos de malhechores» (Jer 20,10-13).
En este contexto catequético, nuestros ojos se dirigen 
al canto entonado por María de Nazaret al ser llamada 
bienaventurada por su prima Isabel. Recibió esta alabanza
porque su corazón acogió y creyó lo que Dios le había 
anunciado por medio del ángel. María, elevando su espíritu 
hacia Dios y, como recogiendo en su aliento la gran y 
universal asamblea de todos los creyentes, proclamó: 
«Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los 
humildes» (Lc 1,52).
Este derribar a los potentados de sus tronos no quiere 
decir que Dios los castigue: Se caen ellos solos. 
Edificaron su trono, su vida sobre arena, y los oleajes 
propios de toda existencia terminaron por corroer y minar 
sus falsos y débiles cimientos.
En cambio, Dios levanta a los humildes, los desvalidos 
que han puesto su causa y defensa en sus manos. Hablemos 
del pobre, humilde y desvalido por antonomasia: Jesucristo. 
Renunció a cualquier tipo de defensa en el juicio inicuo al 
que fue sometido. Y no asumió esta actitud por cobardía, 
desilusión o abatimiento; sino que renunció porque sabía 
que su Padre, que le había enviado, no iba a ignorar su 
defensa. Sabía que no quedaría defraudado.
Este total fiarse de Jesús –recordemos que la palabra
fe viene del verbo fiarse–, le aseguraba con toda certeza 
que sería levantado; que su Padre lo ensalzaría sobre todo 
lo creado con el título de Señor. Título que siempre tuvo y 
que intentaron arrebatarle condenándole a muerte. Título 
que su Padre defendió, preservó y restituyó. Oigamos el 
testimonio que Pedro y Juan proclamaron ante los habitantes 
de Jerusalén: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de 
Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús 
a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36). 
El apóstol Pedro invita a sus comunidades y a todos 
los cristianos a seguir los pasos de Jesucristo justamente 
porque Él se puso en manos del único que le podía hacer 
justicia: su Padre: «Él que no cometió pecado, y en cuya 
boca no se halló engaño; él que al ser insultado, no 
respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que 
se ponía en manos de aquel que juzga con justicia...» (1Pe
2,22-24).


lunes, 4 de noviembre de 2024

Salmo 131(130). Con espíritu de infancia (Un corazón sabio)





1Cántico de las subidas. De David.
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros.
No voy buscando grandezas,
ni prodigios que me superen.
2 ¡No! He acallado y moderado mis deseos,
como un niño de pecho en el regazo de su madre.
3 ¡Confíe Israel en el Señor,
desde ahora y por siempre!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 131
Un corazón sabio
Nos encontramos con uno de los salmos que mejor expresa el 
abandono y la confianza de un hombre en su relación con 
Dios. Se nos ofrece la oración de un israelita que tiene su 
corazón ya purificado de toda ambición, de toda pretensión 
y gloria; un corazón en el que habita la sabiduría de Dios. 
Oigámosle: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos 
altaneros. No voy buscando grandezas, ni prodigios que me 
superen».
Ante el susurro íntimo y agradecido de este fiel, lo 
primero que nos impresiona es que no busca su propia gloria 
sino la de Dios. Su iluminación consiste en saber que 
relacionarse con Él sin aparcar a un lado su propia gloria 
y ambición, no conduce absolutamente a nada. No se trata de 
un moralismo que exija sacrificar la gloria personal; es la 
sabiduría la que señorea el corazón del salmista y le da 
discernimiento para comprender que ambicionar la propia 
gloria es cultivar algo que muere con él, es un servir y 
adorar a Yavé desde la carne.
La espiritualidad de Israel define a la carne como 
toda actividad y potencialidad del hombre realizada al 
margen de Dios. Identifica el vivir en la carne con el 
gloriarse con las obras que, aun religiosas, no llevan el 
sello de Dios, por lo que acaban marchitándose. Sólo las 
obras que tienen su consistencia en Yavé permanecen para 
siempre.
El profeta Isaías compara la carne, la gloria 
personal, al fulgor majestuoso de la hierba y las flores 
del campo. Tienen su esplendor, después se amustian y 
mueren: «Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor 
del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en 
cuanto le dé viento de Yavé –pues, cierto, hierba es el 
pueblo–. La hierba se seca, la flor se marchita, mas la 
palabra de nuestro Dios permanece para siempre».
Nuestro hombre orante escoge una vida sin pretensiones 
ni grandezas, lo cual no le exime de la duda, ni mucho 
menos de una personal crisis de fe. Crisis que acontece 
ante la tentación-insinuación de haber hecho una opción 
utópica que no le lleva a ninguna parte. Una vez más, la 
sabiduría que Dios ha grabado en su corazón le hace salir 
de sus pozos tentadores y proclama que Dios le enseña a 
descansar en Él como un niño recién amamantado descansa y 
duerme en los brazos de su madre: «¡No! He acallado y 
moderado mis deseos, como un niño de pecho en el regazo de 
su madre».
El paralelismo entre el salmista, lleno de sabiduría, 
y Jesucristo es de una evidencia meridiana. La gran e 
infranqueable barrera que se interponía entre el Señor 

Jesús y sus oyentes era –y en gran parte también lo es hoy 
y siempre–, que en su piedad no buscaban ni les interesaba 
la gloria de Dios sino la suya propia. Esta barrera les 
imposibilitaba creer; tenían bloqueado su camino hacia la 
fe: «¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos 
de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?»
(Jn 5,44).
Jesucristo, sabiduría del Padre, nos enseña a 
prescindir de nuestras pretensiones gloriosas. Entendámonos 
bien; he dicho prescindir, no renunciar. Si hablamos de 
renunciar, estamos refiriéndonos a algo que es valioso 
pero, como «Dios nos lo pide», hacemos el acto heroico de 
la renuncia. La cuestión es que ¿cuántas veces hemos 
renunciado heroicamente a ciertas cosas y después las hemos 
vuelto a coger en nuestro corazón? ¿Por qué? Porque muy 
probablemente, el heroísmo y la generosidad de la renuncia 
no iba en consonancia con el convencimiento del corazón. 
Llega un momento en que la cuerda se rompe de tanto 
tensarla, y el corazón reclama aquello a lo que ha 
renunciado. Por ello he hablado de prescindir, no de 
renunciar.
Se prescinde de aquello que no es útil, que no sirve 
para nuestros fines. El hombre sabio prescinde de su gloria 
porque no le vale, no le sirve para lo que su corazón le 
está pidiendo. El corazón del buscador de Dios tiende al 
encuentro con Él, gradualmente va reconociendo su rostro y 
entra en el aprendizaje del descanso del que el salmista 
nos ha hablado. Comprende, sin heroísmos ni generosidades 
moralistas, que «su propia gloria» le estorba, como le 
estorba una ropa que se le ha quedado estrecha. Tiene 
conciencia de que es un impedimento que le bloquea la 
experiencia que está haciendo de y con Dios, por lo que 
prescinde de ella.
Jesucristo nos ilumina esta gran verdad cuando dice a 
los judíos que no le interesa su gloria porque no vale para 
nada; que a él, lo que le interesa es que sea su Padre 
quien le glorifique. Sabe que la gloria que le viene de su 
Padre permanece para siempre: es la garantía de su victoria 
y resurrección: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria 
no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien 
vosotros decís: Él es nuestro Dios» (Jn 8,54). El apóstol 
Pablo es consciente de que los discípulos del Señor Jesús 
son también ellos glorificados por Dios: «Todos nosotros, 
que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo 
la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma 
imagen cada vez más gloriosos...» (2Cor 3,18). 


sábado, 2 de noviembre de 2024

Salmo 112(111). Elogio del justo (El justo y la luz)





1 ¡Aleluya!
¡Dichoso el hombre que teme al Señor
y se complace en sus mandamientos!
2 Su descendencia será poderosa en la tierra,
bendita será la descendencia de los rectos.
3 En su casa hay riqueza y abundancia.
Su justicia permanece para siempre.
4 En las tinieblas brilla como una luz para los rectos,
él es justo, clemente y compasivo.
5 Dichoso el hombre que se apiada y presta,
y administra sus negocios con rectitud.
6 Él nunca vacilará,
el recuerdo del justo es para siempre.
7 Nunca teme las malas noticias:
su corazón está firme en el Señor.
8 Su corazón está seguro y no le teme a nada,
hasta ver derrotados a sus opresores.
9 Él da limosna a los pobres.
Su justicia permanece para siempre,
y alza la frente con dignidad.
10 El malvado lo ve y se enfurece,
rechina los dientes y se consume.
La ambición de los malvados fracasará. 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 112
El justo y la luz

Un fiel israelita entabla un diálogo íntimo con Yavé, y de 
la riqueza de su corazón brota un poema lírico en el que 
van apareciendo distintos y variados elogios de lo que él 
considera el hombre justo. Según él, el hombre justo es 
alguien a quien Dios bendice incluso en su descendencia: 
«Su descendencia será poderosa en la tierra, bendita será 
la descendencia de los rectos». Tiene tan firmemente 
anclado su corazón en Dios, que no se dejará abatir por el 
miedo cuando éste se presente acompañado de las malas 
noticias que, de una forma o de otra, le alcanza al igual 
que a los demás mortales: «Nunca teme las malas noticias:
su corazón está firme en el Señor». Su justicia va 
acompañada de la compasión y de la misericordia, por lo que 
no escatima medidas a la hora de ayudar con sus bienes a 
los más desfavorecidos: «Él da limosna a los pobres. Su 
justicia permanece para siempre, y alza la frente con 
dignidad».
Podríamos seguir describiendo otros elogios que el 
salmista hace del hombre justo. Vamos, sin embargo, a 
detenernos en uno especial que nos parece el centro 
neurálgico de su poema: «En las tinieblas brilla como una 
luz para los rectos, él es justo, clemente y compasivo».
Es evidente que todo el salmo es una descripción del 
Mesías y, por supuesto, le identificamos en todos los 
rasgos ya mencionados. Pero queremos insistir en este 
último que acabamos de exponer: El justo es luz en las 
tinieblas.
No hay duda de que nos encontramos ante un signo 
mesiánico muy acusado. Jesucristo proclama: «Yo soy la Luz 
del mundo». Si seguimos sumergiéndonos en el Evangelio,
nuestros ojos se fijan en la oración de Zacarías, en la 
alabanza que salió de su boca ante el nacimiento de su hijo 
san Juan Bautista. En su oración bendicional proclama ante
todos los que se habían reunido a su alrededor, que el Hijo 
de Dios vendrá al mundo «para iluminar a los que habitan en 
tinieblas y en sombras de muerte y para guiar nuestros 
pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).
Jesucristo es la luz de Dios que abre nuestros ojos 
para que adquiramos una nueva capacidad de verle, conocerle j
y poseerle.
Al abrir los ojos de los hombres, Jesucristo 
manifiesta que su luz es la expresión de la ternura y 
misericordia de Dios Padre anunciada por el salmo. Ternura 
y misericordia que están encerradas, como un tesoro en su 
cofre, a lo largo de todo el Evangelio proclamado por su 
Hijo.231

Jesucristo ha sido enviado por el Padre para abrir 
nuestro espíritu hasta el punto de hacerlo apto para 
contemplar el rostro de Dios. Como signo de su misión 
tierna y misericordiosa con los hombres, le vemos iluminar 
los ojos de los ciegos que se cruzan en su camino. Con 
estos signos el Señor Jesús manifiesta su disposición de 
abrir los ojos de nuestra alma a fin de poder entrar en 
comunión con el Dios inabarcable e invisible; el mismo Dios 
ante quien el pueblo de Israel experimentaba tanto temor y 
recelo como, por ejemplo, sabemos que aconteció en su 
manifestación del monte Sinaí.
El apóstol Pablo, citando al profeta Isaías, afirma 
que cuando predica el misterio de Dios, anuncia lo que 
jamás el ojo vio ni el oído pudo oír, más aún lo que nunca 
ha podido llegar al corazón del hombre (1Cor 2,9). Continúa 
el apóstol y proclama con fuerza que, si bien Dios es 
invisible e inalcanzable a los sentidos humanos, sí es 
posible conocerle gracias al Espíritu Santo que se nos ha 
dado y que sondea hasta sus mismas profundidades: «Porque a 
nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el 
Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios»
(1Cor 2,10).
Entendamos bien el inapreciable don de Dios. El 
abrirnos sus profundidades no es algo elitista, no tiene 
que ver nada con misticismos. Hay una llave que abre su 
misterio y sus insondables abismos, es el santo Evangelio. 
En él se revela Dios a los que le buscan, a los que lo aman 
y a los que le saben escoger como lo más importante de su 
vida.
El sabio es el hombre que «tiene» tiempo para entrar 
en el misterio de Dios. El que, en la jerarquía de sus 
cosas importantes, ocupa un lugar preferencial el bucear 
apasionadamente una y otra vez en los manantiales del 
Evangelio. Como si fuese un riquísimo mar de coral, cada 
día se sumerge en sus aguas vivas hasta que sus manos 
acarician la perla preciosa allí escondida.
Esto es lo que define a un discípulo del Señor Jesús. 
La luz de Dios que posee, le permite ser esperanza para 
todos aquellos que padecen las tinieblas, y le rocía con su 
bondad, su compasión y su misericordia. «Porque en otro 
tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. 
Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz 
consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5,8-9).232





Salmo134(133). Para la fiesta nocturna (Bendigamos a Dios)


1Cántico de las subidas.
y ahora, bendecid al Señor,
todos los siervos del Señor,
que pasáis la noche
en la casa del Señor.
2 ¡Levantad las manos hacia el santuario
y bendecid al Señor!
3 Que el Señor te bendiga desde Sión,
él que hizo el cielo y la tierra

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 134
Bendigamos a Dios

La espiritualidad del pueblo de Israel se nos manifiesta
una vez más en este himno litúrgico, en el que se invita a
los servidores del templo a elevar sus manos hacia Yavé y a
proclamar su acción de gracias y bendiciones: «Y ahora,
bendecid al Señor, todos los siervos del Señor, que pasáis
la noche en la casa del Señor. ¡Levantad las manos hacia el
santuario y bendecid al Señor!».
Israel es el pueblo que conoce en su propia carne las
maravillas de Yavé. Son maravillas que tejen toda su
historia de salvación y que hacen brotar de su alma la
necesidad de aclamar, alabar y bendecir a Dios, que les ha
elegido y cuidado como un águila protege y defiende a su
nidada de las aves rapaces.
Son muchos los himnos y cánticos de bendición que
surgen festivamente del pueblo ante las continuas
intervenciones prodigiosas de Yavé en su favor. Nos
centraremos en el paso del mar Rojo porque es punto de
referencia obligado para penetrar en la conciencia que
tiene Israel de ser pueblo amado de Yavé; además, este
acontecimiento es central en su liturgia pascual.
Yavé abre para su pueblo el mar Rojo a fin de que
pudiese cruzarlo con paso firme. Una vez cruzado, el pueblo
ve con sus propios ojos cómo el ejército perseguidor quedó
sepultado bajo las aguas cuando intentó seguir los pasos de
Israel cruzando el mar. El libro del Éxodo nos revela que,
ante tan impresionante prodigio de Yavé, el pueblo, con
Moisés a la cabeza, elevó su canto de bendición.
Israel siente la necesidad de agradecer a Dios, de
aclamarle, de bendecidle porque algo portentoso ha
sucedido: Yavé se ha puesto a su lado y le ha preservado de
la destrucción que se cernía sobre él, exterminando a sus
destructores. Ante la evidencia de sentirse amado y
defendido, su boca se aúna en una sola voz, un único clamor
para bendecir a su liberador.
Israel, pues, entona un canto de bendición cuyo texto
no es otro que el que han visto escrito en el brazo
salvador de Dios: «Viendo Israel la mano fuerte que Yavé
había desplegado contra los egipcios, temió el pueblo a
Yavé y creyeron en Él y Moisés, su siervo. Entonces Moisés
y los israelitas cantaron este cántico a Yavé. Dijeron:
Canto a Yavé pues se cubrió de gloria arrojando en el mar
caballo y carro. Mi fortaleza y mi canción es Yavé. Él es
mi salvación. Él, mi Dios, yo le glorifico...» (Éx 14,31-
15,1-2). Yavé bendice a su pueblo salvándolo del
exterminio; y este, desde lo más profundo de su experiencia
salvífica, le bendice a Él.

He aquí la fuente de toda bendición de los hombres
hacia Dios; se le bendice por motivos concretos, por hechos
reales de los que somos testigos. Es tanto lo que Dios ha
hecho por Israel que le podemos llamar el pueblo de la
bendición; y es que le sobran motivos para ello.
Damos un salto desde la historia liberadora del pueblo
elegido y nos acercamos a Zacarías, padre de Juan Bautista
y sacerdote del Templo. Nos dicen los evangelios que, al
nacer su hijo, el Espíritu Santo tomó posesión de él y su
boca proclamó la bendición a Yavé porque vio en el Mesías,
de quien su hijo había de ser precursor, la fuerza de
salvación que Dios había prometido por medio de los
profetas: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una
fuerza de salvación en la casa de David, su siervo» (Lc
1,68-69).
Zacarías vio también que Dios enviaba a su Hijo para
llevar a su cumplimiento definitivo la alianza que había
hecho con Abrahán bajo juramento: «Haciendo misericordia a
nuestros padres y recordando su santa alianza y el
juramento que juró a nuestro padre Abrahán» (Lc 1,72-73).
El canto bendicional de Zacarías nos sirve de eje para unir
todas las bendiciones con que Dios bendijo a su pueblo, las
que nos han sido concedidas por medio de su Hijo, y en las
que toda la humanidad ha sido bendecida.
Al igual que Israel, también la Iglesia, y por motivos
más profundos, bendice a Dios. Los cristianos bendecimos a
Dios por habernos dado-entregado a su Hijo para conducirnos
en un nuevo éxodo cuya meta es el mismo Dios. Las cartas de
los apóstoles nos brindan toda una serie de himnos
litúrgicos que testimonian el espíritu de bendición que
animaba a las primeras comunidades cristianas.
Entre los distintos cánticos de aclamación, alabanza y
bendición que encontramos en estos textos, hacemos
referencia al que Pablo nos transcribe en el primer
capítulo de su Carta a los efesios. Inicia el apóstol su
bendición a Dios Padre dándole gracias por todos los dones
que nos ha otorgado en la persona de Jesucristo: «Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en
los cielos, en Cristo... eligiéndonos de antemano para ser
sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo... en él
tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de
los pecados según la riqueza de su gracia...» (Ef 1,3-7).