viernes, 6 de diciembre de 2024

Salmo 127(126). Abandono en la Providencia​ (Jesús, templo glorioso)



1Cántico de las subidas. De Salomón.
Si el Señor no construye la casa,
en vano se afanan sus constructores.
Si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.
2 Es inútil que madruguéis,
que tardéis en acostaros,
para comer el pan con duros trabajos:
iéllo da a sus amigos mientras duermen!
3 La herencia que concede el Señor son los hijos,
su salario es el fruto del vientre:
4 los hijos de la juventud
son flechas en manos de un guerrero.
5 Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado a las puertas de la ciudad
cuando litigue con sus enemigos

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 127
Jesús, templo glorioso

La mayoría de los exégetas atribuyen este salmo a Salomón, 
quien recibió de David, su padre, el encargo de construir 
el templo de Jerusalén. Tal y como viene expresado en sus 
primeros versículos, la construcción de la casa de Dios es 
asociada al esplendor y crecimiento de Jerusalén. Templo y 
ciudad albergan la gloria de Yavé, son el signo visible de 
su presencia en el seno de su pueblo.
Nos llama poderosamente la atención la vertiente 
espiritual que el autor imprime a la tarea de la 
edificación del templo y la ciudad santa. No es suficiente 
el acopio de los materiales –oro, plata, maderas preciosas, 
etc.– necesarios para la ejecución de la obra. Tampoco el 
hecho de contar con magníficos arquitectos, orfebres, 
talladores, etc. Por muy buenos y abundantes materiales que 
tenga, por más excelentes que sean sus capataces y 
artesanos, son conscientes de que si Yavé no está con ellos 
para construir el Templo y proteger la ciudad, todo su 
empeño será vano e inútil: «Si el Señor no construye la 
casa, en vano se afanan los constructores. Si el Señor no 
guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas».
No hay duda de que Dios ha inspirado con su sabiduría 
al rey Salomón para hacer llegar a su pueblo que él es el 
artífice de su obra. La catequesis que impregna el fondo 
del salmo viene a decir que el templo que van a construir 
con sus manos no es sino imagen del templo espiritual que 
al no ser hecho por mano del hombre, tampoco por mano del 
hombre podrá ser destruido. De hecho, el templo construido 
por Salomón sí fue destruido por los enemigos de Israel.
El profeta Isaías, en una exhortación al pueblo de 
Israel, ya les adelanta que el templo de Jerusalén es 
transitorio en espera del templo definitivo en el que se 
dará culto a Dios en espíritu y verdad: «Así dice Yavé: Los 
cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies, 
pues ¿qué casa vais a edificarme, o qué lugar para mi 
reposo, si todo lo hizo mi mano, y es mío todo ello?» (Is 
66,1-2).
El profeta ilumina al pueblo por medio de esta 
profundísima inspiración. ¿Cómo va a habitar Yavé, Señor de 
los cielos y la tierra, en una morada hecha por mano del 
hombre? Por otra parte, todo cuanto este utiliza para 
levantar la casa de Dios, ¿no le pertenece acaso a Él?
La catequesis que se atisba entre líneas nos señala 
que el mismo Yavé con su mano será el autor del templo de 
su gloria. Templo de adoración, templo en el que su Palabra 
será la luz potentísima capaz de convocar a todos los 
hombres de cualquier pueblo, raza o nación. Para ello 263

necesitará visitar en propia persona, no ya por medio de 
sus profetas, al mundo creado por Él.
En la plenitud de los tiempos, como dice el apóstol 
Pablo, Dios desciende, visita y se encarna en su obra, el 
mundo. El Señor Jesús, es el verdadero y definitivo templo 
en el que el hombre contempla la gloria de Dios. En su 
Hijo, Dios nos enseña a adorar, a amar y a estar con Él de 
forma natural, al compás de nuestra humanidad. Queramos o 
no, el culto y la adoración que vienen marcados por la ley, 
y más aún, la ley del perfeccionismo, no dejan de ser un 
poco forzados ya que la palabra ley implica obligación... , 
y todo lo que no es natural a nuestra realidad humana 
termina por cansarnos. No se quiere decir con esto que las 
leyes no sean necesarias o convenientes; lo que queremos 
señalar es que, en nuestra relación con Dios, la ley tiene 
que dar paso a la gracia.
Es Jesús mismo quien nos dice que Él es el templo 
definitivo, en el que el culto y la adoración pierden todo 
tinte de obligación para surgir como necesidad natural. De 
la misma forma que nadie que está sano come por obligación 
sino porque le apetece, al mismo tiempo que lo necesita. 
Recordemos cuando Jesús entró en el templo de 
Jerusalén y expulsó a sus vendedores y cambistas. Al 
preguntarle los judíos qué autoridad tenía para actuar así, 
él les respondió: «Destruid este santuario y en tres días 
lo levantaré. Los judíos le contestaron: Cuarenta y seis 
años se han tardado en construir este santuario, ¿y tú lo 
vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del santuario 
de su cuerpo» (Jn 2,119-21). Con estas palabras les estaba 
anunciando su muerte y resurrección. Cuando se cumplió su 
anuncio, sus discípulos comprendieron lo que había hecho y 
dicho y creyeron en él: «Cuando resucitó, pues, de entre 
los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho 
eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había 
dicho Jesús» (Jn 2,22).
El autor del libro del Apocalipsis nos ofrece una 
descripción de la Jerusalén celestial en la que abundan los 
símbolos y las alegorías. En su descripción nos señala que 
en ella no existe templo alguno porque Dios mismo y el 
Cordero son el santuario. Dios, en el esplendor de su 
gloria, es el templo y el santuario donde el hombre se 
sacia de su rostro... «Pero no vi santuario alguno en ella; 
porque el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero es su 
santuario» (Ap 21,22).264

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