1 ¡Aleluya!
Alabad al Señor, pues es bueno cantar.
Nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.
2 El Señor reconstruye Jerusalén,
reúne a los deportados de Israel.
3 Cura a los de corazón despedazado
y cuida sus heridas.
4 Cuenta el número de las estrellas,
y a cada una la llama por su nombre.
5 Nuestro Señor es grande y poderoso,
y su sabiduría no tiene medida.
6 El Señor sostiene a los pobres
y humilla hasta el suelo a los malvados.
7 Entonad la acción de gracias al Señor,
cantad a nuestro Dios con el arpa.
8 Él cubre el cielo de nubes,
preparando la lluvia para la tierra.
Hace brotar hierba sobre los montes
y plantas útiles al hombre.
9 Dispensa alimento al rebaño,
y a las crías del cuervo, que graznan.
10 No le agrada el vigor del caballo,
ni aprecia los músculos del hombre.
11 El Señor aprecia a los que lo temen,
a los que esperan en su amor.
12 Glorifica al Señor, Jerusalén,
alaba a tu Dios, Sión.
13 Él ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
14 Ha puesto paz en tus fronteras,
te ha saciado con la flor del trigo.
15 Él envía sus órdenes a la tierra,
y su palabra corre veloz.
16 Hace caer la nieve como lana,
y esparce la escarcha como ceniza.
\1 Arroja en migajas su hielo
y con el frío congela las aguas.
18 Él envía su palabra y las derrite,
sopla su viento y las aguas corren.
19 Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel.
20 Con ninguna nación obró de este modo,
y ninguna conoció sus mandatos.
¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 147
Dios se da a conocer
Una vez más, contemplamos a la gran asamblea de Israel
celebrando su liturgia de bendición y alabanza a Yavé. Una
vez más, Israel recoge entre sus manos su propia historia
o, mejor dicho, la historia que Yavé ha hecho con él, y sus
gargantas entonan un himno de gratitud y reconocimiento.
La asamblea alaba y bendice a Yavé porque no sólo le
ha levantado el castigo del destierro, sino que ha vuelto a
reconstruir la ciudad santa de Jerusalén, gozo y alegría de
todo israelita. Al reconstruir Jerusalén, Dios reconstruye
también los corazones heridos y rotos de sus hijos: «Alabad
al Señor, pues es bueno cantar. Nuestro Dios merece una
alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a
los deportados de Israel. Cura a los de corazón despedazado
y cuida sus heridas».
Encontramos una nota destacada en este himno y que
expresa la universalidad de la misericordia de Dios: en la
tierra devuelta y en la Jerusalén reedificada se alegra
toda la creación. De ahí el canto a la fecundidad de la
tierra y a la multiplicación de los ganados, dones de Dios
a todos los hombres para su sustento y prosperidad:
«Entonad acción de gracias al Señor, cantad a nuestro Dios
con el arpa. Él cubre el cielo de nubes, preparando la
lluvia para la tierra. Hace brotar hierba sobre los montes
y plantas útiles al hombre. Dispensa alimento al
rebaño...».
Si bien es cierto que el himno canta la universalidad
de la bondad de Yavé para con todos los pueblos de la
tierra, se puntualiza un signo distintivo, una prerrogativa
que, en su momento histórico, es exclusivo de Israel. Los
israelitas saben que son una nación a quien Dios se le ha
dado a conocer por medio de su Palabra. Palabra que, como
ya hemos visto en otras ocasiones, no es didáctica sino
creadora. Israel tiene conciencia de que, así como toda la
creación surgió como fruto de la palabra creadora de Dios,
él, como pueblo, también es fruto de la palabra-promesa que
Yavé hizo descender sobre Abrahán. Sabemos que su nombre,
dado por el mismo Yavé, significa «padre de multitudes»
(Gén 17,5).
Por eso, la asamblea litúrgica canta festivamente esta
prerrogativa excepcional que hace de Israel un pueblo
diferente a todos los demás pueblos de la tierra: «Anuncia
su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel. Con
ninguna nación obró de este modo, y ninguna conoció sus
mandatos».
Ya Moisés, al bendecir a Israel antes de morir, hizo
constar en su elegía el signo básico y singularísimo con
que Yavé había distinguido a Israel al concederle este don, 303
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