jueves, 12 de diciembre de 2024

Salmo 147(146-147). Himno al Todopoderoso(Dios se da a conocer)

 


1 ¡Aleluya!

Alabad al Señor, pues es bueno cantar.

Nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.

2 El Señor reconstruye Jerusalén,

reúne a los deportados de Israel.

3 Cura a los de corazón despedazado

y cuida sus heridas.

4 Cuenta el número de las estrellas,

y a cada una la llama por su nombre.

5 Nuestro Señor es grande y poderoso,

y su sabiduría no tiene medida.

6 El Señor sostiene a los pobres

y humilla hasta el suelo a los malvados.

7 Entonad la acción de gracias al Señor,

cantad a nuestro Dios con el arpa.

8 Él cubre el cielo de nubes,

preparando la lluvia para la tierra.

Hace brotar hierba sobre los montes

y plantas útiles al hombre.

9 Dispensa alimento al rebaño,

y a las crías del cuervo, que graznan.

10 No le agrada el vigor del caballo,

ni aprecia los músculos del hombre.

11 El Señor aprecia a los que lo temen,

a los que esperan en su amor.

12 Glorifica al Señor, Jerusalén,

alaba a tu Dios, Sión.

13 Él ha reforzado los cerrojos de tus puertas,

ha bendecido a tus hijos dentro de ti.

14 Ha puesto paz en tus fronteras,

te ha saciado con la flor del trigo.

15 Él envía sus órdenes a la tierra,

y su palabra corre veloz.

16 Hace caer la nieve como lana,

y esparce la escarcha como ceniza.

\1 Arroja en migajas su hielo

y con el frío congela las aguas.

18 Él envía su palabra y las derrite,

sopla su viento y las aguas corren.

19 Anuncia su palabra a Jacob,

sus decretos y mandatos a Israel.

20 Con ninguna nación obró de este modo,

y ninguna conoció sus mandatos.

¡Aleluya!



Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 147

Dios se da a conocer

Una vez más, contemplamos a la gran asamblea de Israel 

celebrando su liturgia de bendición y alabanza a Yavé. Una 

vez más, Israel recoge entre sus manos su propia historia 

o, mejor dicho, la historia que Yavé ha hecho con él, y sus 

gargantas entonan un himno de gratitud y reconocimiento.

La asamblea alaba y bendice a Yavé porque no sólo le 

ha levantado el castigo del destierro, sino que ha vuelto a 

reconstruir la ciudad santa de Jerusalén, gozo y alegría de 

todo israelita. Al reconstruir Jerusalén, Dios reconstruye 

también los corazones heridos y rotos de sus hijos: «Alabad 

al Señor, pues es bueno cantar. Nuestro Dios merece una 

alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a 

los deportados de Israel. Cura a los de corazón despedazado 

y cuida sus heridas».

Encontramos una nota destacada en este himno y que 

expresa la universalidad de la misericordia de Dios: en la 

tierra devuelta y en la Jerusalén reedificada se alegra 

toda la creación. De ahí el canto a la fecundidad de la 

tierra y a la multiplicación de los ganados, dones de Dios 

a todos los hombres para su sustento y prosperidad: 

«Entonad acción de gracias al Señor, cantad a nuestro Dios

con el arpa. Él cubre el cielo de nubes, preparando la 

lluvia para la tierra. Hace brotar hierba sobre los montes 

y plantas útiles al hombre. Dispensa alimento al 

rebaño...».

Si bien es cierto que el himno canta la universalidad 

de la bondad de Yavé para con todos los pueblos de la 

tierra, se puntualiza un signo distintivo, una prerrogativa 

que, en su momento histórico, es exclusivo de Israel. Los 

israelitas saben que son una nación a quien Dios se le ha

dado a conocer por medio de su Palabra. Palabra que, como 

ya hemos visto en otras ocasiones, no es didáctica sino 

creadora. Israel tiene conciencia de que, así como toda la 

creación surgió como fruto de la palabra creadora de Dios, 

él, como pueblo, también es fruto de la palabra-promesa que 

Yavé hizo descender sobre Abrahán. Sabemos que su nombre, 

dado por el mismo Yavé, significa «padre de multitudes»

(Gén 17,5).

Por eso, la asamblea litúrgica canta festivamente esta 

prerrogativa excepcional que hace de Israel un pueblo 

diferente a todos los demás pueblos de la tierra: «Anuncia

su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel. Con 

ninguna nación obró de este modo, y ninguna conoció sus 

mandatos».

Ya Moisés, al bendecir a Israel antes de morir, hizo 

constar en su elegía el signo básico y singularísimo con 

que Yavé había distinguido a Israel al concederle este don, 303


que no había otorgado a ningún otro pueblo de la tierra: 
«Tú que amas a los antepasados, todos los santos están en 
tu mano. Y ellos, postrados a tus pies, cargados están de 
tus palabras» (Dt 33,3).
La historia de la elección portentosa de Israel, que 
le ha hecho depositario en su seno de la Palabra que crea y 
salva, no es una historia cerrada en sí misma, sino abierta 
a la totalidad de los hombres. Ya los profetas van 
anunciando progresivamente que Israel no es sino el punto 
de partida desde el que Dios iluminará y salvará a todas 
las naciones. Escuchemos, por ejemplo, la intuición 
profética que el Espíritu Santo puso en boca de Isaías: 
«Sucederán días futuros en que el monte de la casa de Yavé 
será asentado en la cima de los montes y se alzará por 
encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, 
y acudirán pueblos numerosos» (Is 2,2-3).
Palabra profética que alcanzó su cumplimiento en el 
Hijo de Dios. Él, Palabra del Padre, proclamó que atraería 
a todos los hombres hacia sí una vez consumada su 
inmolación –como Cordero expiatorio– en la cruz: «Ahora es 
el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo 
será echado fuera. Y cuando yo sea levantado de la tierra, 
atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32).
El autor de la Carta a los hebreos la inicia 
diciéndonos que, efectivamente, Dios se manifestó revelando 
su Palabra a Israel por medio de los profetas. Mas, a 
continuación, hace constar que el hablar de Dios ha llegado 
a su plenitud y consumación por medio de su Hijo: «Muchas 
veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros 
padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos 
nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó 
heredero de todo...» (Heb 1,1-2).
En el Señor Jesús tenemos la plenitud de la revelación 
de la palabra de Dios. Palabra que traspasa las fronteras 
del pueblo de Israel, siempre amado y elegido. Esto es 
posible a partir de la victoria de Jesucristo sobre la 
muerte y el mal. Es a partir de entonces cuando infunde su 
espíritu a los apóstoles, a la Iglesia, y les envía a todos 
los confines de la tierra a fin de que la revelación de la 
Palabra que salva alcance a todos los hombres dispersos por 
el mundo: «Jesús les dijo: Id por todo el mundo y proclamad 
la Buena Nueva a toda la creación... Ellos salieron a 
predicar por todas las partes, colaborando el Señor con 
ellos y confirmando la Palabra con las señales que la 
acompañaban» (Mc 16,15-20).304

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