1Cántico de las subidas.
¡Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
2 Comerás del trabajo de tus propias manos,
tranquilo y feliz.
3 Tu esposa será como una parra fecunda,
en la intimidad de tu hogar.
Tus hijos, como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
4 Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
\ Que el Señor te bendiga desde Sión,
y veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
6 Que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 128
Temor liberador
El salterio nos ofrece este himno que canta las alabanzas y
bendiciones del hombre fiel a Yavé. Su fidelidad está
asentada sobre dos principios fundamentales: el temor a
Yavé y el seguimiento de sus caminos. Sobre estos
principios, el hombre fiel vive su fe impulsado por una
amorosa obediencia: «Dichoso el que teme al Señor, y sigue
sus caminos».
El autor señala que Yavé bendecirá la vida de este
hombre haciendo próspero su trabajo y creando una atmósfera
de felicidad y bienestar en su ámbito familiar: «Comerás
del trabajo de tus propias manos, tranquilo y feliz. Tu
esposa será como una parra fecunda, en la intimidad de tu
hogar. Tus hijos, como brotes de olivo, alrededor de tu
mesa».
El salmo subraya nuevamente que Yavé bendice a este
fiel que tiene ante sus ojos su santo temor: «Esta es la
bendición del hombre que teme al Señor».
Puesto que por dos veces hemos visto anunciado el
temor de Yavé como fuente de bendición, vamos a adentrarnos
en este punto para discernir y entender de qué temor se nos
está hablando. Es evidente que no se trata del temor
natural que todos podemos sentir ante un peligro que se
cierne sobre nosotros, ante el cual lo normal es tomar
precauciones e, incluso, si fuera necesario, alejarnos y
hasta huir de forma que no nos pueda alcanzar o caer sobre
nosotros.
No es de este temor del que nos habla el salmista, al
contrario, es un temor que impulsa al hombre a seguir el
rastro, el camino de Dios. Se trata de un temor que no
supone un peligro, sino que es la puerta a través de la
cual nuestros pasos encuentran la fuente de la vida y de la
salvación. Es el temor que nos abre a la esperanza en Aquel
que da sentido y plenitud a todos los anhelos de
supervivencia que alberga el corazón del hombre. A este
respecto, nos viene bien recordar la instrucción
catequética que nos ofrece el libro del Eclesiástico: «El
espíritu de los que temen al Señor vivirá, porque su
esperanza está puesta en aquel que los salva. Quien teme al
Señor de nada tiene miedo y no se intimida porque él es su
esperanza» (Si 34,13-14).
A estas alturas, ya podemos decir que se puede dar un
temor servil del hombre hacia Dios, porque le considera un
ser cuyo poder es una amenaza que pende sobre su cabeza a
causa de sus pecados. Este tipo de temor hace que se
multipliquen los sacrificios a fin de aplacar su cólera.
Pero estamos hablando del otro temor, el que nos viene
anunciado en el salmo y que lleva consigo la bendición. Es 265
el del hombre que, porque ha llegado a conocer a Dios, sabe
que Él es amor, y quiere ser reconocido por sus criaturas
sólo por amor.
Este hombre, al mismo tiempo que conoce a Dios, sabe
que es totalmente Otro, y sabe también que no está en sus
manos el poder relacionarse con Él; que si no se le
manifiesta, se convierte en un Desconocido; pero confía en
Él, en su amor, por lo cual le busca sin descanso, pues le
engrandecerá con sus bienes y bendiciones. Su actitud lleva
consigo un temor que, al mismo tiempo que reconoce la
grandeza de Dios, provoca su cercanía y señala el pórtico
que precede a la adoración.
Los dos temores vienen perfectamente expresados en la
oración de alabanza que Judit, juntamente con su pueblo,
dirigió a Yavé cuando Él sostuvo su brazo para acabar con
la vida de Holofernes cuyas tropas asediaban la ciudad.
En su acción de gracias, Judit señala que ningún
sacrificio –a los que hemos identificado con el temor
servil– puede llegar hasta la presencia de Yavé. El amor
que ha desplegado para con su pueblo no concuerda en
absoluto con un culto temeroso y apocado: «Porque es muy
poca cosa todo sacrificio de calmante aroma, y apenas es
nada la grasa para serte ofrecida en holocausto» (Jdt
16,16a).
Sin embargo, a continuación se alaba el santo temor a
Yavé; este sí llega hasta Él y provoca el engrandecimiento
de los hombres que tienen enraizado su temor liberador.
Pasamos, pues, del servilismo empequeñecedor al temor
ensalzado por Judit, como melodía armoniosa del canto de
bendición al Dios que les ha salvado y liberado: «Mas quien
teme al Señor será grande para siempre» (Jdt 16b).
Jesucristo es aquel en quien se destruye completamente
el temor enfermizo que el hombre puede tener respecto a
Dios. En Él brilla en todo su esplendor el amor de Dios
hacia el hombre.
El Señor Jesús con su muerte cambió nuestra condición:
en y por él pasamos de siervos a hijos de Dios. Su victoria
sobre la muerte –dejándose sepultar por ella– nos ha
concedido, como dice el apóstol Pablo, pasar de ser
esclavos temerosos a hijos libres: «La prueba de que sois
hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya
no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por
voluntad de Dios» (Gál 4,6-7).266
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