sábado, 7 de diciembre de 2024

Salmo 128(127). Bendición del justo (Temor liberador)



1Cántico de las subidas.
¡Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
2 Comerás del trabajo de tus propias manos,
tranquilo y feliz.
3 Tu esposa será como una parra fecunda,
en la intimidad de tu hogar.
Tus hijos, como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
4 Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
\ Que el Señor te bendiga desde Sión,
y veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
6 Que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 128
Temor liberador
El salterio nos ofrece este himno que canta las alabanzas y 
bendiciones del hombre fiel a Yavé. Su fidelidad está 
asentada sobre dos principios fundamentales: el temor a 
Yavé y el seguimiento de sus caminos. Sobre estos 
principios, el hombre fiel vive su fe impulsado por una 
amorosa obediencia: «Dichoso el que teme al Señor, y sigue 
sus caminos».
El autor señala que Yavé bendecirá la vida de este 
hombre haciendo próspero su trabajo y creando una atmósfera 
de felicidad y bienestar en su ámbito familiar: «Comerás 
del trabajo de tus propias manos, tranquilo y feliz. Tu 
esposa será como una parra fecunda, en la intimidad de tu 
hogar. Tus hijos, como brotes de olivo, alrededor de tu 
mesa».
El salmo subraya nuevamente que Yavé bendice a este 
fiel que tiene ante sus ojos su santo temor: «Esta es la 
bendición del hombre que teme al Señor».
Puesto que por dos veces hemos visto anunciado el 
temor de Yavé como fuente de bendición, vamos a adentrarnos 
en este punto para discernir y entender de qué temor se nos 
está hablando. Es evidente que no se trata del temor 
natural que todos podemos sentir ante un peligro que se 
cierne sobre nosotros, ante el cual lo normal es tomar 
precauciones e, incluso, si fuera necesario, alejarnos y 
hasta huir de forma que no nos pueda alcanzar o caer sobre 
nosotros.
No es de este temor del que nos habla el salmista, al 
contrario, es un temor que impulsa al hombre a seguir el 
rastro, el camino de Dios. Se trata de un temor que no 
supone un peligro, sino que es la puerta a través de la 
cual nuestros pasos encuentran la fuente de la vida y de la 
salvación. Es el temor que nos abre a la esperanza en Aquel 
que da sentido y plenitud a todos los anhelos de 
supervivencia que alberga el corazón del hombre. A este 
respecto, nos viene bien recordar la instrucción 
catequética que nos ofrece el libro del Eclesiástico: «El 
espíritu de los que temen al Señor vivirá, porque su 
esperanza está puesta en aquel que los salva. Quien teme al 
Señor de nada tiene miedo y no se intimida porque él es su 
esperanza» (Si 34,13-14).
A estas alturas, ya podemos decir que se puede dar un 
temor servil del hombre hacia Dios, porque le considera un 
ser cuyo poder es una amenaza que pende sobre su cabeza a 
causa de sus pecados. Este tipo de temor hace que se 
multipliquen los sacrificios a fin de aplacar su cólera.
Pero estamos hablando del otro temor, el que nos viene 
anunciado en el salmo y que lleva consigo la bendición. Es 265

el del hombre que, porque ha llegado a conocer a Dios, sabe 
que Él es amor, y quiere ser reconocido por sus criaturas 
sólo por amor. 
Este hombre, al mismo tiempo que conoce a Dios, sabe 
que es totalmente Otro, y sabe también que no está en sus 
manos el poder relacionarse con Él; que si no se le 
manifiesta, se convierte en un Desconocido; pero confía en 
Él, en su amor, por lo cual le busca sin descanso, pues le 
engrandecerá con sus bienes y bendiciones. Su actitud lleva 
consigo un temor que, al mismo tiempo que reconoce la 
grandeza de Dios, provoca su cercanía y señala el pórtico 
que precede a la adoración.
Los dos temores vienen perfectamente expresados en la 
oración de alabanza que Judit, juntamente con su pueblo, 
dirigió a Yavé cuando Él sostuvo su brazo para acabar con 
la vida de Holofernes cuyas tropas asediaban la ciudad.
En su acción de gracias, Judit señala que ningún 
sacrificio –a los que hemos identificado con el temor 
servil– puede llegar hasta la presencia de Yavé. El amor 
que ha desplegado para con su pueblo no concuerda en 
absoluto con un culto temeroso y apocado: «Porque es muy 
poca cosa todo sacrificio de calmante aroma, y apenas es 
nada la grasa para serte ofrecida en holocausto» (Jdt 
16,16a).
Sin embargo, a continuación se alaba el santo temor a 
Yavé; este sí llega hasta Él y provoca el engrandecimiento 
de los hombres que tienen enraizado su temor liberador. 
Pasamos, pues, del servilismo empequeñecedor al temor 
ensalzado por Judit, como melodía armoniosa del canto de 
bendición al Dios que les ha salvado y liberado: «Mas quien 
teme al Señor será grande para siempre» (Jdt 16b).
Jesucristo es aquel en quien se destruye completamente 
el temor enfermizo que el hombre puede tener respecto a 
Dios. En Él brilla en todo su esplendor el amor de Dios 
hacia el hombre.
El Señor Jesús con su muerte cambió nuestra condición: 
en y por él pasamos de siervos a hijos de Dios. Su victoria 
sobre la muerte –dejándose sepultar por ella– nos ha 
concedido, como dice el apóstol Pablo, pasar de ser 
esclavos temerosos a hijos libres: «La prueba de que sois 
hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el 
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya 
no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por 
voluntad de Dios» (Gál 4,6-7).266


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