viernes, 27 de diciembre de 2024

Salmo 148: Alabanza de la Creación (Intimidad y alabanza)

 

1 ¡Aleluya!

Alabad al Señor en el cielo,

alabad al Señor en las alturas.

2 iAlabad al Señor, todos los ángeles,

alabadlo, todos sus ejércitos!

J ¡Alabad al Señor, sol y luna,

alabadlo, astros lucientes!

4 ¡Alabad al Señor, cielos de los cielos,

y aguas que estáis encima de los cielos!

5 Alaben el nombre del Señor,

pues él lo mandó, y fueron creados.

6 Los fijó eternamente, para siempre,

les dió una ley que nunca pasará.

7 Alabad al Señor en la tierra,

monstruos marinos y abismos todos,

8 rayos, granizo, nieve y niebla,

y el huracán que cumple su palabra.

9 Montes y todas las colinas,

árboles frutales y todos los cedros,

10 fieras y animales domésticos,

reptiles y pájaros que vuelan.

11 Reyes de la tierra y todos los pueblos,

príncipes y jueces del mundo,

12 los jóvenes y también las doncellas,

tanto los viejos, como los niños.

1J iAlaben el nombre del Señor:

el único nombre sublime!

iSu majestad está más allá de cielo y tierra,

14 y él aumenta el vigor de su pueblo!

Alabanza de todos sus fieles,

de los hijos de Israel,

su pueblo íntimo.

¡Aleluya!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 148
Intimidad y alabanza

Israel glorifica a Yavé ensalzando su obra creadora y 
reconociendo, con un solo corazón exultante de júbilo, que 
su amor por la obra de sus manos es un testimonio elocuente 
de su grandeza. La alabanza del pueblo es un clamor 
ensordecedor en el que se unifican ordenadamente los 
sentimientos de júbilo, admiración y adoración ante la 
bondad y majestad de Yavé: «¡Aleluya! Alabad al Señor en el
cielo, alabad al Señor en las alturas. ¡Alabad al Señor, 
todos los ángeles, alabadlo, todos sus ejércitos! ¡Alabad
al Señor, sol y luna, alabadlo astros lucientes! ¡Alabad al
Señor, cielos de los cielos, y aguas que estáis encima de 
los cielos!».
Podríamos decir que himnos que proclaman y cantan el 
poder creador de Dios los encontramos en todos los pueblos 
y culturas de la tierra. Es cierto, no hay nación que no 
haya cantado a sus dioses por sus maravillosas obras. Sin 
embargo, la alabanza, la glorificación de Israel, conlleva 
signos distintivos que no contienen los innumerables himnos 
que los demás pueblos han compuesto para sus dioses. 
Israel, como con frecuencia nos señalan sus profetas, es un 
pueblo diferente a los otros. Es un pueblo en el que Dios 
se ha fijado para llevar a cabo la salvación de toda la 
humanidad.
Esta elección no es algo simplemente mecánico como si 
el pueblo fuera una mera pieza anónima del gran engranaje 
de la salvación. Israel tiene un nombre ante Yavé. Lo 
sorprendente, lo que sobrecoge a este pueblo es que el Dios 
creador, santo y majestuoso, haya intimado con él. Es esta 
intimidad, inconcebible e impensable, la que cierra como 
broche de oro este himno glorificador de inmensa belleza: 
«¡Alaben el nombre del Señor: el único nombre sublime! ¡Su 
majestad está más allá de cielo y tierra, y él aumenta el 
vigor de su pueblo! Alabanza de todos sus fieles, de los 
hijos de Israel, su pueblo íntimo».
Dirigimos nuestros ojos a los profetas, y vemos cómo 
Yavé pone en sus bocas palabras de esperanza en esa etapa 
dramática de su pueblo que es el destierro. Ante la 
tentación de desánimo, incluso escepticismo, los profetas
recuerdan a los israelitas que son simiente de Abrahán, y 
puntualizan con énfasis que Dios intimó con él hasta el 
punto de llamarle «mi amigo»: «Tú, Israel, siervo mío, 
Jacob, a quien elegí, simiente de mi amigo Abrahán... no 
temas, que contigo estoy yo; no receles, que yo soy tu 
Dios...» (Is 41,8-10). La exhortación del profeta es 
meridiana: si Yavé intimó con Abrahán y, a partir de él, 
con todos los patriarcas, intima también con todo el 
pueblo.305

En esta línea, podemos fijarnos en Moisés, 
descendiente de Abrahán; recordemos que los hijos de Jacob, 
con José a la cabeza, se establecieron en Egipto. En este 
país es donde encontramos a Moisés. Yavé le confía la 
misión de liberar al pueblo elegido de la opresión que 
padece. A lo largo de su misión vemos cómo Dios va tejiendo 
lazos de amistad con Moisés, hasta llegar a una intimidad 
inimaginable: «Yavé hablaba con Moisés cara a cara, como 
habla un hombre con su amigo» (Éx 33,11). Cara a cara con 
Dios, es decir, sin secretos, sin nada que ocultar. La 
relación de Yavé con Moisés está marcada por la intimidad y 
la transparencia.
Si, como nos dice el apóstol Pablo, la historia que 
Dios ha hecho con Israel no es sino figura y primicia de la 
nueva realidad acontecida a partir de Jesucristo (1Cor
10,11), ¿qué intimidad, qué transparencia, qué cara a cara 
con Dios ha abierto para nosotros el Señor Jesús?
Para responder a estos interrogantes hay que comenzar 
diciendo que Jesucristo vive permanentemente cara a cara 
con el Padre. Lo hace porque está pendiente de su Palabra 
en todo momento (Jn 12,49-50), y la considera como el único 
motor de su voluntad. Es así como la voluntad del Padre y 
la suya son una sola. «Yo no puedo hacer nada por mi 
cuenta; juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, 
porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me ha 
enviado» (Jn 5,30).
Jesucristo está, pues, cara a cara permanentemente con 
Dios, su Padre. Cara a cara, que es intimidad y 
transparencia en su plenitud. Lo grandioso es que 
Jesucristo traspasa el secreto y el sello de su intimidad 
con su Padre a sus discípulos.
No lo traspasa solamente a los que en el momento 
histórico estaban con él, sino también a los que surgirán a 
lo largo de la historia. Les dice a ellos y a nosotros que 
ya no somos siervos sino amigos, íntimos. Esto es posible 
porque las palabras que Él oyó de su Padre –el Evangelio–, 
las mismas que le fortalecieron y le prepararon para vivir 
cara a cara con Él, se las ha dado a ellos así como a todos 
nosotros: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe 
lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque 
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 
15,15).
Este don es uno de los signos distintivos que marcan 
la alabanza. Si Jesús dice que la adoración a Dios se ha de 
hacer en espíritu y en verdad (Jn 4,24), también la 
alabanza ha de realizarse bajo estos sellos. En espíritu y 
en verdad quiere decir como fruto de un corazón desbordante 
de gratitud. Esta alabanza nace de una intimidad 
asombrosamente concedida.306

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