martes, 6 de junio de 2017

Los discípulos de Jesús y la Palabra (por el padre Antonio Pavía)

Uno de los manantiales de espiritualidad más rico y profundo que nos ha legado la Iglesia primitiva es la plena certeza de que los discípulos de Jesús alcanzan a ser –recordemos a san Ignacio de Antioquía- como su misma Palabra; es decir, que así como Él es la Palabra del Padre, también sus discípulos llegan a serlo a causa del seguimiento de sus pasos.
Esta certeza inaudita e inabarcable no es fruto de ninguna revelación “mística” ni nada que se le parezca; el mismo Jesús lo ofrece como promesa abierta cuando, por ejemplo, le oímos decir que todo discípulo bien formado llega a ser como su Maestro (Lc 6,40b). Promesa a la que Pablo se refiere como ya cumplida en él cuando manifiesta su deseo como anunciador del Evangelio, de que Jesucristo llegue a ser formado en aquellos que acogen su predicación: “Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” ( 4,19).
Pablo tiene una diáfana claridad acerca de lo que es un discípulo del Señor: alguien que deja que Él se forme en sus entrañas progresivamente al ritmo de su acogida del Evangelio. El apóstol puede hablar así porque, aunque sabe que tiene que seguir creciendo en la fe, es consciente de que Jesús ya vive en él. “… Y no vivo yo, sino que es Jesucristo quien vive en mí” ( 2,20b).
Insisto en que llegar a ser transformado en la Palabra de forma análoga a la que Jesús es la Palabra del Padre, es uno de los pilares gloriosos de la espiritualidad de los primeros cristianos. Podemos, por ejemplo, fijar nuestra atención en este texto de san Cirilo de Alejandría entresacado de su comentario catequético a la segunda carta de san Pablo a los Corintios: “Porque, desde el momento en que ha amanecido para nosotros la luz del Unigénito, somos transformados en la misma Palabra que da vida a todas las cosas”.
Llegar a ser, como hemos visto, Palabra del Padre de forma análoga a Jesús es algo simplemente sublime, y seríamos necios si redujésemos esta impactante realidad  a una especie de titular cuya única finalidad sería aflorar el sentimentalismo. No hablamos de sentimientos, sino de algo esencial al discipulado que supone la plenitud de nuestra adhesión a Jesús como Señor y como enviado del Padre. Cuando reducimos textos del Evangelio a un merotitular corremos el peligro de reducirlo a un simple florero, un adorno que impide fijar nuestro corazón en lo que realmente importa: llegar a ser, como nuestro Maestro, Palabra del Padre. 
Combatimos este peligro que es real, a la luz de algunos pasajes de la Escritura. Empezamos por el salmo 24. El salmista lanza desde lo más profundo de su corazón una pregunta sobrecogedora: ¿Quién puede estar, vivir con Dios, creador del universo? A lo largo del salmo vamos encontrando la respuesta. Podrán llegarse hasta Dios aquellos cuyas manos sean inocentes, que tengan el corazón puro, que no albergan vanidades en su alma, que huyen del engaño, la mentira, etc.
 
La Bendición por antonomasia
Es evidente que con estas premisas nunca alcanzaremos a vivir con Dios. Claro que este salmo es una profecía acerca del Mesías, de quien se nos dice que “alcanzará la bendición de Yahveh, la justicia del Dios de su salvación”. La buena noticia es que esta bendición alcanza a Jesucristo sobre todo en función de sus discípulos de todos los tiempos; de ahí que oigamos a continuación: “ésta es la raza de los que le buscan, de los que van tras tu rostro, oh Dios”.
Nos centramos en el cumplimiento de esta profecía en nosotros, los que pretendemos ser discípulos de Jesúsporque, como ya he dicho, a nosotros va dirigida esta bendición. Estamos hablando de la Bendición de todas las bendiciones, la que el Espíritu Santo derramó en primer lugar sobre la Madre de la Iglesia: María de Nazaret, por medio de su prima Isabel: “…Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.
Esta Bendición de todas las bendiciones fue proclamada sobre María porque llevaba en su seno: ¡al Bendito del Padre, su propia Palabra hecha carne! Bendición que, como hemos dicho, alcanza a los discípulos de Jesús porque su seno –como el de María- también es Bendito. “Jesús, puesto en pie, gritó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De  su seno correrán ríos de agua viva” (Jn7,37-38).
Hemos leído bien. Del seno de los que creen en Jesús y su Evangelio -¡que nadie los separe!- correrán las aguas vivas de la Palabra que da la vida al mundo, (Ez 47,1…). Los discípulos de Jesús sacan de su riquísimo seno las aguas de la salvación, y gozosamente las ofrecen a sus hermanos. “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación” (Is 12,3).
Han sido transformados, -como nos dijo san Cirilo de Alejandría- y de la abundancia de sus entrañas fluyen -seguimos a san Agustín- los ríos de la predicación evangélica que dan la vida eterna. “…El que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna” (Jn 5,24). Los discípulos de Jesús, porque han llegado a ser Palabra del Padre, predican su Evangelio por  todo el mundo. Recordemos algunos de ellos: Francisco Javier, en Asia; Daniel Comboni, en África; y con ellos, tantísimos más que, de generación en generación, entregaron su vida, y con ella la vida eterna a sus hermanos.
Herederos de la gran Bendición, millones de hombres y mujeres, movidos por distintos carismas, alcanzaron y llenaron de vida a toda la humanidad. A causa de su seno, lleno de Dios y de su Palabra, pudieron ser ángeles para sus hermanos heridos a la orilla del camino (Lc 10,33-35). Imposible nombrar ni siquiera a una mínima parte de ellos; aun así nos arriesgamos a citar a Francisco de Asís, Teresa de Calcuta, Vicente de Paúl, Inés…

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