XXVII.-Amaron
su vida
De las más variadas formas, los Padres de la Iglesia nos dicen que el seguimiento a Jesucristo y su identificación con Él van al unísono. Respecto al seguimiento es necesario decir que está a años luz del servilismo, que no deja de ser un sometimiento. Digamos que el seguimiento, al contrario del servilismo, engendra una identificación que respira comunión de vida y de misión con el Hijo de Dios.
Partiendo,
pues, de esta identidad/comunión de vida con el Señor Jesús, pasamos a ver, con
los ojos de la fe y del amor, lo que significa compartir la misma misión del
Buen Pastor. Se comparte la misma misión por el hecho de que se comparte la
vida entregada por el mundo. Hablamos de entrega o, mejor dicho, de la
capacidad para entregarse, de ser entregado por el Padre al mundo para que sea
salvado prolongando la misión del Hijo (Jn 3,16-17). El Señor Jesús da a sus
pastores la capacidad de darse al mundo como Él se dio.
Así es. Los
discípulos/pastores según el corazón de Dios hacen una experiencia en
consonancia y de la mano de Jesucristo. Son entregados como Él al mundo no
pasivamente, sino desde la libertad de su aceptación. Aun haciendo hincapié en
su libertad, no podríamos hablar de identificación, de comunión con su Buen
Pastor, si no compartieran también su certeza de que entregan su vida y la
recuperan con el sello de la inmortalidad.
Para no
quedarnos en simples supuestos que podrían derivar peligrosamente hacia
ensoñaciones fantasiosas, comunes a todas las religiones inventadas por los
hombres, abrimos el Evangelio de nuestro Señor, sus palabras de vida, con el
fin de apoyar lo que estamos diciendo. Nos sustentamos, pues, en el Evangelio,
que, como nos dice el apóstol Pablo, irradia vida e inmortalidad (2Tm 1,10).
Desde esta fe
que llamamos adulta, nos acercamos al testimonio que nos brinda el mismo Hijo
de Dios, testimonio que expresa su total y absoluta confianza y certeza de que
se deja entregar, ofrece su vida, no de forma inconsciente e irresponsable,
sino como vencedor, pues sabe que la recobra. Para que no quede la menor duda
sobre esta su libertad, Jesús puntualiza que nadie le quita la vida, sino que
es Él quien la entrega voluntariamente: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi
vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente.
Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17-18).
He ahí un
rasgo, por cierto no accidental sino absolutamente esencial, que identifica a
aquellos a quienes Jesús llama para ser sus discípulos y que cobra especial
relevancia en sus pastores. Lo serán según su corazón si este rasgo brilla en
todo su esplendor a lo largo de su misión. Es evidente -continuamos con la cita
bíblica de Juan- que la relación de estos pastores con el Padre es muy parecida
a la de Jesús. Al igual que Él, saben que su Padre les ama por el hecho de
entregar su vida. No estamos hablando de heroísmos ni oblaciones ciegas, sino
de certezas, las mismas que las de su Señor, y que se resumen en hacer suyo
confiadamente su confesión y testimonio: Nadie nos quita la vida, la damos
voluntariamente, tenemos poder para darla y poder también para recuperarla… Por
eso nos ama nuestro Padre, por esa nuestra identidad con su Hijo. Ha sido de Él
de quien hemos recibido este poder.
Tengo la
impresión de que, a estas alturas, más de uno está moviendo nerviosamente su
cabeza al leer que se puede participar del poder del Hijo de Dios hasta este
punto. Bueno, en primer lugar he de decir que el Evangelio de Jesús es la
Gracia de todas las gracias para los que creen en él, es decir, para los que lo
acogen sin reservas. Pablo dirá a los cristianos de Colosas que cuando les fue
predicado el Evangelio oyeron y conocieron la gracia de Dios: “…instruidos por
la Palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros, y fructifica y
crece entre vosotros lo mismo que en todo el mundo, desde el día en que oísteis
y conocisteis la gracia de Dios en la verdad…” (Col 1,5b-6).
Al servicio de su rebaño
Si la
Palabra, el Evangelio de Jesús, es don, es gracia, no nos debería extrañar en
absoluto que Dios hiciese a los que lo reciben sin reservas en sus entrañas,
partícipes del poder de su Hijo. Sin embargo y para los reticentes, fijémonos,
no sin asombro y estupor, que en el Prólogo del evangelio de Juan se nos hace
saber que a todos aquellos que recibieron, acogieron en su corazón, la Palabra,
Dios les dio poder para hacerse
hijos de Dios. Se nos habla de un nuevo nacimiento, y además, cualitativamente
superior al originado por la carne y la sangre: “…Pero a todos los que la
recibieron –la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen
en su nombre; éstos no nacieron de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo
de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1,12-13).
Hablamos del
poder creador de Dios por el cual le es dado al hombre la capacidad de dar el
salto a la trascendencia e inmortalidad, la vida eterna que tantas veces oímos
en labios de Jesús. De este poder emana
la potestad de los pastores según el corazón de su Buen Pastor para dar
la vida, sabiendo, al igual que Él, que el Príncipe de este mundo no tiene
poder alguno sobre ellos, sobre la vida que entregan. Más aún, son conscientes
de que, al entregarla así, con una libertad tan meridiana, manifiestan ante el
mundo entero que aman y confían en su Padre como amó y confió su Maestro y
Señor. “… Llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha
de saber el mundo que amo al Padre y que obro según Él me ha mandado” (Jn
14,30b-31).
Son, pues,
pastores al servicio de su rebaño, del mundo entero. Lo son incondicionalmente,
y no por heroísmo o porque tengan un plus de generosidad que los hace destacar
sobre los demás. Por supuesto que tampoco realizan su misión con el estigma del
victimismo. ¡Dios nos libre de estos “pastores”! Entregan su vida por el mundo
porque se han dejado crear/hacer por Dios. En su libertad, le dijeron: ¡Aquí
estamos para ser entregados y recuperados por Ti!
Sólo desde
estos parámetros de total y absoluta libertad y confianza, podemos ver, en toda
su profundidad, la real dimensión de esta entrega. No existe en absoluto ningún
desprecio a la propia vida, como quizá alguien podría suponer leyendo lo que
Pablo dice en su catequesis de despedida a los presbíteros de Éfeso. Al final
de su exhortación y como broche de oro, les testifica que tiene el mañana
puesto en manos de Dios; sabe que su ministerio pastoral según el corazón de su
Señor, lleva implícitos sufrimientos y cadenas. Dicho esto, confiesa
triunfalmente: “…Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que
termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de
dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,24).
No hay la
menor duda de que este no considerar su vida digna de estima provoca sorpresa
en unos y escándalo en otros. Quizás los que se escandalizan sean los menos
indicados para dar lecciones a nadie, pues es posible que su propia vida no sea
ya más que un desecho de lo que la palabra vida significa; más aún, quizá no
llega a ser más que el grito estruendoso de una muerte anunciada. Se llega a
esta ínfima calidad de vida cuando ya no se espera más allá de lo que el
cuerpo, la mente, las emociones y sensaciones puedan dar de sí.
Dios es de fiar
No considero
mi vida digna de estima, dice Pablo. Pero sí considero -repetimos la expresión-
digna de estima la Vida alcanzada para mí por el Hijo de Dios. Se entregó al
Padre y, gracias a esa entrega, hemos sido vivificados: “…la prueba de que Dios
nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros…
Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su
vida!” (Rm 5,8-10).
Pablo,
pastor, sigue las huellas de su Buen Pastor y en Él se apoya. Se entregó a la
muerte por mí –dirá- y ¡está vivo! Yo también, y he recibido de Él el don, la
capacidad de entregarme al Evangelio: ¡Patrimonio de los pecadores! Por eso moverá
cielo y tierra por predicar el Evangelio en toda ocasión. Recordemos a este
respecto su exhortación a su colaborador Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste
a tiempo y a destiempo…”(2Tm 4,2) para que todos puedan hacer suya su experiencia
de fe: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). La comunión de Pablo con
Jesucristo en su misión es su fuerza; por ello proclama que todo lo puede en
Jesús que le conforta (Flp 4,13). Nos parece ver en el apóstol la figura del salmista
que, de la mano de Dios, su Buen Pastor, confesó: “Él conforta mi alma” (Sl
23,3).
Pablo no está
delirando, así como tampoco ninguno de los apóstoles llamados personalmente por
Jesús, que también despreciaron su vida al considerar que su pastoreo era
infinitamente superior a sus proyectos existenciales. Sin duda que también
ellos al igual que todos los tuvieron; su sorpresa es que Jesús sobrepasó
–repito- infinitamente sus expectativas al confiarles su pastoreo. En Él
creyeron y pusieron todo su corazón, mente y alma. Entregaron su vida por Jesús
y su Evangelio sabiendo que la recuperaban tal y como Él les había dicho:
“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y
por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).
Repito,
creyeron en palabras de Jesús como ésta, y ahí reside su secreto. Al igual que
la confesión que David le hizo a Dios: “tus palabras son de fiar” (2S 7,28),
también consideraron fiables las de su Hijo. Supieron muy bien que eran
palabras no tanto para ser escritas en unos recordatorios o enmarcadas en
documentos institucionales, cuanto para ser grabadas en la médula del alma. Así
lo creyeron y salieron a buscar al hombre que no sabe vivir. Lo encontraron y
le dijeron: hemos recibido el poder de entregar la vida y recobrarla, y por eso
estamos aquí, ofreciéndoos el Evangelio de la gracia y de la vida; os lo
ofrecemos porque queremos que también vosotros seáis reengendrados en y por
Jesucristo (2Co 5,17).
Así fueron y
evangelizaron los primeros pastores. Así son y evangelizan los pastores según
el corazón de Dios de todos los tiempos. No tienen encadenado, esterilizado, el
Evangelio de la vida y de la gracia bajo el peso de innumerables simposios,
cursos, reuniones que, a veces, son tan banales que sólo sirven para darse
culto a sí mismos tanto los que los dan como los que los reciben.
Estos pastores saben lo que son, y que lo son por
Aquel que les llamó. Puesto que han llegado a ser pastores por Él, su Buen
Pastor, son conscientes de hasta dónde descendió su Señor para llamarlos. Por
eso todos pueden hacer suya la confesión de Pablo: “No soy digno de ser llamado
apóstol" (1Co 15,9). Con esta su riqueza y pobreza a cuestas, ¡bendita y
liberadora pobreza!, ponen su vida al servicio de la Vida; son como antorchas luminosas
en manos de Dios (Flp 2,15). Recorren el mundo entero con el más noble y alto
de los fines: hacer que el hombre, a la luz de sus antorchas, encuentre su
alma… y se deje hacer por el Señor Jesús (Jn 1,12).
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