jueves, 22 de junio de 2017

Texto catequético Salmo 23.- "Tu vara y tu cayado me sosiegan”.- (porel padre Antonio Pavía)

No creo equivocarme si digo que el salmo 23, el que conocemos como el del “Buen Pastor”, es el más popular no sólo para nosotros los cristianos, sino también para innumerables personas de otras o ninguna creencia; de hecho nos encontramos con él en multitud de libros, películas, poesías, etc. 
Su riqueza es inagotable, como es propio de todo texto de la Palabra de Dios. Me voy a centrar en dos manantiales catequéticos con el deseo de que nuestra alma sea pausadamente regada por ellos; riego siempre eficaz para todo aquel que tiene hambre y sed de Dios. En el texto publicado ayer, nos fijábamos en el grito de gozo con que da comienzo el salmo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. En el presente texto de hoy, pasamos del grito al susurro confiado que emerge del alma del salmista dirigido hacia Dios: “Tu vara y tu cayado me sosiegan”.

El cayado y la cruz
El salmista manifiesta su plena confianza en Dios porque "su vara y su cayado le sosiegan". En la vertiente catequética publicada ayer, insistimos en esa faceta de los discípulos de Jesús de dejarse cuidar por Él. En la que publicamos hoy, nos apetece verle cumpliendo su misión apoyado en su Padre que le envía al mundo para salvarlo. El cayado que sirve de apoyo a los pastores, nos habla de Jesús apoyándose una y otra vez, y hasta su ignominiosa muerte, en su Padre. 
Veamos esto catequéticamente adelantando así esta bellísima noticia: El cayado que sostiene y fortalece nuestra relación con Jesús es imagen y figura del suyo con el que se apoyó en el Padre. Jesús, como fue profetizado,es sostenido por su Padre: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma…” (Is42,1). Hemos leído bien. Su Padre que le sostiene es su cayado, de ahí la continua referencia que hace Jesús al Padre, llegando incluso a afirmar que el Evangelio que sale de sus labios salió antes de los labios de su Padre. “…Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar… Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Su Padre le habla, se le manifiesta y testifica ante el pueblo reunido en el Jordán, que es su Hijo amado en quien se complace, testimonio que ratifica en el Tabor (Mt 17,5). Efectivamente, Jesús puede decir: Yahveh es mi Padre y mi Pastor, también mi Cayado, la Fuerza que me sostiene. Nos invade el asombro al ver que lo que Jesús llama su Cayado bendito, Israel, el pueblo elegido, lo convierte en maldición. Recordemos que, a lo largo de su misión, fue considerado ignorante, endemoniado, embaucador; por último y como razón para poderle condenar, blasfemo (Mt 26,65-66). 
Ahí está la mentira y su Príncipe convirtiéndose como única “verdad” del pueblo elegido. Recordemos que todo el pueblo, a coro con los sumos sacerdotes y escribas, blasfemaron contra el Hijo de Dios y el Cayado que según Él le sostenía: “…Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: Soy Hijo de Dios” (Mt 27,43). El Príncipe de la mentira se adueñó del corazón de Israel, quien convirtió el Cayado del Hijo de Dios en la cruz en la que fue crucificado. Hicieron de Él, como dice Pablo, un maldito. “Maldito el que está colgado de un madero” –de una cruz-. ( 3,13).
Los discípulos de Jesús tenemos su mismo Cayado que nos sostiene; y el mundo, cuyo corazón está sometido al Príncipe de la mentira, al igual que a Él también nos llama malditos. Nuestro Cayado nos convierte en el blanco del odio de Satanás. Somos malditos para el mundo, sí, pero… ¡Benditos para Dios! ¡Nunca un Padre estuvo tan orgulloso de sus hijos como Dios Padre de nosotros en cuanto discípulos de Jesús y de su Evangelio!
 

 

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