jueves, 19 de septiembre de 2024

Salmo 10(9).- Dios humilla a los impíos y salva a los humildes

Texto Bíblico:

¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en tiempos de angustia?
La soberbia del malvado persigue al infeliz. ¡Queden presos en las trampas que han urdido!
El malvado se gloria de su propia voluntad y ambición, el avaro maldice y desprecia al Señor. El malvado es soberbio, nunca indaga. -"Dios no existe"- es todo lo que piensa.
Cuanto emprende prospera en todo momento, tus sentencias quedan muy lejos de su mente, y desafía a todos sus rivales. y piensa: "¡No vacilaré!, nunca caeré en la desgracia".
Su boca está llena de engaños y fraudes, su lengua encubre la maldad y la opresión. se aposta al acecho entre los juncos,  a escondidas mata al inocente.
Al acecho, bien oculto, como el león en su guarida; acecha para apresar al pobre: lo atrapa enredándolo en sus redes. Está a la espera, vigilando, se agacha y se esconde, y  el indefenso cae en sus garras. Y piensa: "¡Dios lo olvida, y cubre su rostro para no ver nada".
 ¡Levántate, Señor!, ¡Alza tu mano!, ¡No te olvides de los pobres!
¿Por qué el malvado ha de despreciar a Dios, pensando que no le pedirá cuentas?
Pero tú ves las fatigas y sufrimientos, y miras para tomarlos en tu mano; a ti se encomienda el indefenso,  tú socorres al huérfano.
¡Rómpele el brazo al injusto y al malvado, persigue su maldad sin dejar rastro.
El Señor reinará eternamente, por siempre. Los paganos desaparecerán de su tierra.
Señor, Tú escuchas los deseos de los pobres, les prestas oído y fortaleces su corazón, haciendo justicia al huérfano y al oprimido, para que el hombre, salido de la tierra,  no vuelva a sembrar el  terror.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

 El justo, el impío y Dios


En este Salmo aparece la figura del impío como alguien que desde lo más profundo de su corazón lleno de soberbia, desdeña y desprecia al justo. Este, que es llamado justo porque busca a Dios aun en una precaria situación, no deja de esperar en Él aunque, a su vez, el Dios en quien espera pueda aparecer distante e indiferente a su sufrimiento.
El impío es alguien que no busca a Dios. Toda su vida está proyectada a buscarse sólo a sí mismo, únicamente tiene corazón para sus intereses.
«Dios no existe», repite el impío dentro de sí mismo excluyendo a Dios de su proyecto de vida; y no solamente eso sino, además, como continúa el salmo, «el malvado se gloría de su propia ambición»; ambición cuya realización le ciega los ojos hasta el punto de ignorar que a su alrededor vivan hombres-hermanos más débiles que él.
El impío, al excluir a Dios de su existencia, no es que lo esté negando de forma explícita; simplemente vive su vida con la afirmación implícita de que Dios no es en absoluto importante para él, para sus proyectos, para su realización personal.
Es a estas personas que viven de una forma tan superficial a las que el Hijo de Dios dirige estas palabras: «El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama» (Mt 12,30). La relación del hombre con Dios es, según Jesucristo, una conexión con Él llena de vitalidad que puede llegar a atrofiarse por falta del incentivo de la savia.
El hombre, al hacer de la búsqueda de Dios lo más importante de su vida, está conectándose a esta savia que provoca un crecimiento continuo de su espíritu; crecimiento que le hace cada vez más apto para sumergirse en la cercanía del rostro de Dios.
El impío, que ha podido recibir los cimientos de la fe, al no dar importancia en su vida al hecho de buscar a Dios, se parece a aquel hombre del cual habló Jesucristo que, al recibir el talento, lo escondió como si fuera un depósito (Mt 25,25), por lo que no conocerá nunca el gozo de Dios.
Volvemos nuevamente al justo que, inmerso en tinieblas y tentado en su confianza, no deja de seguir buscando y gritando a Dios con la certeza profunda de que terminará escuchándole y acercándose a su dolor; y así le oímos decir: «Señor, tú escuchas los deseos de los pobres, les prestas oído y fortaleces su corazón».
Este hombre, en su madurez espiritual, se dirige a Dios con palabras entrañables; palabras que revelan no solamente confianza, sino también intimidad y cercanía hasta el punto de decirle: «les prestas oídos»; es decir, no te ha pasado desapercibido mi sufrimiento y en el momento oportuno te has acercado a mí.

Podíamos ver bajo esta perspectiva la parábola del buen samaritano, en la que Jesús nos habla de un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. Orígenes, Padre de la Iglesia primitiva, nos dice que es la figura de Adán saliendo del Paraíso; es decir, somos todos. Maltratados con las heridas que supone el vivir de espaldas a Dios, no hay nada ni nadie que pueda curarnos. Por eso, el sacerdote y el levita dieron un rodeo. Ni la Ley ni las normas morales pueden levantarnos de nuestra postración.
Y Dios «presta oídos». Él es, en su propio Hijo, el samaritano que se acercó directamente al hombre herido sin dar ningún rodeo. El herido experimenta la cercanía del Emmanuel. El Emmanuel siente la cercanía del hombre y alarga su misericordia hasta lo más profundo de sus heridas curándolas con aceite y vino que, en la Escritura, simbolizan la palabra y los sacramentos (Lc 10,30-34).

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