martes, 24 de septiembre de 2024

SALMO 90(89).-Fragilidad del hombre

Salmo 90 (89)

1 Súplica. De Moisés, hombre de Dios.

Señor, tú has sido nuestro refugio

de generación en generación.

2 Antes que nacieran los montes

y la tierra y el mundo fueran engendrados,

desde siempre y por siempre, tú eres Dios.

3 Tú reduces el hombre a polvo,

diciendo: «¡Volved, hijos de Adán!».

4 Mil años son a tus ojos

como el ayer, que pasó,

una vigilia en la noche.

5 Tú los siembras año por año,

como hierba que se renueva:

6 por la mañana germina y brota,

por la tarde la cortan y se seca.

7 Sí, tu ira nos ha consumido,

y tu cólera nos ha transformado.

s Pusiste nuestras faltas ante ti,

nuestros secretos, ante la luz de tu rostro.

9 Nuestros días pasaron bajo tu cólera,

y como un suspiro se acabaron nuestros años.

10 Setenta años es el tiempo de nuestra vida,

ochenta, cuando es robusta.

y su mayor parte es fatiga inútil,

pues pasan aprisa y nosotros volamos.

11 ¿Quién conoce la fuerza de tu ira,

y quién ha sentido el peso de tu cólera?

12 iEnséñanos a calcular nuestros años,

para que tengamos un corazón sensato!

13 Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?

¡Ten compasión de tus siervos!

14 Sácianos por la mañana con tu amor,

y nuestra vida será júbilo y alegría.

15 Alégranos, por los días en que nos castigaste,

por los años en que sufrimos desgracias.

16 Que tus siervos vean tu obra,

y sus hijos tu esplendor.

17 Venga sobre nosotros la bondad del Señor,

y confirme la obra de nuestras manos.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Las espaldas de Dios

 

 

Este salmo nos ofrece la oración de un sabio de Israel, fruto de su reflexión ante la perennidad y eternidad de Yavé: «Antes que nacieran los montes y la tierra y el mundo fueran engendrados, desde siempre y por siempre, tú eres Dios... Mil años son a tus ojos como el ayer, que pasó, una vigilia en la noche». Al mismo tiempo que proclama la grandeza de Dios porque sus días no tienen fin, señala la caducidad y precariedad del ser humano: «Tú los siembras año por año, como hierba que se renueva: por la mañana germina y brota, por la tarde la cortan y se seca... Setenta años es el tiempo de nuestra vida, ochenta, cuando es robusta. Y su mayor parte es fatiga inútil, pues pasan aprisa y nosotros volamos».

Este sabio, inspirado por el Espíritu Santo, relaciona la vida limitada del hombre con el hecho de que el pecado habita en él. Pecado que está a modo de acusación ante los ojos de Dios y cuyo veneno podría indicar por qué el hombre tiene cerrado el acceso a la inmortalidad: «Pusiste nuestras faltas ante ti, nuestros secretos a la luz de tu rostro. Nuestros días pasaron bajo tu cólera, y como un suspiro se acabaron nuestros años».

La reflexión que, al menos en buena parte de su contenido, nos parece cargada de pesimismo, nos lleva a la oración que pronunció el rey Ezequías cuando fue librado por Yavé de una enfermedad incurable. Isaías le anuncia que Yavé le va a conceder unos años más de vida. Es entonces cuando el rey eleva un cántico de gratitud a Dios por su intervención. En su alabanza, anuncia proféticamente que Dios tomará sobre sí mismo el pecado del hombre destruyendo así el sello de la muerte que tiene grabado.

Aparece ya, en el Antiguo Testamento, vislumbrada la esperanza en la inmortalidad del hombre, iluminando así las sombras de pesimismo que habíamos percibido en el salmista. Vemos cómo el canto de acción de gracias de Ezequías afirma que los justos están habitados por Dios, y que su Espíritu está en ellos lleno de vida: «El Señor está con ellos, viven y todo lo que hay en ellos es vida de su Espíritu» (Is 38,16). Recordemos que, en la Escritura , los justos no son los intachables sino los que buscan a Dios. La esperanza del rey, se fundamenta en el hecho de que Dios mismo ha cargado a sus espaldas el pecado del hombre con su poder destructor: «Entonces mi amargura se cambiará en bienestar, pues tú preservaste mi alma de la fosa de la nada, porque te echaste a la espalda todos mis pecados» (Is 38,17).

Volvemos a nuestro salmista y observamos que su inicial tono pesimista se abre a una súplica esperanzadora: «Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? ¡Ten compasión de tus siervos!». ¡Vuélvete! Le grita a Dios. ¡Apiádate de nosotros! ¡No nos dejes abatidos en nuestras sombras de muerte...! Y Dios se volvió hacia el hombre. Se acercó a nuestra indigencia y precariedad en forma de cordero para cargar con el pecado del mundo (Jn 1,29).

En  la Escritura, el verbo quitar significa tomar sobre sí. Es ahí donde vemos el amor y la delicadeza de Dios para con el hombre. Toma nuestro pecado sobre sí mismo, no como un gesto grandilocuente sino porque sólo Él, y haciéndolo suyo, podía destruirlo.

La revelación que había tenido Ezequías de que Dios tomaría los pecados de toda la humanidad sobre sus espaldas, la vemos cumplida en el Señor Jesús. Él, cargando sobre sí mismo la cruz, grabó todos los pecados de la historia sobre sus espaldas. Con ellos descendió hasta el sepulcro donde perdieron todo su poder; la podredumbre propia de la muerte los deshizo. Una vez consumada la derrota del mal, resucitó glorioso y vencedor.

En el Señor Jesús, destructor del pecado, del mal y de la muerte, podemos permanecer en pie ante Dios sin avergonzarnos (Lc 21,36). Estar en pie ante Dios, en el Evangelio, indica que el hombre ha sido revestido de la victoria y gloria del Señor Jesús, el cordero inocente y liberador.

El Evangelio nos presenta una imagen plástica del Hijo de Dios cargando sobre sus espaldas al hombre tal y como es: con sus desviaciones y lejanías de Dios. Errante igual que Caín cuando consumó el odio contra su hermano, Dios en su propio Hijo sale en su busca hasta que lo encuentra. Cuando le alcanza y está cara a cara con él, en vez de recriminarle, lo toma sobre sus espaldas y lo conduce hasta el Padre. Nos referimos a las palabras del Señor Jesús que expresan la alegría sentida por Él, buen Pastor, cuando consigue dar con la oveja: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros...» (Lc 15,4-5).

Que Dios nos conceda sabiduría para comprender que tenemos que ser encontrados por Él; para entender que todas sus entrañas de amor y misericordia están contenidas en su santo Evangelio. Por y en él, Dios nos sigue y seguirá buscando hasta el último de nuestros días. 

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