domingo, 29 de septiembre de 2024

Salmo 97(96).- Yahvé triunfante

Texto Bíblico


1¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra,
se alegran las islas numerosas!
2 Tinieblas y Nubes lo rodean,
Justicia y Derecho sostienen su trono.
3 Delante de él avanza un fuego,
que devora en torno a sus enemigos.
4 Sus relámpagos deslumbran el mundo,
y, al verlos, la tierra se estremece.
sLos montes se derriten como cera
ante el Señor de toda la tierra.
6 El cielo anuncia su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria.
7 Los que adoran estatuas se avergüenzan,
todos los que se enorgullecen de los ídolos.
Porque ante él se postran todos los dioses.
8 Sión lo oye y se alegra,
y exultan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor.
9 Porque tú eres, Señor,
el Altísimo sobre toda la tierra,
más elevado que todos los dioses.
10 El Señor ama al que detesta el mal,
él protege la vida de sus fieles
y los libra de la mano de los malvados.
11 La luz se alza para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
12 ¡Alegraos, justos, con el Señor,
y celebrad su memoria santa

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Diréis a los montes...

Himno de alabanza que canta la omnipotencia de Dios. Toda 
la creación es movida a expresar con clamor jubiloso la 
soberanía de Yavé: «¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra, se 
alegran las islas numerosas! Tinieblas y Nubes lo rodean, 
Justicia y Derecho sostienen su trono».
La alegría a la que son invitados todos los habitantes 
de la tierra respira un trasfondo catequético muy profundo. 
Apunta al júbilo incontenible del hombre que experimenta la 
fuerza de Dios que actúa como salvación ante los más 
destructores y sanguinarios opresores de los hombres: los 
ídolos. «Los montes se derriten como cera ante el Señor de
toda la tierra. El cielo anuncia su justicia, y todos los 
pueblos contemplan su gloria».
Detengámonos ante esta aclamación: «Los montes se 
derriten como cera ante el Señor de toda la tierra». Los 
montes en la Escritura significan los ídolos. Todos los 
pueblos levantan sus altares y celebran sus cultos en lo
alto de los montes. También Israel, imitando los cultos de 
los pueblos vecinos, levantará sobre los montes sus altares 
a divinidades paganas. Este culto idólatra fue uno de los 
caballos de batalla de los profetas en sus denuncias al 
pueblo elegido. En el trasfondo de estos cultos paganos 
subyace una terrible constatación: el culto a los ídolos 
genera más confianza y seguridad que el culto a Yavé.
Escuchemos a los profetas: «Alargué mis manos todo el 
día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado 
en pos de sus pensamientos; pueblo que me irrita en mi 
propia cara de continuo y sacrifican en los jardines y 
queman incienso sobre ladrillos... Que quemaron incienso en 
los montes y en las colinas me afrentaron» (Is 65,2-7).
Jeremías señala a los pastores de Israel como 
incitadores que extravían al pueblo haciendo vagar sus 
ovejas de monte en monte, de ídolo en ídolo. Proclama 
también que este servilismo a la idolatría, en definitiva a 
la mentira en la peor de sus acepciones, ha sido la causa 
de la ruina de Israel: «Ovejas perdidas era mi pueblo. Sus 
pastores las descarriaron, extraviándolas por los montes. 
De monte en collado andaban, olvidaron su aprisco. 
Cualquiera que las topaba las devoraba, y sus contrarios 
decían: no cometemos ningún delito puesto que ellos pecaron 
contra Yavé» (Jer 50,6-7).
Parecida denuncia a los pastores la encontramos en 
Ezequiel: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no 
habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba 
herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la 
perdida... Mi rebaño anda errante por todos los montes y
altos collados...» (Ez 34,4-6). 

Sin embargo, el profeta nos abre a la esperanza al 
proclamar la promesa de que Dios mismo se va a encargar de 
pastorear a su rebaño. Lo pastoreará, velará por él y lo 
reunirá de entre todos los montes por donde se ha 
dispersado: «Porque así dice el Señor Yavé: Aquí estoy yo; 
yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un 
pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de 
sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las 
recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado 
en día de nubes y brumas» (Ez 34,11-12).
Dios, al encarnarse en Jesús de Nazaret, cumple la 
profecía que acabamos de leer. El Señor Jesús ha dado su 
vida para que nosotros la tengamos en abundancia: la 
abundancia de Dios. «Yo he venido para que tengan vida y la 
tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor 
da su vida por las ovejas» (Jn 10,10-11). 
He aquí la promesa de Dios cumplida. Sin embargo, 
somos débiles de corazón, y los montes de los ídolos siguen 
estando frente a nosotros; más aún, junto a nosotros, nos 
codeamos con ellos todos los días, y no hay duda de que son 
atrayentes y nos llaman: el dinero, la fama, la mentira...
y, sobre todo, la más sutil de las idolatrías: «las 
componendas» entre los ídolos y el Dios vivo.
Ante esta realidad de tantos montes que se nos 
imponen, el discípulo del Señor Jesús no se mira a sí 
mismo, pues nada tiene para oponerse a tanta seducción. Sus 
ojos se dirigen al Señor Jesús y considera dignas de 
crédito, es decir, fiables, las palabras que salieron de su 
boca; entre ellas el hecho de que esos montes pueden ser 
desplazados, que son tan inconsistentes como la cera.
El creyente, que está en comunión con el Señor Jesús 
por considerar fiable el Evangelio –esto es la fe–, es 
revestido de la fuerza de Dios para desplazar cualquier 
idolatría que se interponga en su seguimiento hacia Dios. 
Fuerza que nos ha sido prometida y garantizada por el mismo 
Señor Jesús: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de 
mostaza, diréis a este monte: desplázate de aquí allá, y se 
desplazará, y nada os será imposible» (Mt 17,20).

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