sábado, 21 de septiembre de 2024

SALMO 84(83).-Canto de peregrinación

 

1Del maestro de coro. Según el arpa de Gat.

De los hijos de Coré. Salmo.

2 ¡Qué deseables son tus moradas,

Señor de los Ejércitos!

3 Mi alma desfallece y anhela sqlos atrios del Señor.

Mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo.

4 Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y la golondrina, un nido, donde poner a sus polluelos:

¡Tus altares, Señor de los Ejércitos,

rey mío y Dios mío.! 

5 Dichosos los que habitan en tu casa:

te alaban sin cesar.

6 Dichosos los que encuentran en ti su fuerza al preparar su peregrinación:

7 cuando atraviesan áridos valles

los convierten en oasis,

como si las lluvias tempranas

los cubrieran de bendición.

8 Caminan de fortaleza en fortaleza

hasta ver a Dios en Sión.

9 Señor, Dios de los Ejércitos, escucha mi súplica,

inclina tu oído, Dios de Jacob.

10 Fíjate, oh Dios, en nuestro escudo, mira el rostro de tu ungido.

11 Vale más un día en tus atrios

que mil en mi casa.

Prefiero el umbral de la casa de Dios,

a vivir en la tienda de los malvados.

12 Porque el Señor es sol y escudo.

Dios concede la gracia y la gloria.

El Señor no niega ningún bien

a los que caminan con rectitud.

13 iSeñor de los Ejércitos, dichoso el hombre que confía en ti!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Se rasgó el velo

Un israelita piadoso abre su alma a Dios en forma de oración íntima. Le vemos peregrinando hacia el Templo, y manifiesta que su deseo es poner su morada en Él: «¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos! Mi alma desfallece y anhela los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo... Dichosos los que habitan en tu casa: te alaban sin cesar». Es tal su anhelo por gozar de la presencia de Dios, que llega incluso a decir que cambiaría un solo día de estancia en su casa por mil en sus mansiones: «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa. Prefiero el umbral de la casa de Dios, a vivir en la tienda de los malvados».

Sabemos que para todo israelita el templo es el lugar santo que alberga la gloria de Yavé. He ahí la razón que impulsa a este hombre orante a proclamar de viva voz sus deseos más íntimos y profundos, deseos que recogen una de las cimas más elevadas de la espiritualidad del pueblo de Israel. Efectivamente, los judíos fueron testigos de cómo en la fiesta de la inauguración del Templo, la gloria de Yavé descendió sobre él: «Al salir los sacerdotes del Santo, la nube llenó la casa de Yavé. Y los sacerdotes no pudieron continuar en el servicio a causa de la nube, porque la gloria de Yavé llenaba el Templo. Entonces Salomón dijo: Yavé quiere habitar en densa nube. He querido erigirte una morada, un lugar donde habites para siempre» (1Re 8,10-13).

Sin embargo, el acceso de los israelitas a la gloria de Dios que habitaba en el Templo, estaba bloqueado por el enorme velo que dividía el recinto sacro, llamado Santo de los Santos, del resto del Templo. El lugar específico donde Dios se asienta con su gloria es, pues, inaccesible. Se señala así la distancia insalvable entre el hombre y Dios; lo cual no quita nada a la pureza e intensidad de los anhelos y sentimientos del salmista.

Si esta distancia es insalvable para el hombre, no lo es para Dios. Dios, que ama al hombre, será quien romperá el muro que los separa. Por y para ello se encarnará en Jesús de Nazaret. Con la muerte del Hijo de Dios en la cruz quedó así anulada la distancia. Y, como signo de que, efectivamente, el muro de separación quedó abolido, nos dicen los Evangelios que, a la muerte de Jesús, «el velo del Templo se rasgó de arriba abajo» (Mc 15,38). Fijémonos bien, «de arriba abajo»; se rasgó desde lo alto, sólo Dios podía rasgarlo. Sólo Él podía destruir el velo-muro que impedía al hombre llegarse hasta el rostro de Dios.

El Señor Jesús acoge y recoge, pues, la oración, la súplica del salmista y la cumple más que con creces, más de lo que pedía este buen hombre; y ofrece su don a toda la humanidad.

Ya Dios, por medio del profeta Isaías, había prometido que un día este velo sería destruido, y que, con la abolición del mismo, también la muerte sería vencida: «Hará Yavé a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos... Consumirá en este monte –el Calvario– el velo que cubre todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes; consumirá a la muerte definitivamente» (Is 25,6-8).

Rasgado, pues, el velo, el acceso a Dios está abierto. Jesús resucitado será el primero en recorrer este nuevo camino libre ya de impedimentos, camino abierto que llega hasta el Padre. Él es el primero de una inmensa e innumerable multitud de hombres y mujeres que siguen sus pasos por la fuerza y el pastoreo que les da el santo Evangelio.

El Señor Jesús, vencedor de la muerte, se aparece a unas mujeres –María Magdalena, María la de Santiago y Salomé– y las envía al encuentro de los apóstoles con un mensaje muy claro. Les indica que vayan a Galilea, que allí le verán. Los apóstoles acuden presurosos al lugar señalado, en el que reciben la misión que ha de llenar a los hombres de la luz de Dios: anunciar su Palabra. Una vez confirmados en la misión, los apóstoles le ven elevarse hacia el Padre. Vieron con sus propios ojos que el rasgarse del velo del Templo tenía un simbolismo profundísimo: se había rasgado, roto, destruido el muro que separaba al hombre de Dios. En la Ascensión del Hijo de Dios hacia el Padre, se había abierto el camino de ascensión para todos los hombres.

El Evangelio, encomendado a la Iglesia , es como la espada de Dios. Espada que rasga de arriba abajo todo lo que nos separa de Él. No hay nada en la vida del hombre, sean pecados, sean traumas adquiridos o genéticos, sea la situación personal más asfixiante, que pueda resistirse al rescate y redención que Jesucristo nos ha alcanzado.

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