1 Tú que habitas al amparo del Altísimo,
y vives a la sombra del Omnipotente,
2 di al Señor: «iRefugio mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en tU».
3 Él te librará de la red del cazador,
y de la peste mortal.
4 Te cubrirá con sus plumas,
y debajo de sus alas te refugiarás.
Su brazo es escudo y armadura.
sNo temerás el terror de la noche,
ni la flecha que vuela de día,
6 ni la epidemia que camina en las tinieblas,
ni la peste que devasta a mediodía.
7Caigan a tu lado mil
y diez mil a tu derecha,
a ti no te alcanzará.
8 Basta que mires con tus propios ojos,
para que veas el salario de los malvados,
9 porque hiciste del Señor tu refugio,
y tomaste al Altísimo como defensor.
10 La desgracia nunca te alcanzará,
ninguna plaga llegará hasta tu tienda,
11 pues ha ordenado a sus ángeles
que te guarden en tus caminos.
12 Te llevarán en sus manos,
para que tu pie no tropiece en la piedra.
13 Caminarás sobre serpientes y víboras,
y pisarás leones y dragones.
14 «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí.
Lo protegeré, pues conoce mi nombre.
Él me invocará y yo responderé.
15 Con él estaré en la angustia.
Lo libraré y lo glorificaré.
16 Lo saciaré de largos días,
y le haré ver mi salvación».
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
En el secreto de Dios
Este salmo es un canto de alabanza hacia el hombre que sabe
vivir en el secreto de Dios. Es tal la intimidad que tiene
con Él, que aun en las más terribles pruebas tiene la
suficiente confianza para decirle: ¡Refugio mío, alcázar
mío! «Tú que habitas al amparo del Altísimo, y vives a la
sombra del Omnipotente, di al Señor: “¡Refugio mío, alcázar
mío, Dios mío, confío en ti!“».
Ya desde estos primeros versículos, nuestros ojos se
vuelven veloces hacia Jesucristo. Él vivió su secreto en el
Padre de quien brotó la fuente de sabiduría que orientó sus
pasos en el cumplimiento de su misión.
En el Señor Jesús, más que en ningún otro ser humano,
se cumple la palabra de Dios cuando nos anuncia que «la
mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el
hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón»
(1Sam 16,7). Efectivamente, la mirada de los hombres sobre
Jesucristo no fue capaz de ver en Él más que al hijo de un
carpintero (cf Mt 13,55). A partir de entonces, esta mirada
se hizo cada vez más necia e insensata hasta que dio lugar
al juicio que le llevó a la crucifixión. El Señor Jesús,
prisionero de la confusión provocada por tanto juicio
inicuo, apoyó su espíritu en Aquel, el único que le conocía
verdaderamente, Aquel cuyos ojos traspasaba las apariencias
y alcanzaba su corazón: su Padre.
Recordémosle en el huerto de los Olivos. En plena
noche, cuando sus discípulos Pedro, Santiago y Juan caen
vencidos por el sueño, el Señor Jesús, aun adueñándose el
temor de todo su ser, saca del tesoro secreto de su corazón
la oración más profunda que pueda generar la fe: «Padre, si
quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).
Esta oración no es la de un héroe, sino la de alguien
que se sabe Hijo de Dios. Por ello y consciente de su
cercana y terrible muerte, sabe que su Padre no dejará de
ser su roca de salvación. En este atar su voluntad a la
voluntad de su Padre, vemos el cumplimiento del salmo al
proclamar: «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí. Le
protegeré, pues conoce mi nombre».
Abrazarse a Él, atarse a su voluntad, este fue el
gesto y la decisión de Jesús cuando fue conducido a la
muerte. Abrazado primeramente a ella, esta tuvo que dejar
su presa ante el acto amoroso del Padre que le arrancó del
sepulcro.
Volvemos al salmo para escuchar este anuncio: «Él me
invocará y yo responderé. Con él estaré en la angustia. Lo
libraré y lo glorificaré». Me llamará... y oímos al Señor
Jesús pronunciando el nombre del Padre casi al borde de la
desesperación: ¡Padre, por qué me has abandonado!
Sobrepuesto de la tentación, volvió a pronunciar su nombre
con la certeza de su salvación, sabía que Él le
glorificaría. Confesó como testigo con esta invocación la
lealtad y fidelidad del Padre: «¡Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu!». En tus manos, en tu fuerza, en
Ti, que eres el único que me ha conocido, acompañado y
consolado; en Ti, el único que, mirando mi corazón, me has
hallado inocente; en Ti, el único en quien mis secretos
mesiánicos han encontrado eco; en ti deposito mi vida y mi
esperanza. ¡Tú me levantarás del sepulcro!
Sabemos por el evangelio de san Lucas (24,1-8) que, al
amanecer del domingo, unas mujeres se dirigieron al
sepulcro con perfumes y aromas. Al entrar y hallando el
sepulcro vacío, dos ángeles les dijeron: ¿por qué buscáis
entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha
resucitado.
¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?
Eso fue lo que oyeron las mujeres. ¿Cómo iba a permanecer
en la muerte alguien que ha puesto toda su confianza en
Dios? El Dios que tuvo siempre misericordia de toda la
humanidad, incluida Israel, de todos sus pecados e
idolatrías, ¿no iba a actuar en el único que mantuvo su
inocencia? Habiendo cumplido el Hijo la voluntad del Padre,
voluntad que le llevó hasta la muerte y muerte de cruz,
¿iría ahora a defraudar la esperanza del que dio la vida
con la certeza de recuperarla? ¿Cómo iba a dejarle a merced
de la muerte? La esperanza de vida eterna de Jesucristo
hacía parte de sus secretos con el Padre. Por eso el Padre
quiso que las mujeres oyeran: ¡no busquéis entre los
muertos al que está vivo! ¡No busquéis entre los derrotados
al vencedor! ¡No busquéis entre los condenados por
malhechores al que yo he declarado santo!
Los apóstoles, testigos de la obra gloriosa del Padre
en su Hijo, la anuncian. Lo vemos, por ejemplo, en la
siguiente predicación de Pedro: «El Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado
a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien
renegasteis ante Pilato...» (He 3,13)
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