domingo, 29 de septiembre de 2024

Salmo 98(97) - El juez de la tierra


1 Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas:
su diestra y su santo brazo
le han dado la victoria.
2 El Señor da a conocer su victoria,
ha revelado a las naciones su justicia.
3 Se acordó de su amor y su fidelidad
en favor de la casa de IsraeL
Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
4 ¡Aclama al Señor, tierra entera,
y da gritos de alegría!
5 ¡Tocad el arpa para el Señor,
que suenen los instrumentos!
6 iCon trompetas y al son de cornetas,
aclamad al Señor rey!
7 Retumbe el mar y cuanto contiene,
el mundo y sus habitantes.
8 Aplaudan los ríos,
griten los montes de alegría
9 ante el Señor,
porque viene
para gobernar la tierra.
Gobernará el mundo con justicia
y los pueblos con rectitud.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

El brazo de Yavé

Nos encontramos ante una entonación de carácter épico que 
canta el poder y la fuerza de Dios quien, con su santo 
brazo, ha elevado a Israel por encima de todos los pueblos 
de la tierra. Israel tiene conciencia de haber sido así 
enaltecido por la diestra y el brazo de Yavé, símbolos de
su poder y su fuerza: «Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas: su diestra y su santo brazo le 
han dado la victoria».
Israel tiene inculcada hasta la médula la protección 
que Yavé le ha dado ya desde sus orígenes. Cada vez que su 
diestra y su brazo actúan en su favor, el pueblo se reúne 
para expresar con cánticos triunfales sus alabanzas y su 
acción de gracias.
Por ejemplo, después de pasar el mar Rojo y siendo 
testigos de la derrota infligida por Yavé a sus enemigos, 
entonan alrededor de Moisés su canto de bendición y 
alabanza a su santo brazo: «¿Quién como tú, Yavé, entre los 
dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad, terrible en 
prodigios, autor de maravillas? Extendiste tu diestra y los 
tragó la tierra. Guiaste en tu bondad al pueblo rescatado...» (Éx 15,11-13).
Israel ensalza el brazo de Yavé en este canto de 
bendición no sólo por haber hundido bajo las aguas al 
ejército egipcio, sino también por el temor que este 
acontecimiento salvador provocó en los reyes de los pueblos 
de la tierra prometida cuando tuvieron conocimiento de 
ello. Efectivamente, todos los habitantes de esta tierra se 
estremecieron ante la inminente llegada del pueblo elegido, 
al que veían protegido por el brazo del Dios que les había 
sacado de Egipto: «Lo oyeron los pueblos y se turbaron...
los príncipes de Edón se estremecieron, se angustiaron los 
jefes de Moab, y todas las gentes de Canaán temblaron. 
Pavor y espanto cayó sobre ellos. La fuerza de tu brazo los 
hizo enmudecer como una piedra...» (Éx 15,14-16).
El profeta Isaías anuncia que el brazo de Yavé, es 
decir, su fuerza y su poder, se habría de revelar, hacerse 
presente, en el Mesías Salvador. Como todas las obras de 
Dios, su brazo se hará visible ante los hombres, sin 
apariencia, sin presencia, sin poder humano..., para que 
así brille en todo su esplendor su fuerza: «¿Quién dio 
crédito a nuestra noticia? Y el brazo de Yavé, ¿a quién se 
le reveló? Creció como un retoño delante de él, como raíz 
de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; le vimos 
y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable, 
desecho de hombres...» (Is 53,1-3).
Como no tenía apariencia ni presencia, y el hombre, en 
su necedad, sólo valora la fachada, apetecible a sus gustos e intereses, fue llevado a la muerte. Crucificaron al Mesías, al Hijo de Dios, pero no pudieron aniquilar en el Calvario la diestra, el brazo de Yavé que reposaba y habitaba en Él. De hecho, el brazo de Yavé rompió el sepulcro y fue levantado el Señor Jesús. Así lo anuncia el 
apóstol Pedro a los judíos cuando, juntamente con Juan, fue 
conducido ante el Sanedrín: «El Dios de nuestros padres 
resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole 
de un madero. A este le ha exaltado Dios con su diestra...» (He 5,30-31).
Este anuncio de Pedro es el primer eslabón de una 
cadena ininterrumpida de sucesivos anuncios y 
proclamaciones de la victoria del Señor Jesús, y que 
alcanza hasta los más remotos confines de la tierra, dando 
así cumplimiento a la profecía contenida en nuestro salmo: 
«El Señor da a conocer su victoria, ha revelado a las 
naciones su justicia. Se acordó de su amor y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra 
han contemplado la victoria de nuestro Dios...».
Profecía que el Señor Jesús abre en toda su dimensión 
universal al anunciar su ya inminente muerte: «Cuando 
hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que 
Yo Soy» (Jn 8,28). Lo que está proclamando Jesucristo es 
que, aunque en el Sanedrín vaya a ser condenado por «su 
apariencia», es decir, como alguien sin ningún valor, sin 
ninguna virtud, más aún, como alguien que no será 
precisamente ningún modelo digno a imitar en lo que 
respecta a las prescripciones religiosas de Israel, lo 
cierto es que, una vez condenado, cuando sea elevado en la 
cruz, todos los hombres podrán saber, más allá de la 
engañosa apariencia, que sí, que es Dios, pues esto es lo 
que significa el «sabréis que Yo Soy». Yo Soy es el nombre de Yavé.
Los primeros en saberlo no fueron los sumos 
sacerdotes, ni los escribas, ni los servidores del culto 
del templo, ni el pueblo llano que asistía a las 
celebraciones religiosas. Los primeros en saberlo fueron 
los gentiles, los paganos, justamente aquellos a quienes 
las leyes de Israel tenían prohibida la entrada en el 
templo y en las sinagogas. Fue, efectivamente, el centurión 
romano y su guarnición los que, ante la muerte de Jesús, 
hicieron la primera profesión de fe (Mt 27,54).
La proclamación de fe de estos paganos alrededor del 
Hijo de Dios crucificado, da cumplimiento a las palabras 
proclamadas por Jesús: «Hay primeros que serán últimos y 
hay últimos que serán primeros» (Mc 10,31). Quizá habrá que 
ambicionar estar entre estos últimos de los que habla 
Jesús, para llegar un día a reconocerle como Dios y Salvador nuestro. 


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