sábado, 28 de septiembre de 2024

Salmo 94(93) - El Dios de justicia

1jSeñor, Dios de la venganza!
¡Oh Dios de la venganza, manifiéstate!
2 ¡Levántate, oh juez de la tierra,
dales su merecido a los soberbios!
3 ¿Hasta cuándo, Señor, los injustos,
hasta cuándo triunfarán los injustos?
4 Se desbordan sus palabras insolentes,
todos los malhechores se jactan.
5 Aplastan a tu pueblo, Señor,
humillan a tu heredad;
6 matan a la viuda y al extranjero,
asesinan a los huérfanos.
7 y comentan: «El Señor no lo ve,
el Dios de ]acob no se entera... ».
8 Enteraos, necios de remate.
Ignorantes, ¿cuándo entenderéis?
9 El que plantó el oído, ¿no va a oír?
El que formó el ojo, ¿no va a ver?
10 El que educa a las naciones, ¿no va a castigar?
El que instruye al hombre, ¿no va a saber?
11 El Señor sabe que los pensamientos del hombre
no son más que un soplo.
12 Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor,
al que enseñas tu ley,
13 dándole descanso en los días malos,
mientras al injusto se le abre una fosa.
14 Porque el Señor no rechaza a su pueblo,
nunca abandona su heredad;
15 el justo alcanzará su derecho,
los rectos de corazón tendrán porvenir.
16 ¿Quién se levanta a mi favor contra los malvados?
¿Quién se coloca a mi lado
contra los malhechores?
17 Si el Señor no me hubiera socorrido,
ya estaría yo habitando en el silencio.
18 Cuando me parece que voy a tropezar,
tu amor me sostiene, Señor.
19 Cuando se multiplican mis preocupaciones,
me alegran tus consuelos.
20 ¿Podrá acaso aliarse contigo un tribunal infame
que dicta sentencias injustas en nombre de la ley?
21 Aunque atenten contra la vida del justo
y condenen a muerte al inocente,
22 el Señor será mi fortaleza,
Dios será la roca donde me refugio.
23 Él es quien les pagará por su injusticia,
y los destruirá por la maldad que cometen.
¡El Señor, nuestro Dios, los destruirá!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Las dos alianzas

Un hombre justo y fiel se desahoga ante el hecho de que los 
impíos hacen valer su fuerza y poder para oprimir al pueblo 
santo de Dios. El salmista llega incluso a pedir a Yavé que 
ejecute sobre ellos la venganza que arde en su corazón:
«¡Señor, Dios de la venganza! ¡Oh Dios de la venganza, 
manifiéstate! ¡Levántate, oh juez de la tierra, dales su 
merecido a los soberbios! ¿Hasta cuándo, Señor, los 
injustos, hasta cuándo triunfarán los injustos?... Aplastan
a tu pueblo, Señor, humillan a tu heredad».
Hay un punto en la oración de este hombre que nos ilumina profundamente. Es la clara señalización de la línea 
divisoria existente entre los impíos y los justos. Hombre justo es aquel que se deja corregir por Dios: «Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor, al que enseñas tu ley, dándole descanso en los días malos, mientras al injusto se 
le abre una fosa».
Sin embargo, hay una realidad que se impone, y es que la impiedad no es un título que llevan en su frente sólo las naciones paganas que acosan a Israel. La misma 
Jerusalén, la ciudad de Yavé por excelencia, se ha convertido por sus rebeldías en un nido de impiedad y de maldad. 
Oigamos al profeta Ezequiel: «Así dice el Señor Yavé: esta es Jerusalén; yo la había colocado en medio de las naciones, y rodeado de países. Pero ella se ha rebelado 
contra mis normas con más perversidad que las naciones, y 
contra mis decretos más que los países que la rodean» (Ez 5,5-6).
En términos parecidos se expresa el profeta Jeremías, sólo que su denuncia viene acompañada por la súplica, pidiendo a Yavé que no desprecie la sede de su gloria: 
Jerusalén con su templo. Es enternecedora la limpieza y 
transparencia a la hora de poner ante Yavé la perversidad 
de su pueblo para, a continuación, suplicarle que, por amor 
de su nombre, no rompa su alianza con él: «Reconocemos, 
Yavé, nuestras maldades, la culpa de nuestros padres; que hemos pecado contra ti. No desprecies, por amor de tu nombre, no deshonres la sede de tu gloria. Recuerda, no anules tu alianza con nosotros» (Jer 14,20-21).
Así pues, por una parte, el pueblo es incapaz de cumplir la alianza, y por otra, Dios no puede anularla 
porque ha dado como garantía su Palabra. Parece como si Dios se encontrase en un callejón sin salida. Claro, que callejones sin salida en casos así sólo existen para quien no ama, y Dios es amor, Dios ama al hombre. Y lo que va a 
hacer es sellar su alianza  imposible al hombre de 
cumplirla a causa de su impiedad y rebeldía– en su propio Hijo:
Dios verdadero y también hombre, en la persona de Jesucristo.
El profeta Isaías anuncia este sello del Mesías. Dios mismo va a constituir a su Hijo como la alianza que el pueblo no ha podido llevar adelante. Alianza que abarcará a 
todas las naciones, y que será luz que ha de abrir los ojos de todos aquellos que viven encerrados y prisioneros de sus tinieblas: «Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del 
pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas» (Is 42,6-7).
El Señor Jesús, como signo de que Él es la alianza nueva y definitiva entre Dios y los hombres, celebra la 
víspera de su pasión la Eucaristía con los apóstoles haciendo presente de una vez para siempre que la alianza entre Dios y los hombres ha sido sellada por y en Él: «Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio 
diciendo: este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; 
haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de 
cenar, tomó la copa, diciendo: esta copa es la Nueva Alianza en 
mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-22).
Es importante puntualizar que san Lucas tiene interés en señalar que, en Jesucristo, la alianza es nueva, y que está fundamentada en su sangre, en su ofrecimiento al Padre 
como cordero sin mancha, es decir, limpio de impiedad y rebeldía. 
El Señor Jesús, al mismo tiempo que se ofrece al Padre, se ofrece también al hombre otorgándole la alianza inviolable que se convierte para él en el Arca de su salvación. Por la alianza de Jesucristo, los hombres, impíos y rebeldes como somos, podemos entrar en comunión con Dios.
El autor de la Carta a los hebreos establece con maestría la diferencia entre las dos alianzas. La antigua, que sitúa al hombre en un deseo y un querer que le abocan
en la frustración del no poder. Y la nueva que, aceptada como don, comprada por el Hijo de Dios con su propia sangre, sí nos catapulta a Dios. Leamos este texto que 
señala a Jesucristo como único mediador de la Nueva Alianza 
que salva a toda la humanidad: «Por eso Jesucristo es 
mediador de una nueva alianza; para que, interviniendo su 
muerte para remisión de las transgresiones de la primera 
alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Heb 9,15)

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