sábado, 28 de septiembre de 2024

Salmo 95(94) - Invitatorio

1 Venid, cantemos jubilosos al Señor,
aclamemos a la Roca que nos salva.
2 Entremos a su presencia con alabanzas,
vamos a adamarlo con instrumentos.
3 Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses.
4 Tiene en sus manos las profundidades de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes.
5 Suyo es el mar, pues él lo hizo,
la tierra firme, que modelaron sus manos.
6 Entrad, postraos e inclinaos,
bendiciendo al Señor que nos ha creado.
7 Porque él es nuestro Dios
y nosotros somos su pueblo,
el rebaño que él guía.
¡Ojalá escuchéis hoy su voz!:
8 «No endurezcáis vuestros corazones
como sucedió en Meribá,
como en el día de Masá, en el desierto,
9 cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
10 Durante cuarenta años
aquella generación me disgustó. Entonces dije:
«Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mis caminos.,.
11 Por eso he jurado en mi cólera:
Nunca entrarán en mi descanso»,


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

El manantial de la roca

Este salmo es un himno de aclamación a Dios en el que el 
pueblo canta gozoso las maravillosas intervenciones que Él 
ha realizado en su favor. Es una proclamación festiva de la 
historia de salvación acontecida en Israel. Es también una 
exhortación al pueblo para que no vuelva a endurecer su corazón ante la obra de Yavé, tal y como aconteció en el desierto: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!: “No endurezcáis vuestros corazones como sucedió en Meribá, como en el día de Masá, en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”».
Una vez expuesta la línea panorámica del himno, vamos 
a centrarnos en el aspecto que nos parece más importante, 
ya que señala uno de los pilares de la espiritualidad de 
Israel: su concepción de Yavé como su roca protectora: 
«Venid, cantemos jubilosos al Señor, aclamemos a la Roca 
que nos salva. Entremos a su presencia con alabanzas, vamos 
a aclamarlo con instrumentos».
Hay un momento en la marcha de Israel por el desierto en que el pueblo, agotado y sediento, se siente sin fuerzas y al borde de la muerte. Es tal su desesperación que la emprende con Moisés culpabilizándole de la situación límite que está padeciendo: «No había agua para la comunidad, por 
lo que se amotinaron contra Moisés y contra Aarón. El pueblo protestó contra Moisés, diciéndole: “Ojalá 
hubiéramos perecido igual que perecieron nuestros hermanos 
delante de Yavé. ¿Por qué habéis traído la asamblea de Yahvé a este desierto, para que muramos en él nosotros y nuestros ganados? ¿Por qué nos habéis subido de Egipto, 
para traernos a este lugar pésimo, donde no hay sembrado, ni higuera, ni viña, ni ganado, y donde no hay ni agua para beber?”» (Núm 20,2-5).
Moisés y Aarón suplicaron a Yavé cayendo rostro en tierra. Este se dirigió a Moisés y le dijo que reuniese al pueblo ante la roca, y que de ella brotarían las aguas que 
habían de salvar al pueblo, quien así lo hizo: «Y Moisés alzó la mano y golpeó la peña con su vara dos veces. El agua brotó en abundancia, y bebió la comunidad y su ganado»
(Núm 20,11).
A partir de este acontecimiento salvador, la figura de Dios como roca protectora será, como ya fue antes expuesto, uno de los pilares de la espiritualidad de Israel, y punto de referencia de los profetas a la hora de llamar al pueblo 
a la conversión. Así Isaías hace ver a su pueblo que la invasión a la que va a ser sometido es por haberse 
olvidado, es decir, haber dejado de lado a la roca de su fortaleza, es decir, a Dios: «Aquel día estarán tus 
ciudades abandonadas, como cuando el abandono de los bosques y matorrales, ante los hijos de Israel: habrá desolación. Porque olvidaste a Dios, tu salvador, y de la 
roca de tu fortaleza no te acordaste...» (Is 17,9-10).
El apóstol Pablo, hijo de Israel, partícipe de su espiritualidad, ve en la roca que alivió las gargantas 
abrasadas de los israelitas en el desierto, un anuncio del mismo Jesucristo: «No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, 
por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento 
espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, 
pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca 
era Jesucristo» (1Cor 10,1-4). Fijémonos bien, Pablo ve al 
Señor Jesús bajo la figura de la roca que, abriéndose, hizo 
emerger de sus entrañas el manantial de aguas que convirtió 
al pueblo extenuado en el desierto, en un pueblo en pie y en camino hacia la libertad.
Como manantial de aguas vivas es como se presenta el Señor Jesús ante la samaritana. La experiencia que esta mujer tiene de agua es la que encuentra en un pozo que, por 
si fuera poco, está fuera de la ciudad. Todos los días tiene que cargar con su cántaro al hombro, hacer un camino penoso haga frío o calor. Todo un trabajo ingrato, total 
para hacerse con unos litros de agua que, precisamente por 
ser estancada, crea serias dudas acerca de su salubridad. Jesús, sentado en el pozo, espera a la samaritana, imagen de toda la humanidad, cuya calidad de vida deja mucho que desear ya que el agua de la supervivencia depende 
de su esfuerzo. Esto bíblicamente significa para el hombre construir su vida con sus manos, es decir, como una obra solamente suya. Sólo cuentan sus criterios.
El Señor Jesús, sentado, espera a la samaritana, a todo hombre, y le ofrece unas aguas vivas dentro de su propio ser. No hay que salir fuera a buscarlas, no hay que cargar ningún cántaro. Están dentro, son un manantial, están vivas, no estancadas; por eso pueden saltar hacia lo alto, hacia la vida eterna, hacia el Padre, que este es el 
sentido bíblico del texto; hacia Dios, origen de estas aguas vivas: de Él brotaron y a Él vuelven, y nosotros con ellas porque fueron nuestra bebida. Es evidente, las aguas 
vivas son el mismo Dios en forma de Palabra. Todo aquel que 
la acoge es catapultado hacia Él: «Dijo Jesús: Todo el que 
beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,13-14).

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