1 Cántico de las subidas.
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
-que lo diga Israel-
2 si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando los hombres nos asaltaron...
J nos habrían tragado vivos,
tal era el fuego de su ira.
4 Nos habrían inundado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
5 las aguas espumantes,
nos habrían llegado hasta el cuello.
6 iBendito sea el Señor! Él no nos entregó
como presa para sus dientes.
7 Escapamos vivos, como huye el pájaro
de la red del cazador:
la red se rompió y nosotros escapamos.
8 ¡Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 124
El lazo se rompió y escapamos
La asamblea entona un himno de acción de gracias a Yavé
recordando con amor y gratitud sus numerosas intervenciones
salvíficas. Israel sabe que no es un pueblo como los demás.
En él Dios está presente actuando y protegiéndole. Los
otros pueblos tienen la conciencia de que sus dioses están
lejanos, por eso necesitan atraer su atención con toda
serie de sacrificios que llegan, incluso, a las
inmolaciones humanas. Como sabemos, la experiencia de
Israel es totalmente otra; su Dios, Yavé, está en los
cielos y en la tierra, está con él, a favor de él y de
parte de él contra sus enemigos.
El himno se abre justamente proclamando con júbilo
esta evidencia: Israel sabe que sigue siendo pueblo porque
Yavé está con ellos, está a su favor: «Si el Señor no
hubiera estado de nuestra parte –que lo diga Israel–, si el
Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando los
hombres nos asaltaron... nos habrían tragado vivos, tal era
el fuego de su ira». A continuación se enumeran
festivamente algunas de las intervenciones de Dios a lo
largo de la historia del pueblo, intervenciones que son tan
significativas como determinantes. Israel tiene la
experiencia de que otros pueblos vecinos han desaparecido
como tales ante acontecimientos políticos, bélicos, etc.
Sin embargo, Israel no, Israel tiene un nombre entre los
demás pueblos, y se lo debe a Yavé. Su elección es la
garantía de su supervivencia. No son un pueblo mejor que
los demás pueblos, pero tiene conciencia de que Dios le ha
confiado la misión de ser la luz que ilumina a todas las
naciones.
Así lo proclamó, estremecido de gozo, el anciano
Simeón cuando tomó sobre sus brazos al Mesías recién nacido
en el día en que sus padres lo presentaron en el templo.
Con una emoción inefable, bendijo a Yavé con las palabras
que el Espíritu Santo puso en su boca: «Ahora, Señor,
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en
paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc
1,29-32).
Volviendo al himno y a las actuaciones salvíficas que
en él se proclaman y ensalzan, nos detenemos en una en la
que vamos a profundizar. Con imágenes propias de la cultura
oriental, se canta que un lazo se ha tendido sobre el
pueblo, que este se rompió y quedaron libres. No se rompió
el lazo por sí mismo, ni la fuerza del pueblo lo desgarró
en jirones. Fue Yavé quien, por el honor de su nombre,
volvió a liberar a los suyos. Honor a su nombre quiere decir que Yavé no puede faltar a sus promesas: «Escapamos
vivos, como huye el pájaro de la red del cazador: la red se
rompió y nosotros escapamos. ¡Nuestro auxilio es el nombre
del Señor, que hizo el cielo y la tierra!».
Entrevemos una relación entre el lazo aprisionador del
que Yavé les ha librado, y el destierro con su posterior
liberación, al que fueron sometidos por Babilonia. Acerca
del lazo que cayó sobre ellos, hemos de recordar que,
cuando Israel llega a las puertas de la tierra prometida,
Dios les previene del peligro del lazo que puede caer sobre
él. Les dice: ¡No te dejes seducir por los dioses de los
pueblos vecinos que yo voy a desalojar para que tengáis su
tierra en posesión! Recordemos que Israel hasta entonces ha
sido testigo de que fue Yavé quien, hazaña tras hazaña, les
liberó de Egipto, les alimentó y mantuvo en el desierto y
les condujo hasta allí. Escuchemos la exhortación que Dios
les hace: «Cuando Yavé tu Dios haya exterminado las
naciones que tú vas a desalojar ante ti, cuando las hayas
desalojado y habites en su tierra, guárdate de dejarte
prender en el lazo siguiendo su ejemplo, después de haber
sido ellos exterminados ante ti y de buscar sus dioses...»
(Dt 12,29-30).
Israel no obedeció a Yavé, quiso probar hasta qué
punto los sugestivos dioses de los otros pueblos podrían
hacerle bien. Tal y como es Israel, es el hombre de todos
los tiempos, ¡Dios nos parece poco para nuestra vida!
Echamos mano de otros «dioses» más sugestivos y, por ello,
más «eficaces», más «prácticos», para resolver nuestros
problemas concretos. Así somos. Una cosa es servir-
servilmente a Dios con sacrificios y rezos y otra cosa es
obedecerle.
Israel, siempre tan servil, desobedeció a Dios, y,
como se lo había profetizado, cayó el lazo sobre él. Tal y
como Yavé les había predicho, fueron llevados a la terrible
humillación del destierro. Dios, que es siempre fiel a su
pueblo, rompió las argollas de su nueva esclavitud, como
canta el salmo: el lazo se rompió y escapamos.
Jesucristo, el Hijo de Dios, lleva sobre su ser todos
los lazos, todas las esclavitudes, todos los destierros,
todas las humillaciones y todos los males del hombre. Como
signo de esta realidad, el lazo de la muerte cayó sobre Él
y lo arrojó al sepulcro. Dios, su Padre, rompió el lazo,
quebró la coraza de muerte que le envolvía, miró al
sepulcro y no quedó de él piedra sobre piedra. Hizo escapar
a su Hijo del lazo de la muerte: el lazo se rompió, se
escapó Él y nos escapamos todos.
La Iglesia primitiva tenía conciencia de que la
victoria de Jesucristo sobre la muerte fue la herencia que
Dios nos dejó a todos por su Hijo Jesucristo. Es una
constante en la predicación apostólica de la que
entresacamos las siguientes palabras del apóstol Pablo: «Si el espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo de
entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos
mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom
8,11).
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