domingo, 1 de diciembre de 2024

Salmo 141(140). Contra la seducción del mal(El ungüento del impío)

1 Salmo. De David.
iSeñor, te estoy llamando, socórreme deprisa!
iEscucha mi voz cuando clamo a ti!
2 iSuba mi oración como incienso en tu presencia,
mis manos alzadas como ofrenda de la tarde!
3 Señor, pon en mi boca una guardia,
un centinela a la puerta de mis labios.
4 No dejes que mi corazón se incline a la maldad,
que cometa crímenes junto con los malhechores.
¡No participaré en sus banquetes!
5 Que el justo me golpee, que el bueno me corrija.
Que el ungüento del malvado no perfume mi cabeza,
pues me comprometería en sus maldades.
Ó Sus jefes cayeron, despeñándose,
aunque habían escuchado mis palabras amables.
7 Como piedra de molino, reventada por tierra,
están esparcidos nuestros huesos,
junto a la boca de la tumba.
8 Hacia ti, Señor, elevo mis ojos,
me refugio en ti, no me dejes indefenso.
9 Guárdame de las trampas que me han tendido,
y de los lazos de los malhechores.
la ¡Caigan los malvados en sus propias redes,
mientras yo escapo, en libertad!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 141
El ungüento del impío
El Salterio nos presenta en este poema a un fiel israelita 
abriendo su alma hacia Yavé. En un clima de profunda 
intimidad le brinda su oración, asemejándola al aroma del 
incienso que inunda el Templo en las liturgias celebradas 
por el pueblo santo: «Señor, te estoy llamando, socórreme 
deprisa! ¡Escucha mi voz cuando clamo a ti! ¡Suba mi 
oración como incienso en tu presencia, mis manos alzadas 
como ofrenda de la tarde!».
A lo largo de su plegaria, formula a Dios un deseo que 
nos llama poderosísimamente la atención. Lleno de sabiduría 
y discernimiento espiritual, observa detenidamente a los 
hombres que le rodean y descubre el sello que identifica al 
justo y al impío.
Justo es todo aquel lo suficientemente amante de la 
verdad como para prescindir de todo miramiento humano a la 
hora de ejercer y recibir el beneficio de la corrección 
fraterna. Es alguien que ama sin condicionamientos, por 
ello tiene la libertad de espíritu para poner a su hermano 
en la verdad: «Que el justo me golpee, que el bueno me 
corrija».
En cuanto al sello identificador del impío no puede 
ser más evidente. Es un mago de la adulación, a la que el 
salmista define como «el ungüento del malvado». Sus 
palabras son lisonjeras, y no tienen otro fin que arrastrar 
a la mentira y al mal. 
Nuestro hombre orante es consciente de que el mayor 
daño que puede recaer sobre él consiste en que alguien, que 
dice ser su amigo, susurre a sus oídos palabras tan 
gratificantes como engañosas; y que le induzcan al desvío 
e, incluso, a la ruptura de su relación con Dios: «Que el 
ungüento del malvado no perfume mi cabeza, pues me 
comprometería en sus maldades».
Recorriendo las Escrituras, reparamos en un hecho en 
el que se nos muestra con meridiana claridad la figura del 
impío-adulador, reflejada en el salmo. Se trata de Antíoco 
Epifanes, rey de Siria, que invadió Jerusalén en el siglo 
II antes de Cristo. Antíoco desató una persecución 
religiosa terrible sobre Israel, y sometió a crueles 
tormentos a todos aquellos que permanecieron fieles a Yavé.
Entre los martirizados por su fe, cobran especial 
relevancia los llamados hermanos Macabeos, que eran siete, 
junto con su madre. El rey fue sacrificando uno por uno a 
todos los hermanos, empezando por el mayor, delante de su 
madre, esperando que esta decayera en su fortaleza ante la 
ejecución de los frutos de sus entrañas. Sin embargo, uno 
tras otro dirigían sus pasos hacia sus verdugos, espoleados 291

por el ánimo que recibían de su madre, lo que dejó al rey 
inmerso en un mar de estupefacción y odio.
Uno a uno, fueron muriendo hasta que quedó el menor. 
Ante este, el rey cambió de actitud: en vez de amedrentarlo 
con crueldad y despotismo poniendo ante sus ojos los 
instrumentos de tortura, intentó congraciarse con él 
echando mano del arma de la que nos prevenía el salmista: 
el ungüento del impío, es decir, la adulación y la lisonja: 
«Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de 
ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía 
hacerle rico y muy feliz, con tal de que abandonara las 
tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría 
altos cargos» (2Mac 7,24b).
La respuesta del muchacho no se hizo esperar: «Ahora 
nuestros hermanos, después de haber soportado una corta 
pena por una vida perenne, cayeron por la alianza de Dios; 
tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la 
pena merecida por tu soberbia» (2Mac 7,36). 
Jesucristo, el Hijo de Dios, también fue tentado y 
solicitado lisonjeramente por el impío. También Satanás 
intentó derramar «su ungüento» sobre Él. Recordemos que, 
una vez bautizado por Juan Bautista, se retiró al desierto 
para prepararse a la misión que su Padre le había 
encomendado. Al final de su estancia, se le acercó Satanás 
para tentarle, aprovechando su debilidad física a causa de 
su ayuno.
Sabemos que susurró a sus oídos por tres veces. Nos 
fijamos en la tercera tentación. En ella, el Tentador-impío 
derrochó todas sus artes de seducción y adulación 
presentando ante sus ojos los reinos de la tierra. Allí le 
prometió el poder y la gloria si, rechazando a su Padre, le 
adoraba a él. La respuesta del Señor Jesús fue tan 
implacable que no dejó lugar a dudas ni a componendas. Tan 
fulminante que desarmó al padre de la mentira de todas sus 
seducciones y pretensiones: «Dícele entonces Jesús: 
apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios 
adorarás, y sólo a Él darás culto» (Mt 4,10).
El hermano menor de los Macabeos anticipó y profetizó 
la victoria definitiva de Dios contra el tentador por medio 
de su Hijo. Desenmascarado el impío del ungüento de mentira 
que siempre le acompaña, el Señor Jesús tiene autoridad 
para decirnos a todos los hombres: «Yo soy el Camino, la 
Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).292

 

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