“…Que tu Mano salvadora nos responda, para que se salven tus predilectos…” (Sal 107)
Es la petición angustiada de un hombre, que implora de la Fuerza de Dios – que es lo que representa su Mano -, el auxilio que nadie en la tierra le puede dar. Y termina el salmista diciendo: “…Con Dios haremos proezas, Él pisoteará a nuestros enemigos…”
Sabemos que los Salmos, oración predilecta de Jesucristo, con la que hablaba con su Padre en las noches en que, como dicen tantos Evangelios, pasaba orando, reflejan la vida y sentimientos de Él; se cumplen en Jesús y en todos los que de alguna manera, le buscamos y queremos ser sus discípulos. Y, en esta ocasión, el salmista, entona un canto doloroso que impacta en Jesucristo, reflejando su angustia ante los enemigos, que, indefectiblementele persiguen a muerte.
El Predilecto por excelencia es Jesucristo, el Hijo amado del Padre: “Este es mi Hijo, mi Predilecto…” (Mt 3,17), nos recuerda san Mateo en el episodio del Bautismo de Jesús. Y, tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Único Hijo para que el mundo se salve por Él, nos recordará san Juan. Por tanto, nosotros, los que le seguimos, también somos sus pequeños, sus ovejas, sus predilectos.
Somos los “anawim” del pueblo de Dios; somos los que se reflejan en las Bienaventuranzas, los que sufren por amor, los pobres en el espíritu…los perseguidos por la justicia, que no la justicia humana, sino que son perseguidos por “ajustar” su vida a Jesús.
Y somos “pobres en el espíritu”, no como el mundo entiende a los “pobres DE espíritu”, queriendo decir, en su ignorancia, los insignificantes, los inútiles, los vagos y maleantes, los que no tienen aspiraciones. Los “pobres en el espíritu” de las Bienaventuranzas son los que no desean ni ansían los bienes de este mundo, no se aferran a las riquezas, y su Tesoro es el Evangelio de Jesucristo, el “tesoro escondido”(Mt 13,44)
Estos pequeños son “limpios de corazón”. Su corazón sólo ansía el Agua Viva, en contraposición al agua estancada, donde se reflejan nuestros pecados, y nos llena de sed. Y el premio prometido por Él es: “…Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios…”
Son aquellos que su corazón no es ambicioso, ni sus ojos altaneros, porque no pretenden grandezas que superen su capacidad, sino que acallan y moderan sus deseos como un niño en brazos de su madre…” (Sal 130)
Se puede ser “pequeño” al concepto evangélico, siendo “grande”. Se puede tener una profesión digna, una casa donde vivir, un salario adecuado al trabajo que se realiza…esta grandeza, siempre que no domine nuestra vida, siempre que el dios dinero no sea nuestro dios…es aceptada y querida por Dios. Y hemos de usar estos regalos de Dios, para el bien propio y de nuestros hermanos.
La comprensión de esto es muy sencilla; el hombre retuerce y tergiversa las cosas, a causa del pecado original. Dios es sencillo, el hombre es tremendamente complicado.
Y todo esto no es novedoso, lo conoce lo más íntimo de nuestro intelecto. Pero el relativismo a que estamos sometidos, cuando “todo vale mientras no me pillen…” destroza al hombre y cambia el plan del Creador.
Pidamos al Señor que nos dé esa pureza de corazón, haga pequeño nuestro sentir y entender, en el concepto evangélico, imitando al más Humilde por excelencia, Jesucristo, que, “…a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos…”(Fp 2, 6-11)
Alabado sea Jesucristo
(Tomás Cremades)
No hay comentarios:
Publicar un comentario