Texto Bíblico
Del Señor es la tierra y lo que contiene, el mundo y los que en él habitan.
Él mismo la fundó sobre los mares y la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en Su recinto santo?
El hombre de manos inocentes, y puro corazón, que no confía en los ídolos, y nunca jura en falso. Ese recibirá la bendición del Señor, y le hará justicia su Dios salvador.
Esa es la generación de los que buscan al Señor, de los que buscan tu rostro, Dios de ]acob.
¡Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas, pues va a entrar el Rey de la gloria!
¿Quién es ese Rey de la gloria? -iEl Señor, héroe valeroso! ¡El Señor, héroe de la guerra!
¡Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas, pues va a entrar el Rey de la gloria!
¿Quién es ese Rey de la gloria? -jEl Señor de los Ejércitos! ¡El es el Rey de la gloria!
Reflexiones: La obra De Dios
El salmista, proclama la alabanza de Dios incidiendo con énfasis en su grandeza, señalando su poderío, haciendo hincapié en que su creación es obra de sus manos, que el orbe y todos los seres que lo habitan tienen su origen en Él. Exalta a Dios, anuncia su trascendencia y, a partir de ella, se pregunta qué hombre puede subsistir en su presencia y quién podrá habitar en su recinto santo. El mismo autor que hace la pregunta, nos da la respuesta: «El hombre de manos inocentes y puro corazón, el que no confía en los ídolos...».
Lo normal de cualquier hombre, incluido el que orienta su vida religiosamente, es hacer «su obra propia» pero el salmista, inspirado por el Espíritu Santo, nos dice que eso es vanidad del alma.
Efectivamente, nadie hace el bien con limpieza de corazón, sin vanidad en el alma, es decir, como lo hace Dios. Y esto es así hasta que acontece la Encarnación.
Dios Palabra se hace carne en Jesucristo y de nuevo se abren los cielos y Dios se asoma sobre ellos. Ahora sí ve a alguien que hace el bien desde la limpieza de su alma y se complace en Él, como ya tuvimos ocasión de ver al hablar del bautismo de Jesús.
Jesucristo es aquel que, al tener la limpieza de alma para hacer la obra de Dios, también nos marca con el sello de garantía de que nuestras obras no sean según la vanidad del alma, sino según la gloria de Dios, ya que son su propia obra. Escuchémosle: «Dijeron los judíos a Jesús: “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?”. Jesús les respondió: “La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado”» (Jn 6,28-29).
No es un creer dogmático ni intelectual y, por supuesto, ni siquiera un creer moral. Es un creer en Jesucristo, palabra del Padre; y este creer en la palabra del Padre tiene un nombre muy concreto: ¡Creer en el Evangelio!.
Sí, creer en el Evangelio como única fuente de tu espiritualidad, como única fuente de tu oración, como único manantial de tu conocimiento de Dios. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es el Evangelio sino el mismísimo rostro de Dios?
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Este Rostro nunca se percibe cuando el Evangelio es solamente un libro de estudio. El Rostro que él irradia solamente se percibe cuando la Palabra es contemplada; cuando, en actitud de inmensa pobreza, nuestro corazón se dobla en gesto de adoración, y tendemos la mano hacia ella como la tiende el hambriento para recibir su alimento...Es entonces cuando el hombre, incapaz por sí mismo para traspasar el misterio de Dios, es iluminado y conducido hasta sus mismas entrañas. Es entonces cuando el Dios trascendente aparece como Padre, y el hombre, es decir, tú, eres nombrado por Él mismo como «el hijo en quien Él tiene sus complacencias».
(P. Antonio Pavía)
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