(A media voz. De David.)
Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».
Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.
Multiplican las estatuas de dioses extraños.
Nunca derramaré sus libaciones con mis manos, ni tomaré sus nombres en mis labios.
El Señor es mi parte de la herencia y mi copa, mi suerte está en tus manos.
Me ha tocado un lote delicioso;
sí, mi heredad es la más bella.
Bendigo al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye interiormente.
Tengo siempre al Señor en mi presencia.
Con él a mi derecha jamás vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
exultan mis entrañas, y mi carne reposa serena; porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel que conozca el sepulcro
Me enseñarás el camino de la vida,
lleno de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
"Dios, nuestra herencia"
En este salmo 16 vemos a un hombre que, en su búsqueda de Dios, ha recibido de Él la certeza de ser acogido y protegido en la tribulación. Así llega a exclamar: «Tú eres mi bien, los dioses y señores de la tierra no me satisfacen».
En este salmo 16 vemos a un hombre que, en su búsqueda de Dios, ha recibido de Él la certeza de ser acogido y protegido en la tribulación. Así llega a exclamar: «Tú eres mi bien, los dioses y señores de la tierra no me satisfacen».
Al mismo tiempo que hace esta oración de íntima confianza, mira a su alrededor y se extraña de la multitud de hombres, cuyo anhelo consiste en ir corriendo «detrás de los ídolos» (dinero, fama, poder, placeres,..) que, al no tener vida en sí mismos, evidentemente no la pueden dar, por lo que tampoco pueden ser refugio ni protección en el momento de la prueba, cuando la existencia se va deteriorando.
Entonces, ¿Por qué los hombres, tienen esta querencia a la idolatría?
La razón es muy sencilla: El hombre que tiene los ídolos terrenales al alcance de su mano.
Sin embargo, no es fácil ser consciente y a todos nos cuesta comprender y creer que nuestra herencia es ¡el mismo Dios! Esta herencia no la podemos tocar. Pero Dios sí nos la ofrece en la Encarnación de su Hijo. Jesucristo es -Dios con nosotros-.
Volvamos al salmista que, al experimentar la protección, el amor y el descanso en el cobijo de las manos de Dios, lleno de un gozo incontenible, se dirige a Él y le susurra: «El Señor es mi parte de la herencia y mi copa, mi suerte está en sus manos… ».
Es evidente que Dios inspiró a nuestro salmista una oración que solamente podía proclamar con propiedad su Hijo Jesucristo que, ante la certeza ya de su próxima muerte, anuncia: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Es tal la certeza de comunión que Jesús tiene con el Padre, que sabe perfectamente que no permitirá que su Hijo experimente la corrupción en el sepulcro, acontecimiento que será el centro y el culmen de la predicación de la Iglesia apostólica.
Es en Jesucristo, en su profunda experiencia del Padre, como los creyentes podemos dejar de lado una vida sin trascendencia, y catapultarnos con Jesucristo, hacia la herencia incorruptible que es Dios mismo.
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