Desde lo más profundo de mi ser, desde lo más profundo de mi corazón, desde esos rincones de mi alma donde no entra nadie más que Tú…desde ahí… ¡a Ti grito Señor!
Y escúchame, abre tus oídos…Tú, que tantas veces te quejaste del pueblo de Israel, para que abriera su oído, ahora: ¡Estén tus oídos abiertos al clamor de mi súplica!
Y, al mirarme para dentro, donde sólo lo conoces Tú, si llevas cuenta de mis delitos, ¿cómo podré resistir? Sólo Tú tienes entrañas de Misericordia, Tú amas al hombre con la fortaleza de un Padre, y con la Ternura de una Madre…De Ti procede el perdón…(Sal 130)
¡Acuérdate de mí, que soy un pobre desamparado!(Sal 86, 1-2)
Yo espero en Ti, en tu Palabra, en tu Evangelio, aguardando tus promesas pues Tú eres fiel. Y te espero con la confianza, como el centinela espera el amanecer.
El amanecer es el paso de las tinieblas a la luz. Y el centinela, sobre todo en aquellos tiempos que nos relata la Escritura, está inquieto en la noche ante los posibles ataques del enemigo. La noche, las tinieblas, donde todo parece más tenebroso, y se agrandan los problemas…ahí el centinela está inquieto hasta el amanecer.
Y el hombre también es consciente de la presencia del Maligno en las tinieblas de tantas noches donde no encuentra a Dios. Donde no encuentra una pronta respuesta a sus problemas…ahí espera el adversario, el diablo, ronda como león rugiente esperando a quién devorar… (1 P 5,8)
Pero Tú, Señor, lento a la cólera, rico en piedad y leal, ¡ten compasión de mi! (Sal 86,15)
Pero yo, Invoco al Dios Altísimo, desde el Cielo me enviará la salvación, confundirá al que me acosa, envíame, Señor, tu amor y tu Verdad (Sal 57, 3-4)
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