Después que la gente se hubo saciado, enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas a orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús, andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: “¡ánimo, soy Yo, no tengáis miedo!”. Pedro le contestó: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre el agua”. Él le dijo: “Ven”. Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse, y gritó: “¡Señor, sálvame!” enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo: ”Realmente eres Hijo de Dios”. Terminada la travesía, llegaron a tierra de Genesaret. Y los hombres de aquel lugar, apenas lo reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca, y trajeron donde él a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera la orla de su manto, y cuantos la tocaban, quedaban curados. (Mt 14, 22-36)
Comienza este Evangelio diciendo: “después que la gente se hubo saciado…”; se refiere a los sucesos ocurridos inmediatamente después de la primera multiplicación de los panes, como milagro de Jesús. Efectivamente las personas que comieron el pan y el pescado fruto de esa portentosa multiplicación, saciaron su hambre. Y, sin darse cuenta, saciaron también su hambre de escuchar la Palabra de Jesús. Por eso Él dirá: “que nada se desperdicie, recoged lo que ha sobrado”. Que nada de la Palabra que se ha predicado, como el Pan de la Vida, se desperdicie. Y sobraron doce canastos, con clara referencia a las doce tribus de Israel, que según el texto de Lucas, (Lc 22, 28,30), serán juzgadas el día final por los doce Apóstoles.
Jesús apremia a sus discípulos. Nos podríamos preguntar: ¿por qué tanta prisa? Nada de lo que relatan los Evangelios se debe minusvalorar. Y se adelantan a la otra orilla; la otra orilla del lugar donde se encuentran; la otra orilla que representa el mundo por evangelizar, donde se encuentran otros que también tienen hambre y necesitan el alimento que es Jesús. Y esto apremia, no hay tiempo que perder.
Sin embargo, Jesús se entretiene. Parece que no tiene prisa, cuando sin embargo, está apremiando a sus discípulos. Y, encima, se va solo a orar. Ahora parece que no tiene prisa, e incluso, rehúye la presencia de sus amigos.
La barca con los apóstoles se había ido mar adentro siguiendo el mandato del Maestro. ¿No se preguntarían por qué tanta prisa? ¿Dónde está el Maestro?
Mientras tanto la barca parecía zozobrar. Porque el viento era contrario. Nos detenemos aquí. La barca representa, bíblicamente a la Iglesia de Jesús. Los discípulos se acercan “a la otra orilla”, al otro mundo que todos llevamos dentro, y que nos aparta de Él. Y es que el viento era contrario. El viento, las circunstancias de la vida, eran contrarios. Y sin Jesús, con todo en contra, es imposible navegar por la vida. El Señor les ha dejado solos, primero les apremia y lego se va y les deja al albur de su suerte. Y, como buenos judíos, conocedores de la Escritura, se dirían: “… ¡Qué pena la mía ha cambiado la diestra del altísimo…! (Sal 77,11)
Y nosotros nos preguntamos como el salmista: ¿Es que Dios ya no sale con sus tropas? ¿Se ha vuelto en contra la suerte de Yahvé?
Pero no, el Señor no se olvida de sus criaturas. “… ¿Es que puede una madre olvidar al hijo de sus entrañas? Pues aunque una madre lo olvide, yo no te olvido” (Is 49,15)
Y estas palabras de Isaías, inspiradas por el Espíritu, revelan el pensamiento y el amor a sus discípulos: Jesús viene en la cuarta vigilia. No les ha dejado solos. Y viene andando sobre las aguas, que representan el dominio de las tinieblas, el espacio de Satanás. Jesús hace de sus enemigos el estrado de sus pies, como dirá el Salmo (110: “…siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies…”
Los discípulos, sienten la presencia de Jesús, en una actitud fuera de este mundo. No hay nadie que pueda andar sobre las aguas. Y se sienten en la presencia de Dios. Y nadie puede ver a Dios sin morir. Como fieles israelitas recuerdan las palabras de Yahvé a Moisés:”…Mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida…” (Ex 33,20). De ahí su temor.
Pero Jesús le dice: “¡Ánimo soy yo, no tengas miedo!” donde de forma velada le anuncia su Nombre: Yo Soy, que es el Nombre de Yahvé. Y Pedro, hombre impetuoso, amante de Jesús, cree y se realiza el milagro: puede andar sobre el mar.Jesús le llama: “¡Ven! “. La llamada de Jesús es un resorte para él.
Pero la fragilidad humana anega el alma de Pedro. Al verse sobre el mar, ante los imposibles de la situación, pierde la fe y se hunde. Como nosotros: creemos en Dios, pero ante las situaciones adversas de la vida, nos hundimos. Pero Pedro tiene sabiduría, ¡implora a Dios! ¡Sálvame, Señor! Pedro no ve a Jesús, pero Jesús sí ve a Pedro. Y ante la desesperación de Pedro, Jesús le recoge: estaba allí, aunque Pedro no le viera.
¡Cuántas veces imploramos a Dios que venga! Y Dios viene “en la cuarta vigilia”, se hace esperar, prueba nuestra fe. Y dirá cariñosamente: “¡qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”
Metámonos en este cuadro, en este episodio. El Evangelio es actual. Lo que ocurrió hace dos mil años, sigue ocurriendo ahora. Hemos de revisar nuestra fe, nuestra impaciencia por que Dios nos resuelva los problemas. Nos olvidamos de que el Señor no es un “conseguidor” de nuestros caprichos.
Él tiene un plan de vida para nosotros: “…antes de haberte formado en el vientre de tu madre, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado…” (Jer 1,5), no srevelará el Espíritu por boca de Jeremías; es decir, que el Señor ya pensó desde toda la Eternidad, en su Santa Providencia, realizar un camino de Amor con nosotros, que desde la cruz, nos lleva a la Vida Eterna.
Y termina este Evangelio con una referencia a la “orla de su manto”, que nos recuerda otro texto evangélico donde la hemorroísa, mujer que padecía flujos de sangre desde doce años atrás, toca su manto, y queda curada por “la Fuerza de Dios” que salió de Jesucristo.
Recordemos que el manto, en la espiritualidad bíblica, representa el espíritu, la esencia del ser que lo lleva. Así se revela en el episodio de los profetas Elías y Eliseo cuando éste le pide su espíritu de predicación antes de la partida de Elías al cielo mediante un “carro de fuego”( 2 R, 9)
Alabado sea Jesucristo
(Tomás Cremades)
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