Todos somos conscientes del paso de la vida en nuestro cuerpo. No hay más que mirarse al espejo por las mañanas. Nada hay más estremecedor que volver a ver las fotos antiguas de nuestros años de juventud. La vida nos deja huellas indelebles, que no podemos evitar: aparecen las arrugas, la pérdida del cabello, las temidas bolsas en los ojos, los michelines…a pesar de que “la arruga es bella”, como dice un conocido modisto de ropa, todo ello nos estremece. Es el tributo que nos deja la vida, porque cuando nacemos empezamos a morir. Es la ley natural. Es evidente que necesitamos una “restauración”.
Restaurar no es demoler, no es tirar por la borda. Es aprovechar lo que tenemos, y tratarlo con los medios que la ciencia nos da. Fijémonos en los edificios: a no ser que se detecte ruina, - digamos enfermedades en nuestro cuerpo que no se puedan sanar-, se puede hacer un “lavado de cara”; una restauración, aprovechando lo que hay de bueno, retirando lo que está peor.
En el alma pasa algo parecido, con la ventaja que contamos con el mejor Médico del universo: Jesucristo.
Probablemente el paso de los años haya embellecido el alma, si hemos sido “tocados” por el Espíritu de Dios. Pero, desgraciadamente, no es lo frecuente. En la juventud, creyéndonos poseedores de la fuerza de la vida, podemos haber cometido muchos errores, de fe, de lejanía de Dios…quizá han influido las compañías…quizá hemos aceptado mejor los desatinos de lo políticamente correcto…el qué dirán…Pero Dios nos espera, tiene paciencia. Pedro nos lo recuerda: “…tened presente que la paciencia de Dios es la garantía de nuestra salvación…” (2Pe 3,15)
También nos lo recordará Pablo en la Carta a Timoteo: “...si somos infieles Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo…”
Nuestra alma, al igual que nuestro cuerpo, puede aun estar llena de arrugas, pero estamos a tiempo. Podemos y debemos “restaurar” el alma: no hay que desesperar, algo se puede conservar. “…La caña cascada no la quebrará, la mecha humeante no la apagará…” (Is 42,3)
Aún pueden quedar en ella indicios de la fe que nos transmitieron los padres, la fe que nos enseñaban de niños…aquella homilía que no entendía y que ahora se presenta con toda la Fuerza de Dios…
“Señor, ¡restáuranos, que brille tu Rostro y nos salve…”(Sal 79)
(Por Tomás Cremades)
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