martes, 1 de mayo de 2018

Los Salmos. La Oración de Jesús.



La actual fragilidad humana es el resultado de no contar con Dios para la solución de los problemas que se ciernen pesadamente sobre nosotros. Sin embargo, el Espíritu Santo no deja de obrar en ayuda nuestra. Una de sus actuaciones es la de desempolvar el inagotable tesoro de espiritualidad que teníamos arrinconado y que son los Salmos.

Sabemos que la vida del Señor Jesús y su misión no estuvieron exentas de tentaciones y sombras, de las cuales la mayor de todas fue, sin duda, el rechazo continuo y sistemático de su propio pueblo. 
Nos preguntamos de dónde sacaba Jesús la fortaleza para sobreponerse a estas fuerzas del mal y la mentira que se abatían sobre Él. Creemos que todo su ser estaba fijo en los Salmos como palabra viva; palabras que le daban vida. En ellas el Hijo de Dios encuentra el manantial que le sumergía en su Padre y que le fortalecía ante toda prueba y tentación.
Cada Salmo nos muestra la sabiduría que viene de Dios, y también podemos encontrar en ellos datos catequeticos que los relacionan con el Nuevo Testamento, con el Evangelio, con la misma vida de Jesús.  Esto con el fin de que nuestra relación con Dios –sobre todo en lo que respecta a recibir la gracia en toda prueba, tentación o duda– sea semejante a la que recibió Él en su constante relación con el Padre. 
Los Salmos son fuerza y alimento que Dios da al hombre. El mismo alimento con que se fortalecía el Señor Jesús.
En su Resurrección, el Señor Jesús abre el corazón y el espíritu de sus discípulos (Lc 24,45); es decir, los hace aptos para asimilar el alimento que, como hemos dicho, aún no estaba a su alcance. A la luz de este don, los discípulos de Jesús de todos los tiempos tenemos abierto el camino que nos introduce en el misterio de Dios y que está oculto en su Palabra. 
Los Salmos, la oración de Jesucristo, son también, y por excelencia, nuestra oración. 
Los Salmos, no son palabras de hombres sino palabras de Dios que, en cuanto tales, son, como dice el apóstol Pablo, palabras operantes, es decir, que tienen fuerza en sí mismas para hacer la obra de Dios en el creyente.
Amén
(padre Antonio Pavía)

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